Corazón de nieve - Una noche en el desierto. Cathy Williams

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Corazón de nieve - Una noche en el desierto - Cathy Williams Omnibus Bianca

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el Distrito de los Lagos sería perfecto. Podría perderse en el placer de estar sentado al volante de un coche tan poderoso como un caballo salvaje. No había nada como esa sensación de libertad, algo inestimable para él, en contraste con su vida diaria tan estructurada. Dirigir el imperio Rocchi, que llevaba solo desde que su padre muriera ocho años atrás, no era precisamente una experiencia liberadora, aunque sí tensa y satisfactoria.

      En esa rara ocasión había apagado el teléfono móvil y escuchaba música clásica, pero atento a las condiciones de la carretera. Los últimos días había visto cómo la nieve cubría todo el país, y aunque en ese momento no caía, los campos seguían blancos mientras continuaba su viaje al norte.

      Estaba absolutamente convencido de su habilidad para controlar el Ferrari en esos caminos sinuosos, igual que lo estaba de su capacidad para controlar cada aspecto de su vida. Probablemente por eso, a la edad de treinta y seis años, ya era una figura legendaria en el mundo de los negocios, temido tanto por su implacabilidad como por su brillantez.

      Incluso había veces que creía que las mujeres le temían de igual manera, lo cual pensaba que era algo positivo. Un poco de temor jamás hacía daño a nadie, y resultaba rentable asegurarse de que una mujer supiera quién controlaba los hilos de una relación. Si es que las aventuras de seis meses podían considerarse relaciones. Su madre prefería describirlas de otra manera, y era la razón que creía que había tenido para dar esa gran fiesta posnavideña con el fin de elevar el ánimo de todos, ya que, según sus propias palabras, no había mes más aburrido que febrero.

      Resultaba evidente que su intención era volver a hacer de casamentera, a pesar de que en más de una ocasión Rafael le había dejado claro que le gustaba su vida tal como estaba. Pero para su madre, italiana tradicional que era a pesar de llevar décadas viviendo en Inglaterra, soltero y sin hijos a su edad no podía representar una situación feliz. Ella se había casado con veintidós años y con veinticinco ya lo había tenido a él, y habría traído varios hijos más al mundo si el destino no le hubiera negado esa posibilidad.

      También había insistido en que asistiera, lo cual era ominoso, pero su madre era la única persona a la que respetaba de forma incondicional en el mundo. Y ahí estaba, al menos disfrutando de la experiencia de llegar hasta allí, aunque luego se muriera de aburrimiento.

      Su madre jamás había terminado de aceptar la verdad de que a él le gustaban las mujeres casi exclusivamente por la apariencia. Le gustaban altas, rubias, complacientes y, lo más importante de todo, temporales.

      Al tomar una curva en el camino que llevaba hasta la extensa propiedad campestre de su madre, tuvo que pisar los frenos al ver un coche que se había salido del camino y precipitado contra el arcén nevado. El Ferrari giró y con un chirrido de protesta de las ruedas, se detuvo a menos de un metro del desdichado y, tal y como pudo ver en cuanto bajó de su ladeado coche, abandonado Mini.

      Al menos había alguien sobre quien poder volcar su bien merecida ira. Alguien de pie del otro lado del Mini, mirándolo con expresión sobresaltada. Una mujer. «Típico», pensó.

      –¿Qué diablos ha pasado aquí? ¿Estás herida? –la mujer avanzó y parpadeó–. ¿Y bien? –demandó él. Entonces pensó que lo mejor que podía hacer era mover su propio coche por si otro vehículo aparecía por la curva. Aunque el camino siempre estaba desierto, no tenía sentido correr riesgos–. He de mover mi coche –le dijo a la mujer que parecía muda.

      Cuando bajó del Ferrari ya aparcado, descubrió que ella había vuelto a desaparecer.

      Con creciente irritación, rodeó la parte trasera del Mini y la encontró arrodillada en el suelo, buscando algo con la ayuda de la luz de su teléfono móvil.

      –Lo siento –fue la disculpa ansiosa que ofreció ella–. De verdad que lo siento. ¿Estás bien? –lo miró unos instantes y volvió a centrarse en su búsqueda.

      –¿Tienes idea de lo peligroso que es que dejes tu coche ahí? –con sequedad indicó el Mini.

      –Intenté moverlo, en serio, pero las ruedas no paraban de resbalar –se levantó, abandonando la búsqueda a regañadientes y se mordió los labios nerviosa.

      En ese momento pudo ver que la mujer apenas sobrepasaba el metro cincuenta y cinco. Baja y regordeta, por lo que parecía. Lo que no mejoró en nada sus decrecientes niveles de paciencia. De haber sido espigada y hermosa, su encanto quizá se hubiera activado automáticamente. Pero en ese instante, lo único que pudo hacer fue mirarla con expresión de desagrado.

      –Entonces, ¿decidiste dejarlo donde estaba, indiferente al riesgo que sometías a cualquiera que pudiera aparecer por esa curva, y te dedicaste a hurgar en el camino? –preguntó con sarcasmo.

      –De hecho, no estaba hurgando. Estaba… me froté los ojos para despejarme y se me cayó una lentilla. Vengo conduciendo desde Londres. Debería haber tomado el tren, pero pretendo marcharme a primera hora de la mañana y no quería ser grosera y tener que despertar a alguien para que me llevara a la estación –lo miró ansiosa–. A propósito, hola –extendió una mano pequeña y observó al desconocido.

      Era el extraño más atractivo que había visto en toda la vida. De hecho, bien podría haber salido de la portada de una revista. Era muy alto y llevaba el pelo oscuro hacia atrás, para despejar cualquier distracción de la belleza esculpida en su cara. Su cara ceñuda.

      Cristina no pudo evitar esbozar una sonrisa, impasible ante su expresión antipática.

      Rafael soslayó la mano extendida.

      –Moveré tu coche a un lugar menos peligroso y luego será mejor que te subas al mío. Doy por hecho que vas en la misma dirección que yo. Sólo hay una casa al final de este camino.

      –Oh, no tienes que hacerlo –musitó Cristina.

      –No, no tengo, pero lo haré porque no quiero el incordio de una conciencia culpable si te pones al volante de tu coche cuando no ves nada y chocas.

      Giró en redondo ajeno al fascinado interés con que lo observaba Cristina mientras con pericia llevaba a cabo lo que ella había tratado de hacer sin éxito durante media hora.

      –Eso ha sido brillante –le dijo con sinceridad cuando lo tuvo otra vez delante.

      Rafael sintió que parte de su enfado se evaporaba.

      –En absoluto –repuso–. Pero al menos el condenado coche ya se encuentra en un lugar más seguro.

      –Ahora yo ya puedo conducir –se vio obligada a reconocer–. Quiero decir, llevo unas gafas en el bolso. Siempre las llevo porque nunca sé cuándo las lentillas van a empezar a irritarme los ojos. ¿Usas lentes de contacto?

      –¿Qué?

      –Olvídalo –frunció levemente el ceño al considerar tardíamente el aspecto que ofrecía y lo que quedaba por delante.

      –¿Y bien? –Rafael esperaba junto a su coche, con la puerta del lado del acompañante abierta, ansioso por dejar de hablar en un lado del camino con el viento silbando a su alrededor.

      Cristina avanzó un par de pasos aún con expresión ansiosa y renuente.

      –Es que… bueno… –extendió las manos–. Mírame. No puedo llegar con este aspecto –apenas conocía a su anfitriona, María. La había visto un par de veces en Italia, cuando había estado viviendo allí con sus padres antes de trasladarse

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