Corazón de nieve - Una noche en el desierto. Cathy Williams

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Corazón de nieve - Una noche en el desierto - Cathy Williams Omnibus Bianca

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en su cabello, ya de por sí rebelde en el mejor de los casos.

      –No seas ridícula –le dijo con desdén–. No pienso mantener una conversación sobre tu apariencia aquí afuera, con esta temperatura –con amabilidad, decidió no indicarle que había muy poco que se pudiera arreglar al respecto para hacerla parecer sexy. Tenía la complexión de una pequeña pelota y el viento jugaba de forma poco halagüeña con su pelo.

      Sin embargo, mientras ella parecía clavada en el suelo en una especie de agonía, bochorno e indecisión, y como él empezaba a sentir cada vez más frío e impaciencia, Rafael se decidió por la única solución posible.

      –Saca las cosas de tu coche y me aseguraré de que entremos por atrás. Luego te llevaré a una de las habitaciones de invitados y podrás hacer lo que sea que creas que debes hacer.

      –¿En serio? –no pudo evitar admirar el ingenio y la consideración mostrados por él al manejar antes la situación de su coche y en ese momento encontrar la solución del espinoso problema de su aspecto. Sí, era cierto que no irradiaba vibraciones de simpatía, pero mientras recogía su bolsa de viaje y el abrigo de su coche, llegó a la conclusión de que era perfectamente comprensible. Después de todo, acababa de sufrir un susto terrible al girar por la curva y enfrentarse al peligro de empotrarse contra su Mini.

      –Date prisa –Rafael miró la hora y se dio cuenta de que la fiesta ya estaría en su apogeo.

      Le había prometido a su madre que llegaría con bastante antelación, pero, desde luego, las exigencias del trabajo habían ido socavando sus buenas intenciones.

      –Eres muy amable –le dijo Cristina cuando él recogió su bolsa y abrigo y los metió en el maletero casi invisible al ojo humano.

      Rafael no recordaba la última vez que lo habían descrito como una persona amable, pero se encogió de hombros sin decir una palabra. Arrancó.

      –¿Cómo vas a saber dónde está la entrada posterior?

      En ese momento se sintió inclinado a explicarle la relación que mantenía con la anfitriona. Era evidente que ella no tenía idea de su identidad y prefirió que siguiera así. Al menos por el momento. Había conocido a suficientes mujeres en la vida a quienes su dinero les resultaba un afrodisíaco. A veces resultaba divertido. Aunque la mayoría aburría.

      –No has llegado a decirme cómo te llamas –le comentó, cambiando la conversación, y al mirarla vio que se ruborizaba y que parecía consternada.

      –Cristina. ¡Cielos, qué grosera soy! ¡Acabas de rescatarme y yo ni siquiera soy capaz de presentarme! –trató de no quedarse boquiabierta y de actuar como la mujer de veinticuatro años que era.

      Sin embargo, todos los intentos de sofisticación eran frustrados por su personalidad intrínsecamente jovial y su naturaleza impresionable. Había conocido a muchos hombres a lo largo de su vida por su educación privilegiada en Italia, y luego por quedarse con su tía en Somerset al ir al internado. Pero la experiencia que tenía con ellos en un plano de intimidad era limitada. De hecho, inexistente, por lo que jamás había llegado a adquirir el cinismo que surgía con el corazón roto y las relaciones fallidas. Poseía una inagotable fe en la bondad de la naturaleza humana y, por ende, se mostraba imperturbable a la reacción poco acogedora de él a su charla.

      –¿Cómo te llamas tú? –preguntó con curiosidad.

      –Rafael.

      –¿Y de qué conoces a María?

      –¿Por qué te preocupa tanto la clase de impresión que causes? ¿Conoces a la gente que estará en la fiesta?

      –Bueno, no… Pero… No soporto la idea de entrar en una habitación llena de gente con las medias rotas y el pelo por toda la cara –miró sus manos y suspiró–. Y también mis uñas están hechas un desastre… y pensar que ayer mismo fui a hacerme la manicura –sintió que se le humedecían los ojos por cómo había estropeado su aspecto y con decisión contuvo las lágrimas.

      El instinto le advirtió de que se hallaba en presencia de un hombre que probablemente no recibiría de buen grado la visión de una desconocida chillando en su coche.

      Pero se había esforzado tanto. Al ser nueva en Londres y sin tener aún alguna amistad sólida allí, la invitación de María la había entusiasmado y de verdad se había esforzado en arreglarse para la ocasión. A pesar de los intentos cariñosos de su madre, había sentido que jamás había logrado estar a la altura de la posición en la que había nacido. Sus dos hermanas, las dos casadas y con más de treinta años, habían sido bendecidas con el tipo de atractivo que requería muy poco trabajo.

      Ella, por otro lado, había crecido casi como un niño, más interesada en el fútbol y en jugar en los amplios jardines de la casa de sus padres que en los vestidos, en el maquillaje y en todas las cosas de niñas. Más adelante había desarrollado un amor por todo lo que tuviera que ver con la naturaleza y había pasado muchos veranos adolescentes siguiendo al jardinero, preguntándole todo tipo de cosas sobre las plantas. En algún momento había sospechado que su madre se había rendido en la misión de convertir a la hija menor en una dama.

      –No sé qué me hizo pensar que podría encontrar una lente de contacto en el suelo, y menos con nieve –confesó con tono lóbrego. Se miró las rodillas–. Las medias rotas, y no he traído otras de repuesto. Supongo que no tendrás un par extra por ahí…

      Rafael la miró y vio que ella le sonreía. Tuvo que reconocer que tenía una rápida capacidad de recuperación, por no mencionar la intensa habilidad de pasar por alto el hecho de que resultaba evidente que no se sentía inclinado a dedicar el resto del trayecto a hablar del estado de su aspecto.

      –No es la clase de artículo con el que suelo viajar –repuso con seriedad–. Quizá mi… Quizá haya algún par extra en alguna parte de la casa…

      –Oh, seguro que María tiene cajones llenos de medias, pero no tenemos precisamente la misma complexión, ¿verdad? Ella es alta y elegante y yo, bueno, he heredado la figura de mi padre. Mis hermanas son todo lo opuesto. Son muy altas y con piernas largas.

      –¿Y eso te da celos? –se oyó preguntar.

      Cristina rió. Un sonido inesperado y contagioso.

      –Cielos, no. Las adoro, pero no cambiaría ni un ápice de mi vida por la de ellas. ¡Quiero decir, entre las dos tienen cinco hijos y una exagerada vida social! Siempre están en cenas y en cócteles, agasajando a clientes en el teatro o en la ópera. Viven demasiado cerca la una de la otra y ambas están casadas con hombres de negocios, lo que significa que siempre están en el escaparate. ¿Puedes imaginártelo… no poder salir jamás de tu casa sin una tonelada de maquillaje encima y ropa y accesorios a juego?

      Como las mujeres con las que él salía nunca abandonaban el dormitorio sin una capa completa de maquillaje y accesorios a juego, era capaz de entender ese estilo de vida.

      Pudo ver la casa de su madre, una amplia mansión campestre de piedra amarilla, con las chimeneas elevándose orgullosas y el patio delantero lleno de coches, igual que la larga entrada hacia la casa. Incluso en la oscuridad resultaba fácil apreciar la belleza y simetría de la construcción. Aguardó la predecible manifestación de asombro, pero no se produjo.

      Lo sorprendió un poco, porque en el pasado alguna vez había llevado allí a una amiga y siempre que la casa se había mostrado en todo su perfecto esplendor, invariablemente había oído una exclamación

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