Corazón de nieve - Una noche en el desierto. Cathy Williams
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Mortificada, bajó como pudo del coche y se lanzó a ofrecerle una serie de disculpas no solicitadas ni deseadas mientras Rafael le sacaba la bolsa de ropa del maletero diminuto y se dirigía hacia la entrada de su edificio.
–¡Ya basta! –alzó una mano imperiosa y la miró con ceñuda impaciencia–. No es necesario que te ahogues disculpándote. ¿Cuál es el número de tu piso? Y antes de que me digas que puedes ir tú sola con la bolsa, es posible que no sea una persona dicharachera, pero sí poseo ciertos modales rudimentarios.
–¡Oh, sé que los tienes! –se apresuró a asegurarle–. En la última planta –hurgó en su bolso en busca de la llave, y al sacarla, él se la quitó de los dedos y empujó la puerta del edificio.
Era la clase de vivienda que pocas personas jóvenes podrían soñar con tener alguna vez, con los techos altos y la elegancia mayestática de un edificio de estilo georgiano rehabilitado. Pero Cristina no era la mayoría de la gente. Debajo de la fachada de chica siempre lista para sonreír y parlanchina, estaba el mullido soporte del dinero familiar.
Entraron en el ascensor pequeño, tan pequeño que de no ser por la bolsa que los separaba, prácticamente se habrían tocado.
–¿Cuánto tiempo llevas aquí? –preguntó Rafael al rato. De algún modo, el silencio prolongado en su presencia parecía algo antinatural.
–No tienes que contentarme con una conversación forzada y educada –le dijo Cristina, con la vista clavada en el panel de los botones del ascensor en vez de en los espejos que rodeaban el habitáculo, que marcarían el contraste entre su poca atractiva figura y la complexión magnífica de él.
Él la consideraba incoherente. Era cierto que se trataba de una persona conversadora. Le gustaba considerarse a sí misma como amigable, la clase de persona a quien le resultaba fácil tranquilizar a otras personas. En ese momento se le ocurrió que Rafael podría ser la clase de hombre que no quería que lo tranquilizara una persona que no dejaba de hablarle.
–¿A qué viene de repente eso? –preguntó él justo cuando las puertas se abrían.
Cristina no respondió de inmediato. Se mantuvo atrás mientras él abría la puerta y luego pasó por delante. El apartamento tenía dos niveles, con la entrada situada en el del dormitorio y un tramo corto de escalones que llevaba a la cocina pequeña y al salón. Era un piso pequeño, pero de proporciones hermosas, que los diseñadores de interiores habían convertido en una vivienda moderna, equipada con lo mejor que podía comprar el dinero.
Durante unos instantes se sintió tentada a mostrarse distante, pero eso era algo que no surgía de forma natural en ella, de modo que lo encaró y lo miró directamente a esos asombrosos ojos azules.
–Me da la impresión de que he estado hablando demasiado –confesó con su habitual franqueza–. Y si he sido demasiado… demasiado sincera contigo… entonces lo siento.
–¿Qué te hace pensar que no me gusta tu sinceridad? –cortó la disculpa que le iba a ofrecer y subió los escalones. Realmente era muy pequeño pero decorado con un gusto exquisito.
–¿Adónde vas? –preguntó Cristina a su espalda.
–Bonito lugar.
Al desaparecer de su vista, fue tras él y lo encontró inspeccionando la cocina, abriendo la nevera y escrutando el interior, que contenía una selección poco sana de platos precocinados, quesos y diversos artículos dulces que siempre resultaban ineludibles cuando se sentía un poco baja de ánimo.
–No deberías estar curioseando en mi nevera –anunció, cerrándole la puerta e irguiéndose para mirarlo–. Sé que en este momento no sigo la dieta más sana del mundo…
Rafael la estudió. Aún no se había quitado el jersey, estirado y tenso a la altura de los pechos. Allí de pie, con los brazos cruzados a la defensiva, se parecía a un cachorrito airado al que hubieran sorprendido mordisqueando un mueble.
–Ante mí no tienes que defenderte de tus hábitos de alimentación –le informó con suavidad.
–No me estoy defendiendo –mintió, ruborizándose–. Sólo…
–Tener dos hermanas perfectas realmente te ha condicionado, ¿verdad? –siempre trataba de no ahondar demasiado en la psique femenina, pero en esa ocasión parecía algo inevitable.
–No sé de qué hablas. Simplemente me doy cuenta de que no me vendría mal perder unos kilos, y sé lo que puedes llegar a pensar al meter las narices en mi nevera –intentó mantener un silencio sano y digno después de esa declaración, pero en el acto lo estropeó añadiendo–: Estás pensando que debería comer un montón de ensalada y beber litros de agua mineral. Y, sí, para tu información, como ensaladas –«de vez en cuando»–. Muy a menudo. Ya lo tienes.
–¿Estás contenta una vez que has aclarado ese punto? –lo sorprendió darse cuenta de que se sentía más divertido que irritado por esa explicación–. Además, un montón de hombres prefieren mujeres que no son… flacas.
–¿En serio? –no supo de dónde mostró un sarcasmo desconocido para ella–. No según cada revista de todos los quioscos del país –suspiró–. De pequeña era flaca, y luego no sé qué pasó –se sintió tentada a abrir la nevera y sacar la tarta de queso que había comprado el viernes para consolarse un poco, pero se contuvo. Fue vagamente consciente de que no deseaba que él pensara lo peor de ella.
–En cualquier caso –comentó Rafael con vigor–. No estás gorda. Eres curvilínea.
Ella soltó esa risa tan contagiosa.
–¡Es lo mismo que me repito a mí misma!
Rafael la miró y experimentó un momento de absoluta locura en que quiso tocarla, sentir su cuerpo debajo de esa ropa poco favorecedora y averiguar por sí mismo cuán curvilínea era de verdad, cuán generosos y suculentos eran realmente esos pechos abundantes.
Giró súbitamente.
–A pesar de lo fascinante de esta conversación, voy a tener que dejarte. Me queda trabajo por hacer.
–Es domingo.
–Intenta explicarle eso al resto del mundo –fue hacia la escalera.
Cristina lo siguió, insegura de si debería volver a verlo. A pesar de lo considerado que había sido el día anterior al auxiliarla y de lo sexy que era, consiguiendo ponerle el cuerpo siempre en tensión, había demasiada agresividad latente dentro de él, aparte de que era un adicto al trabajo. Podía respetar esa intensa ética laboral, pero era un rasgo que jamás le había gustado demasiado en un hombre. Los pocos chicos con los que había salido habían sido espíritus libres que, como ella, habían preferido estar al maravilloso aire libre antes que en el mortífero interior de un despacho.
Dicho eso, no pudo evitar sentir una profunda decepción cuando él abrió la puerta y se volvió hacia ella.
–Gracias por traerme –le dijo–. Por supuesto, le enviaré a tu madre una nota de agradecimiento, pero si hablas con ella, por favor, dile que fue muy amable al invitarme y que disfruté de una velada maravillosa. Creo que vendrá a Londres algún día del próximo mes cuando mi madre venga de visita.
Aguardó la posibilidad