Corazón de nieve - Una noche en el desierto. Cathy Williams

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Corazón de nieve - Una noche en el desierto - Cathy Williams Omnibus Bianca

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coches –comentó casi inquieta–. Realmente me sorprende tanta asistencia con este tiempo –inquieta y un poco consternada. Le desagradaban los grandes acontecimientos sociales, y ése tenía pinta de ser enorme.

      –La gente aquí arriba es más dura –señaló Rafael–. Los londinenses son muy blandos.

      –¿Tú vives en Londres?

      Asintió y rodeó al patio, dirigiendo el coche hacia el sendero de la parte de atrás y entrada de servicio.

      –Creí que podrías vivir por aquí –comentó Cristina–. Lo que tal vez pudiera justificar que conocieras la casa y esas cosas.

      Intentó llevar la observación a la lógica conclusión, pero su mente no paraba de adelantarse al pequeño problema de adecentarse y ponerse presentable para toda la gente que habría dentro… por no mencionar a María, quien había sido lo bastante amable como para invitarla.

      Para su alivio, la entrada trasera se veía menos ajetreada. Sólo había que pasar ante el personal.

      –Tengo que decirte que soy el hijo de María –Rafael apagó el motor y se volvió hacia ella.

      –¿Sí? –lo miró en silencio durante unos segundos. Estaba pensando que María era una mujer encantadora, amable y sincera, y ese tipo de personas por lo general tenían hijos amables y sinceros. Le dedicó una sonrisa radiante porque comprendió que, sin importar lo seca que pudiera parecer su actitud, él era tan amable como en un principio lo había considerado–. Tu madre es una persona maravillosa.

      –Me alegro de que pienses así. Al menos en eso coincidimos –sin darle tiempo a responder, bajó del coche y la ayudó a hacer lo mismo, mientras un hombre que pareció materializarse de la nada corrió a ocuparse del equipaje.

      Eso sólo podía significar que su madre había solicitado que estuvieran atentos a la llegada del hijo impuntual, lo cual era un incordio, teniendo en cuenta que en ese momento era un renuente caballero con reluciente armadura que debía llevar a su inesperada carga a una de las habitaciones de invitados de la primera planta… cualquiera que estuviera desocupada, ya que sospechaba que algunos invitados iban a quedarse a pasar la noche allí.

      Mantuvo una breve y rápida conversación con Eric, el hombre encargado de toda la casa desde que tenía memoria, y luego le hizo una señal a Cristina.

      A la implacable luz del vestíbulo trasero, lo sorprendió ver que en realidad no era la mujer corriente que en un principio habría creído.

      Desde luego, nadie podría llamarla hermosa. Era demasiado… «robusta»… no precisamente gorda, sino de complexión sólida. Tenía un rostro alegre y cálido, y aunque todavía parecía nerviosa, percibió que era una persona dada a una risa fácil.

      Y tenía unos ojos enormes de un castaño líquido, como los de un cocker cachorro.

      De hecho, era el equivalente humano de un cocker cachorro. La antítesis de los estilizados y ágiles galgos que él prefería. Pero un trato era un trato, y él había prometido ayudarla a salir del aprieto en el que se encontraba.

      –Sígueme –le dijo con brusquedad sacándola fuera de la cocina y conduciéndola a través de habitaciones. El sonido de voces reflejaba que la fiesta tenía lugar en la parte delantera de la casa.

      Por supuesto, la casa era demasiado grande para su madre tras el fallecimiento de su padre, pero ella no quería ni oír hablar de venderla.

      –No soy tan mayor, Raffy –le había dicho–. Cuando no pueda subir escaleras, pensaré en venderla.

      Conociéndola, ese día jamás llegaría. Mostraba tanta energía con sesenta y pocos años como cuando tenía cuarenta, y aunque había alas en la casa que rara vez se usaban, muchas de las habitaciones eran ocupadas en distintas épocas del año tanto por amigos como por familiares.

      No tardó en introducir a Cristina en un dormitorio de una de esas alas, donde ella lo miró con expresión desolada.

      –Oh, por el amor de Dios –movió la cabeza y la estudió.

      –Sé que estoy siendo una molestia –suspiró ella–. Pero… –vio la expresión en la cara de él y se sonrojó–. Sé que no tengo una figura perfecta… –musitó abochornada. Se le ocurrió que un hombre con ese aspecto, capaz de frenar en seco a una mujer, sólo llegaría a codearse con su equivalente femenino… que no sería una mujer inexperta de veinticuatro años con problemas de peso–. He seguido innumerables dietas –soltó en el creciente silencio–. No te creerías cuántas. Pero como he dicho, heredé el cuerpo de mi padre –rió un poco más alto que lo necesario y luego calló en un silencio avergonzado.

      –Tu vestido tiene un roto.

      –¿Qué? ¡No! Oh, cielos… ¿dónde?

      Antes de poder inclinarse para estudiar su traicionero atuendo, tuvo a Rafael delante de ella, arrodillándose y alzando la tela tenue de su vestido de seda suelto, estilo túnica, con un intenso estampado de flores rojas y blancas sobre un fondo negro, que debería haber sido más que suficiente para camuflar un desgarro. Por desgracia, mientras él lo alzaba, el desgarro pareció crecer hasta que fue lo único que pudo ver con ojos horrorizados.

      Sin embargo, a través de su horror fue muy consciente del delicado roce de los dedos de él contra su pierna. Le provocó un escalofrío intenso por todo el cuerpo.

      –¿Ves?

      –¿Qué voy a hacer? –murmuró.

      Se miraron y Rafael suspiró.

      –¿Qué otra cosa has traído? –se preguntó desde cuándo se ocupaba de rescatar a damiselas en apuros.

      –Vaqueros, vestidos, botas de goma por si quería dar un paseo por el jardín. Me encanta estudiar los jardines. Soy adicta a ello. La gente más aburrida a veces puede manifestar unas ideas creativas maravillosas en el modo en que arregla su jardín. Estoy divagando, lo siento, desviándome del tema… que es que no tengo absolutamente nada apropiado que ponerme…

      Rafael nunca había conocido a una mujer que llevara sólo lo necesario. Durante unos segundos lo embargó un silencio aturdido, luego le dijo a regañadientes que le buscaría algo en el guardarropa de su madre. Tenía suficientes trajes como para vestir a toda Cumbria.

      –¡Pero es mucho más alta que yo! –exclamó Cristina–. ¡Y más delgada!

      Pero él ya salía de la habitación, dejándola sumida en una profunda autocompasión.

      Regresó unos diez minutos más tarde con una selección de prendas, todas las cuales parecían odiosamente brillantes, en absoluto apropiadas para alguien de una talla más robusta.

      –Bien. No puedo perder mucho más tiempo aquí, así que desnúdate.

      –¿Qué? –abrió los ojos incrédula y se preguntó si había oído bien.

      –Desnúdate. He traído algunas prendas… pero tendrás que probártelas y con rapidez. De hecho, ya llego tarde.

      –No puedo… no contigo aquí… mirando…

      –Nada que no haya visto antes –le divirtió ese súbito ataque de

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