Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza
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—A la vista está. Aunque creo que demasiado ostentosa para mi gusto —dije tomando a Frank de la cintura.
—Nunca me pareció un tipo austero —sonrió Frank.
A la fiesta acudió medio Hollywood. El evento era perfecto para ser visto e intentar escalar puestos en la lista A. Había productores, directores, críticos de cine, periodistas de la prensa especializada y lo más importante de todo: fotógrafos. Mi madre se ocupó de que nadie se quisiera perder el debut de Charlotte y, claro está, una buena foto de la debutante para mostrar en redes sociales.
Nuestro anfitrión se acercó a charlar un rato con mi madre. Pronto se pusieron a despellejar a medio Hollywood.
—El pobre actor estrella de la competencia está perdiendo pelo. Lástima, es tan guapo… —suspiró Fisher.
—Todo lo que tiene de guapo lo tiene de idiota, pero no es mala persona. Necesita un implante con urgencia y un nuevo equipo de relaciones públicas que no le haga parecer ridículo —apuntó mi madre—. Y un trabajo. Después de salir de su retiro nadie le llama. Está asustado, no quiere volver a Inglaterra con el rabo entre las piernas. Tal vez le ofrezca algún papel.
—Retiro… —rio Fisher—. Todo el mundo sabe que se bebía hasta el agua de los floreros. Es triste.
—Sí, hace una década era estupendo, pero ha perdido la confianza en sí mismo. El mentir tiene consecuencias. La gente acaba por darse cuenta.
—Lo único que falta en tu fiesta son las señoritas de compañía que suelen pulular en todos los saraos —bromeó Fisher mirando a su alrededor.
—Ya sabes que a mí no me gusta promover la trata de mujeres, ni las «novias» falsas como al resto de productoras, Jacob. Es algo que nunca he hecho.
—Y por eso te miran mal aún, Charlie.
—Lo sé —dijo con una sonrisa irónica—. El cinismo después de la era del Me Too es mayor que nunca.
Nosotros escuchábamos aquel diálogo como unos indiscretos entrometidos, entre curiosos y divertidos, dándonos codazos ante las confidencias de mi madre y Fisher.
—Hablando de cosas falsas… Mira a esos dos. Es el matrimonio menos creíble de la historia de Hollywood —dijo Fisher bajando la voz—. A él le conoce mi marido Enrique por un amigo que tienen en común. Está seguro de que le roba las bragas.
—Me lo imaginaba —dijo mi madre con una sonrisa de suficiencia—. Ella necesita parecer una actriz seria y es una esnob. Quiere ser la nueva Kate Blanchett, pero no lo va a conseguir, así no. Es de dominio público que tiene un lío con su coestrella en esa serie de la competencia.
—Le voy a ofrecer mis servicios. Seguro que en breve tendremos divorcio.
—No te quepa duda —asintió Charlie.
—No pongas esa cara, Mark. Esto es Hollywood. Siempre fue así y lo seguirá siendo —dijo Frank.
—La ambición se paga siempre —dijo Fisher.
—Es que estoy estupefacto.
—Vosotros también tuvisteis vuestro momento hollywoodiense cuando os acosaba aquella bruja —dijo Fisher.
—Definitivamente, no quiero que mi hija sea actriz. Creo que todos son una panda de neuróticos narcisistas mentirosos —le susurré al oído a Frank.
La cena fue estupenda, con un menú creado por uno de los mejores chefs de Los Ángeles. Charlie comentó que su equipo había preparado la cena de gala de los Óscar de aquel mismo año. A los postres, Frank y yo nos levantamos de la mesa para saludar a algunas amistades de mi madre.
Al regresar con Frank a nuestra mesa me quedé absorto por un momento, mirando a nuestros hijos. Korey y Valerie estaban disfrutando de un par de copas de helado. Era un poco tarde para ellos y lo más seguro es que aquel inmenso helado les produjese indigestión, pero la noche del debut como cantante de su hermana era un gran día para toda la familia, así que no quise pasarme de responsable.
Charlotte disfrutaba de la música en directo, atenta a las actuaciones del grupo de acróbatas del Circo del Sol mientras nosotros bailábamos agarrados algún viejo éxito. Quedaba poco para que el famoso DJ la llamase al escenario para que actuase por primera vez delante del público. Se acercó a donde sus hermanos y tomando a Valerie de las manos se puso a bailar con ella un conocido y espantoso éxito del momento, mientras Korey daba cuenta de su segunda copa de helado en silencio. Miré a mis hijos y suspiré casi emocionado. Aquellas tres personitas maravillosas que jamás pensé que tendría y por las que en una ocasión casi había dado la vida, eran mi verdadero orgullo, el único junto con Frank.
—Quisiera verlos siempre así, como ahora —dije en voz baja.
—Pero tienen que crecer, chéri —dijo Frank acariciando mi espalda con ternura.
—Lo sé. No es el hecho de que crezcan lo que me preocupa.
—¿Qué es entonces?
—Que sufran. Que la vida les haga daño.
Frank me rodeó la cintura con sus brazos y besó mi mejilla. En ese momento el afamado DJ comenzó a anunciar la actuación estelar de la noche que no era otra que la de Charlotte. Los cuatro nos acercamos junto con Charlie a las primeras filas entre el público, frente al escenario. Nuestra hija ya se había acercado y subía decidida a encontrarse con la banda compuesta tan solo por ella y otras dos chicas con un par de guitarras españolas.
—Está nerviosa —dije sin dejar de mirar a Charlotte.
—No tanto como tú —dijo Frank aferrando con fuerza mi mano—. Respira hondo, lo va a hacer genial.
—Lo sé, estoy seguro. Ha salido a su madre —sonreí con la vista fija en el escenario.
Se colocó delante del micro y carraspeó dos veces antes de comenzar.
—Esta canción está dedicada a la lluvia de Nueva York. Porque te dije que estaría siempre aquí, dije que siempre sería una amiga. Hice un juramento y lo mantendré hasta el final —dijo Charlotte y su voz casi se le quebró al terminar de hablar, pero se repuso inmediatamente—. Y papá, la próxima vez sí habrá piano.
Sonreí levantando la mano para saludarla, con un nudo en la garganta y el orgullo sin caberme en el pecho.
—¿Necesitas un babero? —bromeó Frank rozando mi cadera con la suya.
Reí aceptando la realidad, la tomé por la cintura y besé su pelo.
Charlotte comenzó a cantar a capella con aquella voz dulce y a la vez tan profunda, con un timbre parecido al de Frank y se sumergió inmediatamente en la canción de Rihanna, Umbrella, como si no hubiese nadie a su alrededor. El asma había desaparecido hacía varios años y aunque aún sufría de molestos ataques de rinitis su voz no acusaba sus primeros años con constantes crisis de tos y falta de aire.
En realidad, su afición por cantar había sido en parte debida a su condición de asmática. El pediatra le había recomendado clases de canto para que sus pulmones tuviesen una mayor fortaleza.