Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza HQÑ

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a abrazar a Korey y Valerie.

      —Pero ¿qué hacéis aquí todos? —preguntó con alegría, mientras nuestros hijos pequeños la colmaban de besos.

      —Queríamos que fuese una sorpresa, abuela —dijo la pequeña Valerie.

      —Pues lo ha sido. Pero ¿habéis vuelto a crecer? —rio mi madre atusándose su melena caoba rojiza, que en otra época había sido natural, y besando a sus nietos pequeños sin cesar. Al verla así pensé que estaba mucho más guapa y feliz que cuando volvimos a encontrarnos, hacía más de diez años y que de eso tenían toda la culpa mis hijos.

      Charlie se acercó a abrazar a Frank que la achuchó con cariño y a mí me dejó el último para darme un beso en la mejilla y tomar mi rostro entre las manos y mirarme con una mezcla de alegría y orgullo. Yo la sonreí con cariño y ella me tomó las manos con fuerza, como solía hacer.

      —Charlotte, cariño, ven a saludar, anda —dijo girándose hacia su nieta mayor.

      Charlotte se levantó de la tumbona sin ninguna prisa y se acercó suspicaz. Se había hecho un corte muy radical que había hecho desaparecer su melena de rizos caobas. Valerie corrió hacia ella para abrazarla con fuerza y ella por fin bajó la guardia besando con ternura a su hermana pequeña. Después vino hasta nosotros y le revolvió el pelo a Korey con cariño para justo inmediatamente echarse en brazos de Frank que le llenó la cara de besos. Me quedé observándolas con aquel dolor dulce colmándome el pecho pensando que mis chicas eran preciosas. Charlotte me miró aún abrazada a Frank en el momento en que se le estaba escapando una lágrima que la hizo fruncir el ceño como yo lo hago cuando me avergüenza emocionarme en público.

      La miré bien, ya era una guapa mujer que medía más que su madre con su pelo caoba despeinado, su piel pecosa y mis ojos verdes, los mismos que los de su abuela. Pronuncié su nombre y ella se soltó de los brazos de su madre suavemente. Los dos nos acercamos hasta fundirnos en un abrazo.

      —¿Estás bien, cariño? —le pregunté.

      —Sí, sí, estoy bien —dijo sorbiéndose los mocos.

      Yo la apreté un poco más fuerte y entonces sentí su sollozo. La miré y acaricié su cabeza como cuando era pequeña, intentando consolarla.

      —Ya está, ya está… —susurré.

      —Perdóname, papá.

      —No te preocupes, no llores, princesa.

      Ella sonrió y se soltó de mi abrazo para correr a donde su hermana pequeña y cogerla en brazos. Y así, juntos y felices, entramos en la mansión Kaufmann, que estaba hecha un desastre.

      —Estoy remodelando parte de la casa. Redecorando, tirando algunas paredes para redistribuir, renovando un par de cuartos de baño y cambiando las escaleras. No quiero partirme la crisma un día de estos. Y de paso voy a pintar y retocar la fachada y cambiar las barandillas de todas las terrazas —dijo mi madre satisfecha.

      —¿Y estás en casa con todo este lío? —preguntó Frank.

      —Podía haberme ido a un hotel, pero no me apetecía nada. Cada vez me da más pereza salir de mi casa y dejar mis cosas. Además, al venir Charlotte no me ha quedado otro remedio —dijo en voz más baja.

      —Nuestra intención es regresar con ella a Nueva York cuanto antes —le aclaré.

      —Pero os quedaréis unos días con los niños —afirmó mi madre—. Podemos ir a Disneyland, a ver esa nueva atracción del espacio.

      —Por enésima vez —rezongué.

      —¡Sí, papa! Esa que dice la abuela no la hemos visto —dijo Korey, lo que corroboró su hermana pequeña saltando entusiasmada.

      Miré a mi alrededor y además de ver los andamios que cubrían la fachada principal y el ir y venir de hombres con carretillas y sacos de cemento, escuché el incesante ruido de martillos pilones golpeando paredes. La casa Kaufmann, que a mí siempre me recordó a un museo de arte moderno, con sus cristaleras inmensas que la hacían casi transparente y sus líneas rectas y metálicas, estaba patas arriba. Miré a Frank y puse los ojos en blanco. Ella me apretó el brazo y entró conmigo en casa.

      Korey y Valerie estaban encantados de estar en Los Ángeles con su abuela consentidora y aquel sol de justicia de pleno verano californiano. Llevaba meses sin llover y sobre la ciudad sobrevolaba una nube de contaminación de aspecto amarillento que se podía apreciar perfectamente desde la colina donde estaba enclavada la casa de mi madre.

      Allí, en las colinas, nos librábamos de aquella insana atmósfera que debían respirar los angelinos menos afortunados. El césped era regado mediante un novedoso sistema que empleaba la evaporación natural del suelo y la convertía en un rocío suficiente para mantener verde aquel jardín lleno de palmeras, enormes ficus y parterres de cactus y suculentas mezclados con rododendros e hibiscos. No se podía desperdiciar el agua, so pena de recibir severas multas del gobierno, pero todas las piscinas de Hollywood, paradójicamente, estaban llenas. La sequía se había vuelto anual en algunas zonas del país.

      El primer día nos despertó un taladro a primerísima hora de la mañana, que parecía estar en la misma habitación en la que nos encontrábamos. El ala de invitados era la única que permanecía intacta y mi madre nos había alojado allí en un par de habitaciones contiguas, con nuestros hijos al lado, compartiendo un único baño. Ella dormía en la colindante a la nuestra, mientras que Charlotte disfrutaba de la privacidad de la casita de la piscina, que contaba con una pequeña cocina americana para las barbacoas y un sofá cama junto con un baño completo con la única bañera de hidromasaje que estaba disponible en toda la mansión, antaño llena de comodidades.

      Emití un gruñido y Frank se removió a mi lado.

      —Buenos días, chéri —susurró con voz somnolienta.

      —Lo de buenos…

      Ella emitió un ruidito, una risita ahogada y se apretó contra mí.

      —Qué gruñón estás.

      Yo la abracé respondiendo con un gruñido muy diferente al primero posando mi erección matutina contra su sugerente trasero. Estaba besando su cuello cuando escuché la voz de Korey y Valerie que venía de la habitación de al lado con total nitidez. El taladro había despertado a toda la familia.

      —¿La puerta está abierta? —pregunté extrañado.

      —Ah, sí. La dejé abierta anoche porque al estar en una habitación extraña Valerie podía tener una de esas pesadillas y así se iba a sentir más segura.

      —Ni me enteré —dije separándome del cuerpo de Frank, no sin cierta desilusión.

      —Te dormiste a la primera.

      —Pero si está con Korey.

      —Bueno, prefiero no tener que levantarme en medio de la noche.

      —Ya es mayor, ya no tiene pesadillas, amor —dije amagando un segundo intento, acariciando su trasero con codicia.

      —El mes pasado tuvo una. Y me lo ha pedido, no es su casa.

      —Si tú lo dices… —dije estirándome sobre la enorme

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