Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza
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—Sí, muy bien —dijo Frank con una extraña sonrisa en su precioso rostro al que el sol de Los Ángeles le había repuesto sus graciosas pecas.
—Hemos estado con una amiga de la abuela en su casa tomando el té, esa que es actriz y tiene dos premios Óscar. Es tan divertida… Tiene una nieta de mi edad y hemos estado escuchado música —dijo Charlotte.
—Sí, claro. Con su pastillita para la ansiedad y esas dos copas que se ha tomado yo también soy igual de simpática y dicharachera —dijo mi madre.
Frank rio ante las maliciosas ocurrencias de mi madre. Yo me levanté de la tumbona. Me había animado a tomar un poco el sol para quitarme aquel color macilento que da el ser de Nueva York, y estaba en bañador. Me acababa de dar un chapuzón en la piscina y tenía el cuerpo aún mojado. Pude darme cuenta de cómo Frank me miraba de arriba abajo. No podía disimular que le gustaba lo que veía. Ambos seguíamos en celo por culpa de aquel celibato forzoso. En aquella casa carecíamos de intimidad. Cuando no eran los de la obra eran los arquitectos, las amistades de mi madre o el servicio. El caso era que llevábamos más de dos semanas sin consumar.
Me acerqué a Frank secándome con la toalla mirándola con ese tipo de mirada que ella enseguida reconocía. Ella posó su mano cálida y suave en mi hombro mojado y juntos entramos a casa.
—Nos han invitado a cenar mis vecinos, los Salcedo, los que coprodujeron la última serie de los Estudios Kaufmann.
—¿Esta noche? —dije contrariado.
Había pensado salir con Frank a dar una vuelta para estar solos. Incluso había barajado la idea de irnos a un hotel a pasar la noche y poder hacer el amor por fin. Pero parecía que no iba a poder ser aquella noche.
—Sí, es una cena informal en su casa. Está aquí al lado y no creo que se alargue. Son de cenar y acostarse pronto —dijo mi madre mirándome de reojo—. Así conocerán por fin a mis nietos. Quiero presumir de ellos.
Accedí, no me quedaba otro remedio. Nos arreglamos, aunque de un modo informal, Los niños fueron vestidos con ropa cómoda, Frank con un bonito vestido de punto negro, como de ganchillo, que le quedaba espectacular, y yo con unos simples chinos azul oscuro y una camisa de lino blanca. Mi madre nos echó un vistazo a todos y aprobó nuestra indumentaria.
—Parece que no tienes muchas ganas de salir —dijo Frank cuando estuvimos un poco apartados del resto.
—Tenía otros planes para nosotros dos.
—¿Qué planes? —preguntó con picardía.
—Salir tú y yo solos… No sé. Va a ser una noche aburrida, me temo.
—O puede que no —dijo Frank acariciando mi espalda.
En ese momento no pillé la indirecta. Estaba demasiado ocupado lamentándome de mi falta de sexo como para tener los sentidos atentos a sus señales.
Estábamos en los postres, o más bien a las copas. La cena informal había terminado conmigo acompañando a Charlotte tocando algunas canciones en el maravilloso piano de cola del salón de los Salcedo. Después, casi todo el mundo había salido al jardín de la casa. Mi madre y la señora Salcedo estaban atentas a alguna cosa que contaba el señor Salcedo. Los niños, incluida Charlotte, jugaban con las cuatro mascotas de la casa, unos perritos de raza Pomerania. Frank se disculpó para ir al lavabo y yo me quedé sentado frente al piano, improvisando alguna nota.
Al regresar del baño se apoyó en el piano mirando cómo tocaba, en silencio. Levanté la vista de las teclas y la miré. Tenía una expresión extraña, como pícara y misteriosa a la vez.
—¿Qué haces, nena? —le dije admirando lo bonita que estaba.
—Quiero que hagas una cosa por mí, chéri.
—¿El qué, amor? Pídeme lo que quieras —dije dedicándole mi sonrisa torcida más sexy.
—Toma mi móvil —lo hice extrañado—. ¿Ves la pantalla?
—Sí, pero…
—¿Ves ese gráfico en la aplicación? —asentí—. Tienes que hacer que esa línea suba de cero a diez, pero no de golpe, poco a poco —susurró con picardía.
—¿Es algún juego? —sonreí sin comprender aún.
—Puede decirse que sí.
—Vale. Despacio has dicho…
Hice lo que me había indicado y apliqué la yema del dedo índice sobre la pantalla para hacer que aquella flechita rosa subiese y fuese cambiando de color hacia el rosa intenso y el rojo.
—¿Así? —pregunté.
Frank respondió con un leve quejido y la miré extrañado. Estaba mordiéndose el labio.
—Sigue… Un poco más —jadeó.
Lo hice, proseguí. Ante mi sorpresa, Frank comenzó a cerrar los ojos y a frotarse los muslos. Pude comprobar cómo se le encendían las mejillas y se le ponían tiesos los pezones ante mi mirada de asombro. Entonces comprendí.
—Pero ¿qué coño…? —pregunté en voz baja mirando hacia el jardín.
Dejé de poner en funcionamiento aquel trasto y al hacerlo Frank suspiró.
—Es una cosa que nos regaló ayer la amiga de tu madre a ella y a mí. Se dedica a hacer tupper sex de lujo con sus amigas actrices en sus ratos libres, que son todos en realidad. Solo tienes que descargarte la aplicación en el móvil —dijo inspirando con fuerza intentando no jadear.
—¿Un consolador con control remoto? —pregunté escandalizado, apagando la aplicación inmediatamente.
—Sí, anda, no pares, chéri.
—¿Y te lo pones aquí? ¿Te has vuelto loca?
—Dijiste que ibas a aburrirte y quería que nos divirtiésemos un rato. ¿Por qué has parado?
—Solo te estás divirtiendo tú —dije.
—¿Te molesta?
—No creo que hayas necesitado nunca ese tipo de cosas. Me siento ofendido.
Frank rio.
—Tendrías que verte la cara. Celoso de un consolador —dijo sentándose encima de mí para hablarme al oído—. No, nunca he necesitado nada de esto contigo, tonto.
—Eso creía hasta ahora —dije aferrando su cintura.
Ella me acarició el pelo enredando sus dedos en él, bajando sus caricias por mi nuca, muy despacio, haciéndome estremecer de deseo. Estaba excitada, mucho. Posó sus pechos sobre el mío y ronroneó como una gatita.
—Solo tú puedes consolarme de verdad, Mark y creo que no voy a necesitar este aparatito —dijo señalando entre sus piernas con una voz tremendamente sensual—. Pero tengo