Boda de sociedad. Helen Bianchin
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Aysha consideraba ahora que más valdría no haber llevado a los niños al ensayo, sino haberles explicado simplemente qué tenían que hacer el gran día, y confiar en que pondrían tanto interés en lucirse que no habría ningún fallo. Mientras atendía a las instrucciones del sacerdote, pensaba que habría que encomendarse a la divina providencia.
Una hora más tarde, estaban todos sentados a una mesa muy larga en un restaurante de los que no ponían objeciones a los niños. Como la comida y el vino eran buenos, todos se fueron relajando, y Aysha disfrutó mucho de la informalidad de la ocasión, por contraste. Se reclinó contra el brazo de Carlo, que preguntó:
–¿Cansada?
–Ha sido un día muy largo –le contestó ella, mirándolo a los ojos, con una insinuación de intimidad.
–Mañana podrás dormir hasta la hora que quieras –le dijo él, besándola en la sien.
–Sería estupendo, pero tendré que llegar temprano a casa para ayudar a Teresa con los preparativos de la merienda. Ya sabes, lo que ha organizado como despedida de soltera.
Eran casi las doce cuando los comensales empezaron a moverse, y transcurrió otra media hora hasta que Aysha y Carlo consiguieron marcharse, porque las damas de honor no acababan de despedirse nunca, y Teresa tenía instrucciones que no podían esperar hasta el día siguiente.
Así que era la una más o menos cuando Aysha entró la primera en el ático, se quitó los zapatos, se soltó el pelo, y se fue directa a la cocina.
–¿Te apetece un café?
Más que oírlo, lo sintió acercarse por detrás, y ponerse inmediatamente a masajearle la espalda. Dio un suspiro de alivio, porque las manos de Carlo hacían maravillas con la tensión de sus hombros, y él preguntó:
–¿Te gusta?
Ya lo creo que le gustaba. Estaba dispuesta a suplicarle, si era preciso, para que continuara.
–No lo dejes, por favor –dijo, cerrando los ojos, para abandonarse mejor a aquel regalo celestial.
–¿Algún plan para mañana por la noche? –preguntó Carlo con entonación indolente, y ella sonrió con asombro al responder:
–¿Quieres decir que tenemos una noche libre?
–Te llevaré a cenar.
–No –le contestó sin dudarlo–, prefiero comprar algo para cenar aquí.
–El masaje se da mejor con el cliente tumbado.
La distensión que había ido ganando a Aysha dio paso a una oleada de excitación. Su corazón se puso a latir más deprisa.
–Eso a lo mejor es peligroso.
–Podría acabar siéndolo –corroboró Carlo–; pero es preferible que el masaje sea completo.
–¿Me estás seduciendo? –preguntó Aysha, sintiendo una nueva aceleración del pulso.
–¿Te sientes seducida? –preguntó él, a su vez, y su risa sonó suave y profunda junto a su oído.
–Ya te lo diré –fue la respuesta de ella, llena de picardía–. Digamos que de aquí a una hora.
–¿Una hora?
–Tu recompensa dependerá del efecto del masaje –le informó Aysha con gran solemnidad, que se transformó en carcajada al levantarla él en brazos y llevarla al dormitorio.
Los minutos durante los cuales Carlo iba extendiendo lentamente aceite aromático por cada centímetro de su piel, mientras ella yacía boca abajo sobre una toalla, constituyeron la más deliciosa forma de tortura sensual. «¿Cómo se me pudo ocurrir que iba a resistir una hora?» Al cabo de treinta minutos, el placer era tan dolorosamente intenso, que a duras penas conseguía no darse la vuelta y rogarle que la tomara.
–Me parece –dijo, de forma no muy audible– que ya es suficiente.
Los dedos de Carlo se deslizaron subiendo por sus muslos, y apretaron con firmeza ambas nalgas antes de detenerse rodeando su cintura.
–Te recuerdo que hablamos de una hora –dijo, haciéndola volverse.
–Pagarás por esto –lo amenazó Aysha, sintiendo que un fuego líquido le recorría las venas.
Lo miraba con los ojos entornados, lo cual acentuaba la longitud de sus pestañas. Carlo se inclinó y se apoderó de su boca con un breve y duro beso.
–Con ello cuento –le dijo.
Sometida a la dulce brujería de su tacto, creyó volverse loca, pero luego fue ella quien lo empujó hasta el límite, siempre consciente de que sus oscuros ojos no perdían su expresión de acecho, por mucho que ella intentara hacerlo perder el control. El deseo, esa fuerza primitiva e insolente, acabó por adueñarse de su cuerpo, dejando a su mente desnuda y vulnerable, haciendo estallar en mil pedazos su propia sensación de control.
Aysha no recordaría luego las lágrimas que rodaron por sus mejillas hasta que Carlo le rodeó la cara con ambas manos y las barrió con los pulgares. La cubrió los labios de besos delicados, y después su beso se convirtió en un acto de posesión. Más tarde, siguieron simplemente abrazados, hasta que la respiración de ella se normalizó y el corazón volvió a latirle con regularidad, momento en el que él la acomodó a su lado, sin despertarla, para pasar toda la noche enlazados.
Aysha apenas se movió cuando él se levantó a las ocho, pasó a la ducha, se vistió y fue a preparar el desayuno. Lo que consiguió hacerla luchar contra las brumas del sueño fue el aroma a café recién hecho que llegó hasta el dormitorio.
–Qué guapa estás despeinada –la saludó Carlo mientras instalaba la bandeja que llevaba en la mesilla. Era verdad que tenía las mejillas suavemente rosadas, que el sueño hacía parecer maquillados sus párpados, y que, con las pupilas dilatadas, los ojos se le comían la cara.
–Hola –dijo ella, tirando de la sábana hacia arriba, con lo que provocó su carcajada.
–Qué adorable modestia.
–Me has traído el desayuno a la cama –murmuró ella con sincero reconocimiento–; eres maravilloso.
–Procuro complacer.
Aysha estaba plenamente de acuerdo con eso.
–Claro que es de suponer que, ahora mismo, estarás más pendiente de la comida que de mí, ¿verdad? –dijo él, inclinándose para besarla en la garganta, y pellizcar luego la piel, primero con los labios, y después con los dientes, para recorrer luego la suave curva de sus pechos.
«Baja un poco más, y ya verás qué interés tengo por la comida», pensó Aysha, y dijo, muy formalita:
–Por supuesto. Voy a necesitar toda la energía posible para el día que me espera.
–La despedida de soltera –dijo Carlo, mirándola a los ojos.