Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza HQÑ

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la incipiente barba que ya asomaba medio canosa y sonrió.

      —Creo que puedo adivinar lo que estás pensando por lo fruncido que tienes el ceño.

      —Estoy seguro —sonreí.

      —Conozco tu mente pervertida, Gallagher.

      —Sé que la conoces, nena.

      —Pues olvídalo de momento porque ni ahora ni en días sucesivos —dijo acariciándome le pecho.

      —Ya —dije lacónico—. Hijos al lado y puerta abierta.

      —Y tu madre durmiendo pared con pared, y tiene un sueño muy ligero.

      Emití un quejido desesperado cuando el taladro volvió a empezar y me tapé la cara con la almohada.

      Capítulo 8

      Time Of The Season

      El celibato obligatorio nunca nos había ido a Frank y a mí. Nos altera los nervios, a ambos. Nos mantiene ansiosos, siempre fue así, desde el principio. Cuando no hacemos el amor con regularidad nos estresamos. Necesitamos manosearnos, olernos, saborearnos, llenar nuestros sentidos con el calor del otro. Yo soy muy «tocón», más que ella, y en cuanto la tengo cerca no puedo evitar posar mis manos en su cuerpo, a veces solo como gesto de ternura o para sentirme mejor automáticamente, no solo por deseo sexual. Su tacto me sosiega. Ella lo sabe. Después de tanto tiempo sabe que me da paz y cuando me nota nervioso solo tiene que tomar mi mano para que me sienta automáticamente en calma.

      Pero en aquella casa llena de gente, con los obreros asomándose a nuestro dormitorio desde el andamio, era imposible. Llevábamos más de dos semanas sin sexo, tan solo con carantoñas y besos urgentes que nos dejaban frustrados.

      Cuando nuestros hijos eran bebés todavía era fácil. Los niños pequeños no suelen despertarse a pesar de que sus padres hagan ruidos extraños y no hacen preguntas incómodas. Además, no les importa la desnudez. Pero a los de nueve y once años hacen muchas preguntas.

      Aquella mañana, apenas despiertos, habíamos bajado la guardia. Hacía un calor extraño, sofocante. Vivir en Los Ángeles se había convertido en los últimos años en un verdadero infierno por culpa de los incendios que se sucedían sin importar la estación. El desierto había avanzado en una década y ya estaba a las puertas de la ciudad. En realidad, ya solo existía una estación: la del asfixiante y ardiente verano. Habíamos dormido con la ventana abierta, pero no con el aire acondicionado puesto porque nos parecía insano, además de un terrible gasto energético que ni el país ni el planeta se podían permitir, y recién amanecidos descansábamos casi desnudos sobre la cama, sin taparnos ni con las sábanas.

      Frank emitió un suspiro que acabó en un débil jadeo. Giré mi rostro hacia ella. Tenía los ojos cerrados y estaba preciosa, despeinada, con el cuello levemente perlado de sudor y los pechos adivinándose bajo una de mis camisetas interiores. Para ella era muy grande y además estaba vieja y dada de sí con lo que un pecho se le escapaba y el otro quedaba casi al aire.

      Mis ojos se fueron acostumbrando a la luz cegadora del sol de la Costa Oeste que la envolvía y le daba a su piel perfecta una leve tonalidad dorada. La miré sonriente. El casi inexistente e invisible vello rubio de sus muslos y brazos se adivinaba al trasluz. Ella continuaba medio dormida, o eso pensé. Siempre me ha encantado verla dormir. Tenía un brazo sobre su cabeza y el otro se había deslizado perezoso hasta su vientre, donde su mano se posaba sobre el montículo suave y caliente bajo su ombligo.

      Los obreros parecían haber comenzado a trabajar alejados de aquella parte de la casa porque hasta nuestra ventana llegaban ruidos amortiguados por la distancia y la música lejana de uno de ellos, que solía amenizar a sus compañeros con buena música. Sonaba un gran clásico, Time Of The Season de The Zombies.

      Me quedé observando a Frank fascinado. Ella debió de notar mi respiración porque abrió los ojos, me miró y sonrió.

      —Esa sonrisa… —susurré acariciando sus labios con mis dedos—. Es mía.

      —Siempre —dijo sin dejar de sonreírme.

      La gente que subía y bajaba por el andamio que cubría la pared hasta el tejado cada día no parecía estar por allí aún. Al no ver a ninguno de ellos en la terraza de la habitación o trepando hasta el tejado, con nuestros hijos profundamente dormidos y mi madre roncando en la habitación de al lado, decidimos que era nuestro momento.

      Posé mi mano sobre la suya y dejé que fuese ella la que me guiara hacia abajo, entre sus muslos, mientras nos mirábamos los ojos, la boca. Frank emitió un hondo suspiro cuando mis dedos alcanzaron el hueco entre sus piernas. Aparté levemente la tela de algodón, ella se dejó hacer sin emitir aún sonido alguno. Tenía la boca entreabierta, sus ojos somnolientos recorrían mi rostro. Mis dedos juguetearon con su vello. Abrió sus muslos invitándome y me deslicé en busca de aquella carne cálida y húmeda.

      Me recosté de forma que mi otra mano quedase libre y acaricié el contorno de su rostro con ella. Su respiración se había vuelto más profunda y ansiosa cuando mis dedos resbalaron hasta dentro. Se le escapó un gemido y a mí una sonrisa torcida. Frank buscó mi otra mano con su boca y besó mis dedos. La punta de su lengua rozó cada uno de ellos lentamente. Me estremecí cuando sus labios tomaron mi pulgar para introducirlo en su boca y chuparlo con un sonido de succión, húmedo, el mismo tipo de sonido que mis dedos le estaban provocando más abajo.

      Yo ya estaba jadeante y duro, pero quise esperar un poco más. Era una delicia verla así, ir cayendo solo con mi tacto en aquella bruma de placer que la hacía gemir quedamente. Mis dedos no habían parado de insistir y Frank se retorcía de gusto mientras mi pulgar, mojado por su saliva, recorría el contorno de sus carnosos labios sin cesar.

      —Métete dentro —me imploró ansiosa.

      —Después —le susurré al oído.

      Frank gimió como respuesta y se arqueó buscando más fricción, más contacto de mi piel con la suya. La tela elástica de mis calzoncillos no daba más de sí, pero no quise ir deprisa, necesitaba mirarla antes de disfrutarla. Ni tan siquiera la besé, solo continué acariciándola con suavidad, pero sin cesar.

      Me encanta que se corra primero para poder verla y después que se vuelva a correr conmigo porque ese segundo orgasmo es el más fuerte y la deja totalmente estremecida, casi sin aliento.

      Ya estaba mordiéndose el labio a punto de estallar en uno de sus gloriosos orgasmos dignos de contemplar cuando pegó un grito que no tenía nada de orgásmico y se tapó los pechos con los brazos saltando sobre la cama, mirando hacia la terraza.

      Confuso, hice lo mismo y me encontré con la cara de dos fulanos pegada al cristal de las puertas que daban al ventanal, vestidos con mono de trabajo, contemplándonos con los ojos saliéndoseles de las órbitas.

      Me levanté hecho una furia y me acerqué a la ventana vociferando.

      —¡Fuera, se acabó el espectáculo! ¡Fuera, joder! —grité agitando los brazos con la intención de espantarlos—. ¡Y dejad de mirar a mi mujer!

      A mi espalda escuché la risa de Frank. Me giré y ella miró hacia mi entrepierna, elevó una ceja y se mordió el labio.

      Se acercaba el cumpleaños de Charlotte y el 4 de julio y mi madre decidió que había que ir de

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