Corazón de nieve - Una noche en el desierto. Cathy Williams

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Corazón de nieve - Una noche en el desierto - Cathy Williams Omnibus Bianca

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importante que dirigía un imperio propio. No le extrañó que se concentrara tanto en el trabajo y apenas tuviera tiempo para conversar con ella.

      –Oh, a nada muy importante –respondió, súbitamente un poco avergonzada de su ocupación tan prosaica.

      –Ahora has despertado mi curiosidad –sonrió a medias.

      Y ese simple gesto le provocó escalofríos. Era estimulante y aterrador al mismo tiempo.

      –Bueno… ¿recuerdas que te dije cuánto adoro los jardines y la naturaleza?

      Rafael tenía un vago recuerdo, pero asintió de todos modos.

      –Soy dueña de una floristería en Londres. Quiero decir, no es gran cosa. Cada una de nosotras heredó algo de dinero al cumplir la mayoría de edad y yo elegí gastar mi parte en eso.

      –¿En Inglaterra? ¿Por qué? –aunque tenía el aspecto de alguien que podría dirigir una floristería.

      Cristina se encogió de hombros y se sonrojó.

      –Me apetecía estar fuera de Italia. Quiero decir, tengo unas hermanas perfectas que llevan una vida perfecta. Fue agradable alejarme de las comparaciones. Pero, por favor, no le menciones eso a tu madre, por si se lo cuenta a mis padres.

      –No lo haré –prometió con solemnidad. ¿Es que imaginaba que hablaba de ese tipo de cosas con su madre?

      No obstante, el reconocimiento fue conmovedor, al igual que el entusiasmo mostrado hacia su profesión. Esa mujer era una enciclopedia andante sobre árboles y plantas y Rafael se sintió satisfecho de escucharla hablar de su tienda, de los planes que tenía para ampliar en algún momento el negocio hacia el paisajismo, empezando con pequeños jardines londinenses para luego pasar a cosas más importantes. Adoraba la exposición floral de Chelsea, a la que había asistido un par de veces y que jamás dejaba de asombrarla. Su sueño era exponer algún día sus flores allí.

      –Creía que tu sueño era el paisajismo –indicó él, avivado su cinismo por tanta ambición optimista.

      –Tengo muchos sueños –la timidez la llevó a callar unos segundos–. ¿Tú no?

      –Pienso que no es rentable pensar demasiado en el futuro, el cual, si no me equivoco, es el reino de los sueños, así que supongo que mi respuesta debe ser que no –para su sorpresa, habían llegado a Londres antes de lo esperado. Ella vivía en Kensington, cerca de su ático de Chelsea, y además en una zona residencial, que supuso que habrían pagado los padres discretamente ricos que tenía.

      Por primera vez pensó en las ventajas de una mujer a la cual su dinero le inspirara indiferencia. Casi siempre las mujeres con las que salía estaban impresionadas por la enormidad de su cuenta bancaria. Y las que habían heredado dinero, en un sentido eran casi siempre peores, ya que se veían motivadas por el rango social, e invariablemente querían exhibirlo como la presa del día.

      Esa joven no parecía motivada por esas cosas. Ni tampoco daba la impresión de estar interesada por él. En ningún momento había tenido lugar ese coqueteo descarado.

      –Parece un poco drástico trasladarte hasta aquí para evitar comparaciones con tus hermanas.

      –Oh, he estado en Inglaterra cientos de veces. Fui a un internado en Somerset. De hecho, ahora mismo vivo en el apartamento de mis padres. Y no vine para huir de las comparaciones. Bueno… en realidad, sí. ¿Te haces una idea de lo que se siente al tener dos hermanas preciosas? No, supongo que no. Roberta y Frankie son perfectas. Perfectas en un sentido bueno, si entiendes lo que quiero decir.

      –No, no lo entiendo.

      –Algunas personas son perfectas de un modo desagradable… cuando lo saben y quieren que también el mundo lo sepa. Pero Frankie y Roberta son, simplemente, adorables, con talento, divertidas y amables.

      –Suenan como ciudadanas modelo –comentó con sarcasmo. En su experiencia, esas criaturas no existían. Estaba convencido de que, como tantas otras cosas, eran simples leyendas urbanas.

      –Lo son, de verdad –Cristina suspiró–. En cualquier caso, son hijas modelo. Las dos son bastante mayores que yo. Creo que yo fui una especie de error, aunque mis padres jamás lo reconocerán, y he de reconocer que disfruté de una vida maravillosa siendo la pequeña de la familia. Mi padre me llevaba a ver un montón de partidos de fútbol. De hecho, ése es otro de mis sueños. Quisiera ser entrenadora de fútbol. Solía jugar mucho siendo joven, y se me daba bastante bien, pero luego lo dejé y ahora me encantaría volver. No a jugar, sino a entrenar. Puede que ponga un anuncio en los periódicos. ¿Qué piensas?

      Lo que pensaba era que en la vida había conocido a una mujer tan locuaz. Empezaba a sentirse un poco aturdido.

      –Fútbol –dijo despacio.

      –Sí. ¿Conoces el deporte? Es ese que requiere un montón de hombres bien desarrollados corriendo por un campo detrás de una pelota…

      –¡Sé lo que es el fútbol!

      –Sólo bromeaba –empezaba a creer que ahí había un hombre para quien el mundo era un asunto muy serio–. No eres precisamente una persona dicharachera, ¿verdad? –musitó en voz alta.

      Rafael la miró mudo por primera vez en la vida.

      –¿Eso qué significa? –espetó.

      –Oh, cielos. Lo siento –se disculpó ella–. No era mi intención ofenderte.

      –¿Por qué iba a sentirme ofendido por algo que puedas decir?

      –Eso no es muy agradable.

      –Es la verdad –expuso con brutal sinceridad. Giró por Gloucester Road. El comentario de ella lo molestó, y al entrar en la calle donde vivía, aparcar y apagar el motor, se volvió para mirarla–. Pero tengo curiosidad por saber qué has querido decir.

      Cristina se ruborizó y lo miró.

      –Oh, sólo que no parece que tengas mucho tiempo para divertirte. Quiero decir… –frunció el ceño levemente–. Anoche, en la fiesta de tu madre, no diste la impresión de estar pasándotelo bien.

      –Explícamelo.

      –Ahora estás enfadado conmigo, ¿verdad?

      –¿Por qué habría de estar enfadado contigo?

      –Porque aunque dices que quieres que sea sincera contigo, no es así. Quizá porque no estás acostumbrado a que otras personas te digan lo que piensan de verdad.

      –Trabajo en el negocio más despiadado del mundo. ¡Claro que estoy acostumbrado a que la gente me diga lo que piensa! –ladró, sin saber muy bien cómo había terminado teniendo esa discusión con ella.

      –Bueno, quizá no mujeres, entonces.

      –Quizá prefiero que mis mujeres sean un poco más complacientes.

      –¿Significa eso que tienen que mostrarse de acuerdo con todo lo que dices?

      –Ayuda.

      Cristina pensó que sonaba muy aburrido, y como era obvio que

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