Puro placer - No solo por el bebé. Оливия Гейтс
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Cali siguió embobada mirándolo, sintiendo que le temblaban las piernas.
–Mientras Leonid crecía en tu interior, cada día estaba más seguro de que había hecho bien en decirte que no entraría en vuestras vidas. Cada vez que no estábamos juntos, me invadía el desasosiego y tenía miedo de ir a buscarte con demasiada ansiedad y asustarte. Por eso, intentaba contenerme, espaciar las visitas. Pero solo me servía para volver a verte con más hambre de ti. Pensé que era cuestión de tiempo que tanta ansiedad acabara manifestándose con violencia. Por eso me obligué a desaparecer antes de que tuvieras a Leo, antes de terminar haciendo lo que hizo mi padre cuando nació mi hermana.
¿Tenía una hermana?, se preguntó Cali, sorprendida.
Maksim siguió hablando, ofreciéndole la horrible respuesta a su pregunta.
–Mi padre se había vuelto más y más irritable. Todos los días nos golpeaba a mi madre y a mí. Entonces, una noche, cuando Ana tenía seis meses, se volvió loco. Nos mandó a todos a urgencias. Mi madre y yo tardamos meses en recuperarnos. Ana se debatió entre la vida y la muerte una semana… hasta que murió.
Cali sintió como si una avalancha de rocas cayera sobre ella con las palabras de Maksim.
¿Y si Maksim perdía el control en ese momento? ¿Y si…?
Pero aquel hombre que tenía delante y que conocía tan bien no parecía estar a punto de un estallido de violencia. Más bien, parecía preso de la angustia más insoportable.
–¿Alguna vez has golpeado a alguien? –preguntó ella.
–Sí.
Su amarga admisión pudo haber despertado de nuevo los miedos de Cali, pero no fue así. No podía ignorar su intuición. Nunca se había equivocado cuando había escuchado su instinto.
Desde el primer momento que había visto a Maksim, se había sentido segura con él, protegida, a salvo. Era un nombre noble, estable y, por eso, había confiado en él desde la primera noche juntos, sin reservas.
Cuando Cali comenzó a acercarse, él se puso tenso. Estaba claro que no quería su contacto, que se avergonzaba de lo que acababa de contarle. ¿Cómo había podido vivir pensando que había un maltratador en potencia dentro de él?
Ella quería hacerle saber que siempre lo había creído digno de confianza. Por eso le había sorprendido tanto que se marchara. No había sido capaz de digerirlo ni de entenderlo. Y le había roto el corazón pensar que se había equivocado respecto a él.
Pero no se había equivocado. Aunque sus razones hubieran sido erróneas, él solo había querido protegerlos a ella y a Leo.
Maksim dio dos pasos atrás, implorándole con la mirada que no se acercara más.
–Deja que te cuente esto. Me ha estado pesando desde que te conocí. Pero si te acercas más, lo olvidaré todo.
Entonces, Cali se detuvo y se dejó caer en el sofá donde él la había besado y señaló el lugar a su lado. Él se sentó.
–Aquellos a quienes golpeaste no eran más débiles que tú, estoy segura –afirmó ella.
–No.
–Eran tan fuertes como tú –adivinó ella–. Y tú nunca fuiste quien dio el primer golpe.
Él asintió.
–En mi pueblo natal, no siempre se acudía a las fuerzas del orden público para resolver un conflicto. Casi nunca había policía y la gente de a pie teníamos que resolver nuestros conflictos solos. Con frecuencia, mis vecinos acudían a mí para que los defendiera. Y se me daba bien, pues mi padre me había enseñado a usar la fuerza para resolver los problemas.
–Estoy segura de que no hiciste daño a nadie que no se lo mereciera.
–Era demasiado violento.
–¿Y perdías el control? –insistió ella.
–No. Sabía muy bien lo que estaba haciendo.
–Muchos hombres son como tú… soldados, defensores… Son capaces de utilizar la violencia para defender a los débiles contra sus agresores. Pero esos mismos hombres son los más gentiles con aquellos que dependen de su protección.
–Eso pensaba yo. Pero, con mi historia familiar, temía que tuviera debilidad por la violencia. Mi pasión por ti se intensificaba por momentos, pero cuando más miedo tuve fue una noche en especial –confesó él–. Sucedió cuando te estaba esperando en la cama y te acercaste a mí con un salto de cama color turquesa.
A ella se le cerró la garganta. Recordaba a la perfección aquella noche. Había sido la última que habían pasado juntos. Cuando se había despertado por la mañana, él se había ido.
–Nunca te había visto tan hermosa. Tu vientre estaba hinchado con nuestro hijo y te lo estabas acariciando mientras te acercabas. Lo que sentí en ese momento fue una ferocidad tan increíble que me aterrorizó. No podía arriesgarme a que mis pasiones tomaran una dirección equivocada y acabar haciéndote daño.
A Cali se le saltaron las lágrimas.
–Lo ocultaste muy bien.
–No tuve que ocultar nada. Nunca tuve ganas de agredirte. Aunque la posibilidad de perder el control de mis pasiones me daba demasiado miedo –explicó él–. Pero créeme, en ningún momento estuviste en peligro de que te lastimara.
Ella meneó la cabeza para tranquilizarlo.
–Quiero decir que ocultaste bien esa pasión que sentías –repuso ella–. Yo no noté nada distinto de los demás días.
–Eso sí lo oculté –reconoció él, asintiendo–. Y, cuanto más intentaba no demostrarte lo que sentía, más nervioso me ponía. Si me sentía así cuando estabas embarazada, no podía arriesgarme a comprobar mis sentimientos después de que nuestro hijo hubiera nacido.
Debía de haber sido un infierno para él, caviló Cali.
–Los maltratadores no se preocupan por el bienestar de sus víctimas –señaló ella–. Los culpan por provocarlos, por hacerles perder los estribos –explicó–. Seguro que no viven con miedo a lo que pueden hacer. No te pareces en nada a tu padre.
–No podía arriesgarme –repitió él con el rostro contraído por el dolor.
–Háblame de él –pidió Cali.
Maksim exhaló. No había esperado esa petición. Y odiaba hablar de su padre.
Sin embargo, accedió.
–Era muy posesivo con mi madre, era celoso del aire que ella respiraba. Sospechaba de todo lo que ella hacía. Estaba tan trastornado que se ponía furioso cuando ella atendía a sus hijos. Hasta que, un día, se convenció a sí mismo de que mi madre lo estaba rechazando a nuestro favor, porque nosotros no éramos hijos suyos.