Corazón de nieve - Una noche en el desierto. Cathy Williams

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Corazón de nieve - Una noche en el desierto - Cathy Williams Omnibus Bianca

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sonrió con cariño.

      –No pienso que seas una entremetida, madre…

      –La niña es un poco ingenua. Conozco a sus padres. ¿Es tan raro que siente una cierta obligación moral de saber que está bien?

      –A mí me parece que lo está –aseveró Rafael–. No he oído quejas sobre su vida en Londres. Probablemente se lo está pasando en grande.

      –Probablemente –de espaldas a su hijo, se cercioró de que todo lo necesario para el desayuno estuviera listo. Desde luego, Eric y Ángela, que llevaban con ella desde siempre, se habrían asegurado de que todo se encontrara preparado para los invitados… doce de los cuales se habían quedado allí a pasar la noche. Pudo captar la culpabilidad en la voz de su hijo, pero su sentido maternal del deber lo soslayó–. ¿Quizá al menos podrías asegurarte de que su coche está en perfectas condiciones para su regreso a Londres? –lo miró en busca de confirmación–. Anoche le dije que lo harías y dejó las llaves del coche en la mesa que hay junto a la entrada principal.

      –Claro –ese pequeño favor parecía más que aceptable dado el giro que iba tomando la conversación. Se encargaría de sus correos electrónicos más tarde, lo que resultaba irritante pero inevitable.

      Abandonó la casa antes de que pudiera sufrir más distracciones y se dirigió hasta donde habían dejado el Mini toda la noche. El cielo ya empezaba a mostrar esa tonalidad peculiar amarilla grisácea que precede a una nevada. Comprendió que como no se marchara pronto, podría encontrarse inmovilizado en la casa de su madre, sujeto a conversaciones importantes sobre su forma de vivir.

      No se hallaba preparado para lo impensable… un Mini cuyo motor había decidido hibernar.

      Después de una hora infructuosa dedicada a intentar arrancarlo, regresó malhumorado.

      Abrió la puerta de la casa y se encontró con Cristina allí de pie, enfundada en unos vaqueros y un jersey. La fuente de todos sus problemas.

      –Está muerto –le informó, cerrando de un portazo mientras se limpiaba los pies en un felpudo. Se quitó la vieja chaqueta de piel y la miró furioso.

      Cristina se mordió el labio. María le había dado la impresión de que no sería ninguna molestia para Rafael echarle un vistazo a su coche. Pero la expresión lóbrega que mostraba él en ese momento indicaba claramente lo contrario.

      –Lo siento de verdad –se disculpó–. Debería haber ido yo a tratar de ponerlo en marcha. De hecho, estaba a punto de…

      –¿Crees que tú lo habrías podido arrancar?

      –No, pero… –se movió nerviosa y luego le dedicó una sonrisa insegura–. Muchas gracias por intentarlo, de todos modos. ¿Hace mucho frío? Si quieres, puedo prepararte una taza de chocolate. Me sale muy rico.

      –Chocolate no. Café solo –fue hacia la cocina y agradeció que aún no hubiera sido invadida por los invitados. Como una ocurrencia tardía, y sin darse la vuelta para mirarla, le ofreció una taza.

      –Ya he tomado una taza de té. Gracias.

      Lo miró. Incluso con el pelo revuelto por el viento y furioso, resultaba poderosamente sexy, igual que cuando apareció para rescatarla. Ese recuerdo la animó.

      –¿Crees que podría ponerme en contacto con un taller para que alguien venga a echarle un vistazo? –preguntó a la espalda de Rafael.

      –Es domingo y va a nevar –giró y la observó–. Creo que la respuesta a tu pregunta es no.

      Cristina palideció.

      –En ese caso, ¿qué voy a hacer? No puedo quedarme aquí indefinidamente. Tengo mi trabajo. ¡No puedo creer que mi coche decidiera hacerme esto ahora!

      –Dudo que fuera un acto deliberado de sabotaje –comentó él con sequedad, consciente de que aún le quedaba mucho trabajo. La carretera estaría bien, aunque empezara a nevar, pero avanzar por los caminos que salían de la casa de su madre podría resultar un desafío con mal tiempo, en especial en un coche deportivo diseñado para circular por buenas carreteras.

      Cristina sonrió y Rafael fue vagamente consciente de que realmente tenía una sonrisa que le iluminaba la cara, dándole un aspecto fugaz de belleza. Sin embargo, fue más consciente de que el tiempo apremiaba.

      –Realmente he de irme –acabó la taza de café y se preguntó si tendría alguna idea de los planes descabellados que albergaba su madre. Decidió que no.

      –Sé que es una imposición enorme, pero, ¿crees que podrías llevarme a Londres… hasta la estación de metro más próxima a tu casa? Es que realmente necesito volver y… desde allí podría pedir que el taller fuera a arreglar mi coche y que alguien lo lleve a Londres.

      –O podrías quedarte y ocuparte de ello mañana a primera hora. Quiero decir que seguro que tu jefe te permitirá no ir a trabajar debido a una emergencia.

      –No tengo jefe –repuso con un deje de orgullo–. Trabajo por mi cuenta.

      –Mucho mejor. Puedes darte el día libre –arreglado eso, dejó la taza en el fregadero y comenzó a dirigirse hacia la puerta. Pero la imagen de su cara decepcionada lo hizo maldecir en voz baja y mirarla otra vez–. Me marcho en una hora –soltó, y vio cómo la desilusión se desvanecía como una nube oscura en un día soleado–. Si no estás lista, me iré sin ti, porque hay predicción de nieve y no puedo permitirme el lujo de quedarme atrapado aquí.

      –Podrías pedirle a tu jefe que te diera el día libre –Cristina sonrió–. A menos que tú seas el jefe, en cuyo caso siempre podrías darte el día libre.

      Hizo la maleta con rapidez y eficiencia. No había desayunado, pero decidió que a su figura le sentaría bien saltarse una comida. Y María, a pesar de sus protestas, le aseguró que ella misma llamaría al taller para asegurarse de que le llevaran el coche a Londres. Conocía a Roger, el propietario del taller, y le debía un favor después de haberle dado una generosa propina por los caballos.

      Rafael quedó menos contento con el arreglo, aunque sabía que su madre no tenía la culpa del estado en el que se encontraba el Mini.

      Pero mientras una hora más tarde conducía por caminos comarcales, no pudo evitar pensar que, de algún modo, sentía que lo habían manipulado para compartir su espacio con una perfecta desconocida.

      Y extremadamente locuaz, a pesar de que él llevaba puestos unos auriculares inalámbricos para hablar por teléfono. Con paciencia esperó hasta que las conferencias de negocio terminaron y entonces se sintió libre de preguntarle por su trabajo.

      –¿Es que nunca te relajas? –.preguntó, consternada después de que él le hiciera un breve resumen de cómo era su día.

      Estaban empezando a dejar atrás los primeros copos de nieve y a regañadientes abandonó sus planes de llamar a su secretaria, Patricia, para pedirle que lo pusiera al día de la negociación con Roberts.

      –Hablas como mi madre –le respondió con frialdad, pero ante el silencio desconcertado por su rudeza, cedió. Después de todo, sólo le quedaba un par de horas más en compañía de ella–. Supongo que, siendo tu propia jefa, sabes que dirigir una empresa es un compromiso de veinticuatro horas. A propósito, ¿a qué te dedicas tú exactamente?

      Cristina,

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