Maestros de la Poesia - César Vallejo. Cesar Vallejo

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Maestros de la Poesia - César Vallejo - Cesar  Vallejo Maestros de la Poesia

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de gemido,

      Nuestra alma melancólica en conserva.

      Vámonos! Vámonos! Estoy herido;

      Vámonos a beber lo ya bebido,

      Vámonos, cuervo, a fecundar tu cuerva.

      La copa negra

      La noche es una copa de mal. Un silbo agudo

      del guardia la atraviesa, cual vibrante alfiler.

      Oye, tú, mujerzuela, ¿cómo, si ya te fuiste,

      la onda aún es negra y me hace aún arder?

      La tierra tiene bordes de féretro en la sombra.

      Oye, tú, mujerzuela, no vayas a volver.

      Mi carne nada, nada

      en la copa de sombra que me hace aún doler;

      mi carne nada en ella

      como en un pantanoso corazón de mujer.

      Ascua astral... He sentido

      secos roces de arcilla

      sobre mi loto diáfano caer.

      ¡Ah, mujer! Por ti existe

      la carne hecha de instinto. ¡Ah, mujer!

      Por eso ¡oh negro cáliz! aun cuando ya te fuiste,

      me ahogo con el polvo

      ¡y piafan en mis carnes más ganas de beber!

      Líneas

      Cada cinta de fuego

      que, en busca del Amor,

      arrojo y vibra en rosas lamentables,

      me da a luz el sepelio de una víspera.

      Yo no sé si el redoble en que lo busco,

      será jadear de roca,

      o perenne nacer de corazón.

      Hay tendida hacia el fondo de los seres,

      un eje ultranervioso, honda plomada.

      ¡La hebra del destino!

      Amor desviará tal ley de vida,

      hacia la voz del Hombre;

      y nos dará la libertad suprema

      en transubstanciación azul, virtuosa,

      contra lo ciego y lo fatal.

      ¡Que en cada cifra lata,

      recluso en albas frágiles,

      el Jesús aún mejor de otra gran Yema!

      Y después... La otra línea...

      Un Bautista que aguaita, aguaita, aguaita...

      Y, cabalgando en intangible curva,

      un pie bañado en púrpura.

      Los dados eternos

      Para Manuel González Prada,

       esta emoción bravía y selecta,

       una de las que, con más entusiasmo,

       me ha aplaudido el gran maestro.

      Dios mío, estoy llorando el ser que vivo;

      me pesa haber tomado de tu pan;

      pero este pobre barro pensativo

      no es costra fermentada en tu costado:

      ¡tú no tienes Marías que se van!

      Dios mío, si tú hubieras sido hombre,

      hoy supieras ser Dios;

      pero tú, que estuviste siempre bien,

      no sientes nada de tu creación.

      ¡Y el hombre sí te sufre: el Dios es él!

      Hoy que en mis ojos brujos hay candelas,

      como en un condenado,

      Dios mío, prenderás todas tus velas,

      y jugaremos con el viejo dado.

      Tal vez ¡oh jugador! al dar la suerte

      del universo todo,

      surgirán las ojeras de la Muerte,

      como dos ases fúnebres de lodo.

      Dios mío, y esta noche sorda, obscura,

      ya no podrás jugar, porque la Tierra

      es un dado roído y ya redondo

      a fuerza de rodar a la aventura,

      que no puede parar sino en un hueco,

      en el hueco de inmensa sepultura.

      Los heraldos negros

      Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!

      Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,

      la resaca de todo lo sufrido

      se empozara en el alma... ¡Yo no sé!

      Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras

      en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.

      Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;

      o lo heraldos negros que nos manda la Muerte.

      Son las caídas hondas de los Cristos del alma,

      de alguna fe adorable que el Destino blasfema.

      Esos golpes sangrientos son las crepitaciones

      de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

      Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como

      cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;

      vuelve los ojos locos, y todo lo vivido

      se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

      Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!

      Los pasos

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