Boda de sociedad. Helen Bianchin
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Le bastaría con una sola vez que sintiera que él temblaba de deseo… de ella, y nada más que de ella. Con saber que también ella podía hacerle perder todo autocontrol. ¿Era pedir demasiado, el aspirar a tener su amor? Él le había puesto un anillo, y pronto iba a darle su apellido. Quizá debería bastarle con eso.
Pero quería ser para él mucho más que una compañera sexual satisfactoria, o una anfitriona perfecta, y, al mismo tiempo, oía dentro de sí una voz que recomendaba «Acepta lo que él esté dispuesto a dar, y agradécelo; un vaso medio lleno es mejor que un vaso vacío.»
Cruzó las manos en la nuca de Carlo, y atrajo su cabeza hacia ella, excitándose con el contacto de su boca al pegarse a la suya. Hizo deslizar su lengua contra la de él, y luego realizó un círculo lento y amplio, antes de iniciar una danza exploratoria que era casi tan provocativa como el propio acto sexual.
Con una mano Carlo sujetaba firmemente a Aysha por la nuca, mientras iba deslizando la otra por una cadera, hasta aferrar una nalga, y apretarla así con fuerza contra él. Ella lo deseaba ahora, duro y rápido, sin preliminares. Deseaba sentir su fuerza, sin barreras ni precauciones. Como si él ya no pudiera resistir ni un segundo más sin poseerla.
El tacto ya familiar de sus dedos, explorando con delicadeza el centro de su feminidad, le arrancó un suspiro, al que siguió un torturado gemido cuando empezó a estimularla. Era desesperante que él tuviera un conocimiento íntimo tan exacto de cómo hacer enloquecer a una mujer.
La boca de Carlo se apretó contra la suya, haciéndola moverse al mismo ritmo. Aysha se aferraba a sus hombros mientras sus dedos se adentraban en ella. Cuando ya creía que no iba a poder soportarlo más, se produjo una variación, y Aysha gritó, sin que el sonido llegara a salir de su garganta, al deslizarse Carlo dentro de ella en un único envite.
El placer era exquisito, y le arrancó un murmullo de deleite, truncado al retirarse Carlo súbitamente, a la vez que la echaba sobre la cama. Sus labios se apartaron de los de ella, para dedicarse a recorrer su garganta, los delicados huecos de las clavículas, la carne suave y temblorosa de cada pecho, la concavidad del ombligo. Estaba claro qué perseguía, y Aysha sentía encenderse chispas en todas sus terminaciones nerviosas, a punto de convertirse en un incendio devorador. Ya había perdido parte del control de sus movimientos, y, aunque trató de decirle que se detuviera, las palabras brotaban tan roncas de su garganta que eran ininteligibles.
Carlo era un maestro en el arte de dar placer. Sus dientes mordían, su lengua presionaba, con la suavidad o la insistencia precisas, en los puntos exactos, para llevarla al límite, y para mantenerla en él, hasta que fuera ella quien suplicara la consumación. Volvió a besarla en la boca, y Aysha se arqueó contra él al penetrarla con un único y rápido movimiento, inmediatamente seguido por otros, suaves y lentos al principio, que fueron aumentando en intensidad y profundidad, incendiándola de deseo por él.
La piel de ambos ardía y estaba rociada de sudor, la sangre circulaba como azogue por las venas de Aysha. La unión iba más allá de lo físico: ella le hacía entrega de su corazón, de su alma, de todo su ser. Se le entregaba, era suya. En ese momento, estaba dispuesta a morir por él, tal era el grado de su entrega.
«Un grado aterrador», pensó Aysha largo rato después, cuando yacía contra el cuerpo de él, puesto que suponía prácticamente la negación de su identidad. Pero, a la vez, el ritmo constante de la respiración de Carlo, el poderoso latido de su corazón, iban tranquilizándola. No se había dormido aún, puesto que sus dedos le recorrían perezosamente la espina dorsal, y la sutil presión en cada vértebra resultaba sedante. Aún pudo sentir en su pelo el suave roce de sus labios, antes de quedarse profundamente dormida.
Habían hecho el amor fantásticamente, y había llegado el momento de susurrarse que se amaban, pensó Aysha al despertarse, de jurarse amor eterno. Quería hacer esas promesas, y quería oír las de él, pero, al mismo tiempo, prefería la muerte a pronunciar esas palabras y que Carlo no las correspondiera. Así que lo besó suavemente en el pecho y dibujó un círculo con la punta de la lengua. Sabía a perfume, mezclado con su propio olor masculino. Lo mordió, percibiendo la dureza de los músculos, y luego volvió a besar donde había mordido, y siguió, acercándose al pezón.
Fue deslizando de los dedos sobre una cadera, se detuvo en la cara interna del muslo, y notó cómo se tensaba su pelvis.
–Cuidado con lo que haces –le advirtió Carlo, al seguir ella acariciándolo delicadamente. No más que la yema de un dedo, tan ligera como un ala de mariposa, y el resultado sobre el miembro masculino era increíble. Daba casi un poco de miedo, ver la velocidad a la que se transformaba, recuperando su potestad como instrumento de placer.
Aysha deseaba provocarlo, liberar su parte salvaje, hacerle olvidar los límites y la separación entre ambos, hasta que dejasen de ser dos y no formasen más que una sola persona, en perfecta armonía espiritual, mental y física. Pero Carlo le arrancó un grito de sorpresa al tomarla por la cintura con ambas manos y sentarla encima de él. La excitación se disparó por todo su cuerpo al levantar él las caderas y caer ella contra su pecho. Una mano sujetó su nuca, y la obligó a ofrecerle su boca. El beso ardiente de Carlo la forzó a reconocer que era ella quien le pertenecía, en cuerpo, mente y alma. De su cabeza desapareció todo pensamiento ajeno a la tormenta que ese hombre desataba en ella.
Todo lo que había sucedido entre ellos hasta entonces palideció a su lado. Bien sabía Dios que Carlo la había hecho arder de deseo antes, pero lo que ahora sentía era… primitivo, grosero, potente, voraz. Empezó a moverse al mismo ritmo que él, impulsada por un hambre que eclipsaba todo recuerdo del momento o lugar en que se encontraban.
Ni siquiera se dio cuenta de en qué momento cambiaban de postura. No fue consciente de nada hasta notar la alteración de su tacto, la gradual disminución del ritmo, que consiguieron hacerla recuperar parcialmente la cordura. La dominaba ahora una especie de encantamiento, un deseo desesperado de hacer durar aquel momento, no fuera a fracturarse y desaparecer.
En aquel estado, no tuvo conciencia de las lágrimas rodando por su cara, ni del calor emanado por su piel, ni del temblor de su cuerpo cuando las manos y los labios de Carlo la llevaron al orgasmo.
Después, él bebió los restos de las lágrimas y la besó en los párpados, ahora cerrados. Cambió de postura, tendiéndose de espaldas, sin soltarla, así que Aysha quedó acurrucada sobre su cuerpo. Quedaba en ella un leve resto de agitación, y él la besó suavemente, mientras deslizaba los dedos dibujando el perfil de su esbelta figura, sus gráciles curvas, la finura del talle, la redondez de las nalgas.
Fue Carlo quien al cabo de muchos minutos se separó, mientras ella dejaba resbalar una mano siguiendo el contorno del rostro masculino.
–Paso la primera a la ducha. Tú haces el café –le propuso entonces en un susurro.
–Compartimos la ducha –repuso él, con una sonrisa que volvió a desintegrar la paz en que se encontraba Aysha– y luego yo me encargo del café, y tú preparas algo sólido.
–Machista –comentó ella, con distraída indulgencia.
Carlo le acarició el pecho con los labios, y la saeta del deseo volvió a quemarla por dentro, mientras él sugería:
–Siempre podemos dejar lo del desayuno y concentrarnos en la ducha.
La propuesta iba