Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza
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Frank descansaba apoyando su cabeza sobre mi pecho y jugueteaba con el vello de mi vientre mientras yo dedicaba perezosas caricias a su espalda, sus hombros y su pelo, adormilado y muy satisfecho de la estupenda felación que acababa de hacerme, interrumpida por diversas posturas y penetraciones que le proporcionaron un segundo orgasmo. Sí, es así, ella siempre sale ganando.
Me estiré sobre la manta que nos tapaba a los dos y sentí pequeñas punzadas de dolor en varios sitios de mi cuerpo, flexioné las rodillas y noté cómo me crujían las articulaciones y la rigidez de la espalda contra el duro suelo de madera. Aun así, me sentía plenamente feliz y, aunque exhausto, emití un leve quejido de placer. Frank me miró.
—¿Cansado? —sonrió.
—Sí —susurré acariciándola con ternura—. Los cuarenta y siete pesan. Mi cuerpo ha entrado en decadencia y no estoy tan elástico como antes, me temo.
—Estás perfectamente, chéri. Tienes suerte. A mí cada vez me cuesta más mantener la talla de los pantalones.
—Tienes una talla perfecta —dije agarrando su trasero y besándola en los labios.
—Gracias —sonrió—. Pero a lo que me refiero es que tu cuerpo sigue siendo como siempre. Estás sin un gramo de grasa, sin estrías… Eres hermoso.
—Tu sí que eres hermosa, amor. —Hice una pausa para contemplarla y le acaricié el vientre mirándola a los ojos—. Para mí eres hermosa porque tu cuerpo ha creado a nuestros hijos, porque lo he visto cambiar, porque… es mi refugio.
—¿Lo es? —susurró con los ojos brillantes y la voz estremecida.
Asentí abrazándola con muchísima ternura.
—Por cierto, tu «tratamiento» es mejor que una sesión de yoga. Eres fantástica —suspiré besando su pelo.
—¿A que ya estás menos preocupado?
—Sí, estoy mejor —sonreí.
—Tienes que tomarte las cosa con más calma, chéri.
—Ya sabes cómo soy, nena.
—Sí, pero con esto de Charlotte… Me recuerdas a mi padre, a Geoffrey —dijo con cierta tristeza en la mirada—. No quiero que os enfadéis.
Recordé al difunto Geoffrey Sargent, al que Frank creyó su padre durante veintiún años y que aun después de saber que no era su hija bilógica la quiso como si lo fuese y le dejó toda su fortuna en herencia.
—Ahora comprendo mejor a Geoffrey —le dije con ternura.
—Él no quería que fuese actriz y se ponía igual que tú con Charlotte.
—Porque te quería y quería protegerte de todo, hasta de mí —sonreí.
—Sí, lo sé, aunque no hacía falta. Al menos no de ti —susurró sobre mi pecho—. A veces tenemos que tomar decisiones equivocadas para encontrar el camino. Debes tener paciencia y confiar en ella. ¿Recuerdas tu adolescencia?
Asentí poniendo los ojos en blanco. Recordé mi desesperación al morir mi abuelo, mi miedo y mi silencio, pero sobre todo recordé lo solo que me sentía y lo poco que me quería a mí mismo hasta que Charmaine Moore, o más bien su hijo, se cruzó en mi camino y me invitó a comer pollo frito en su casa. Mi otra salvadora fue Frank, mi Frank. Años después, al conocerla, había sido el motor que me había hecho desear ser mejor persona y sentir que, por fin, no estaba solo en el mundo.
—No sabe lo que quiere. Es una niña todavía, aunque se crea muy mayor —dije.
—No, probablemente no lo sabe y está confusa y solo necesita estar segura de que la amamos y que estaremos a su lado siempre. Además, quién sabe si realmente es su vocación.
—Tú también lo creías.
—No, yo lo hacía por parecerme a mi madre y fastidiar a Geoffrey. Entonces no me daba cuenta. Además, Charlotte tiene mucho más talento que yo.
Reí al escuchar su confesión. Miré a Frank y besé su frente.
—Lo sé, siempre supe que era por enfrentarte a tu padre. Incluso yo era una forma de desafiarle.
—No conscientemente y solo al principio —sonrió para acariciar mi rostro después—. Es como si pudieses ver dentro de mí, siempre ha sido así. Me conoces tan bien…
—Lo mismo que tú a mí, amor.
Nos besamos con ternura durante un rato.
—Creo que deberíamos ir a Los Ángeles para que Charlotte sienta eso, que estamos con ella pase lo que pase —dije.
Frank me miró y asintió.
—Sí, la echo mucho de menos.
—Yo también —suspiré acariciándola—. ¿Sabes que eres una madre maravillosa?
—Y tú un padre estupendo.
La abracé con fuerza.
—Bueno, hasta ahora hemos sido un buen equipo —dije.
—Y lo seguiremos siendo.
—Lo que me gustaría saber es con quién porras salía —gruñí poniendo cara de pocos amigos.
—Gallagher… —me reprendió.
—Me enteraré tarde o temprano, nena.
—Y no harás nada —dijo apuntando en mi pecho con su dedo. De pronto se tocó la rodilla y gimió de dolor.
—¿Te duele algo? —pregunté preocupado.
—Las rodillas, me las he rozado con el suelo y creo que se me van a pelar. —Elevó una de sus bonitas piernas y se examinó—. Las tengo rojas.
—Creo que yo también me las he quemado por culpa de la alfombra. Te dije que era muy áspera cuando la compramos.
En ese momento, Frank se echó a reír y yo tomé su pierna rodeando su muslo con mis manos para acercarla a mi boca y besar con cuidado su maltrecha rodilla.
Me arrepentí de mi idea de presentarnos en Los Ángeles en cuanto tomamos el avión, pero lo que me confirmó que había sido pésima fue el comprobar que la casa de mi madre, la mansión Kaufmann, estaba en obras y el poco entusiasmo de nuestra hija al vernos a sus hermanos, su madre y a mí.
Iba a ser una sorpresa y no avisamos a nadie. Charlotte estaba en la piscina tomando el sol y sonaba Missing You, todo un clásico para corazones rotos de John Waite. Frank me dio un leve codazo en el brazo que interpreté como una señal que apelaba a mi lado más paciente y para que tuviese tacto con nuestra hija.
Al menos me alegró ver que había salido a su madre en lo de la lectura y a mí en el gusto musical porque estaba tumbada bajo una sombrilla con su e-book en las manos y aquella joya de los 80 a todo volumen en los radiocasetes retro digitales que se habían vuelto