Boda de sociedad. Helen Bianchin
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Luego, Aysha se dio la ducha más rápida de la historia, se vistió, se recogió el pelo en la nuca, y se aplicó colorete, sombra de ojos y rímel. Cuando Carlo volvió a verla, su aspecto era como de haber dedicado media hora a arreglarse, en lugar de cinco minutos.
–Siéntate y come –le ordenó, sirviéndole una tortilla francesa–; ya está el café.
–Qué joyita de hombre –lo alabó ella al probar el café, que estaba delicioso, al igual que la tortilla.
–Ésta sí que es la evolución del hombre: de machista a joyita en el transcurso de veinte minutos –comentó él con buen humor.
Ella sonreía sin dejar de masticar, y, entre bocado y bocado, le dijo:
–No se te vaya a subir a la cabeza.
Mientras él desayunaba, Aysha lo miraba, y, sin darse cuenta, se encontró con la vista clavada en el cinturón de su albornoz. El lo notó y le dijo con guasa:
–No tienes tiempo para quedarte a hacer tus comprobaciones.
Ella le sonrió, se puso enseguida en pie, y se acabó de golpe el café:
–Es el último día que voy a la oficina. Pero, a partir de mañana …
–Promesas –dijo Carlo, aún más burlón.
Aysha se puso de puntillas para darle un beso en la cara, y él giró la cabeza para que sus labios se encontraran.
–Tengo que darme prisa –le dijo con auténtico pesar–. Te veo esta tarde.
Después de esta despedida, se marchó, porque le interesaba de verdad su trabajo. La tarea de seleccionar y combinar colores y formas para convertir las casas en hogares la fascinaba. Dar con los muebles, las telas, los objetos adecuados en cada caso, para que cada pieza potenciara el conjunto y el resultado fuera a la vez singular y cómodo. Se había ganado una reputación profesional gracias a su búsqueda de la perfección para cada cliente.
Pero, naturalmente, había días en los que con muchas llamadas telefónicas apenas conseguía resultado alguno, y ese último día de trabajo fue uno de ésos. Sin contar con que tuvo que hacer un repaso del estado en que se encontraba cada uno de los pedidos pendientes que se servirían mientras ella estuviera fuera, y ésa era una gestión como para ocupar la jornada completa.
Luego, se fue a almorzar con algunos compañeros, que le entregaron su regalo de bodas, una exquisita fuente de cristal tallado. Por la tarde hubo que rematar infinidad de cosas, y eran más de las siete y media cuando entraba en el apartamento de Carlo, exclamando:
–¡Estaré en diez minutos! –mientras se iba descalzando sin detenerse en su camino a la ducha.
Al cabo de nueve minutos, ya salía otra vez disparada, cuando él la detuvo, pasándole un brazo encima del suyo:
–Más despacio.
–Pero si es muy tarde. Ya tendríamos que haber salido –le dijo ella con urgencia, a la vez que trataba de soltarse, sin conseguirlo–. Vamos a hacer esperar a toda esa gente.
Él se acercó más e inclinó la cabeza hacia ella:
–Pues que esperen un poco más.
Sus labios rozaron los suyos con tan increíble dulzura, que ella sintió que se le derretían las entrañas, y que sus labios se entreabrían con un suspiro bajo la presión de su boca. Al cabo de unos minutos, Carlo levantó la cabeza para poder examinar la expresión de Aysha. No dijo nada, pero debió de satisfacerle la languidez que suavizaba ahora sus hermosos ojos grises. «Misión cumplida», al menos una parte de la tensión acumulada había desaparecido. En voz alta, dijo:
–Ya podemos irnos.
–Estaba todo calculado –fue la conclusión, más bien melancólica, de Aysha, mientras bajaban al aparcamiento en el ascensor directo, al verlo sonreír con aire de experto.
–Confieso que sí.
Lo que estaba reconociendo era que había procurado llevarla de un galope desbocado, que es el ritmo que había llevado del trabajo, a un trotecillo cómodo, así que Aysha le sonrió con agradecimiento al subir al Mercedes.
–¿Qué tal has pasado el día? –le preguntó una vez sentada en el asiento del copiloto mientras se abrochaba el cinturón.
–Reuniendo ofertas, revisando cifras, visitando una obra. Con muchas llamadas.
–Todo asuntos en los que eras imprescindible, ya veo.
Carlo puso el coche en marcha, y salió a la calle, antes de contestarle, con un punto de ironía:
–Es un buen resumen.
La iglesia era un hermoso edificio de piedra antigua, separado de la calle por jardines con amplias praderas e hileras de árboles, un rincón de sosiego. Aysha tuvo que respirar hondo cuando vio los muchos coches aparcados en el acceso. Ya había llegado todo el mundo. La verdad era que asistir a una boda, o verla en el cine o en la televisión, era muy diferente de participar en la propia, y eso que no era más que un ensayo.
–Quiero llevar la cesta –estaba porfiando Emily, que era la más pequeña de las dos niñas del cortejo, y no sólo de palabra, sino intentando quitársela a Samantha.
–Yo no quiero llevar un cojín. Eso es de nenas –declaró Jonathan, el mayor de los pajes.
Oírle eso en el ensayo auguraba lo peor. Si creía que sostener una almohadilla de raso con puntilla suponía un menoscabo de su hombría, ¿qué no diría cuando lo disfrazaran con un traje, chaleco de raso y pajarita incluidos?
–Es de nenas –confirmó el menor de los pajes.
–Pues tenéis que hacerlo –dijo Emily, dándoselas de autoridad.
–Pues no.
–Pues sí.
Aysha no sabía si reír o llorar:
–¿Qué tal si Samantha lleva la cestita de los pétalos de rosa, y Emily la almohadilla?
Casi se podían ver los engranajes mentales moverse, mientras cada una de las niñas sopesaba la importancia de una y otra tarea.
–Para mí la almohadilla –fue la conclusión de Samantha, al comprender que las arras eran de más valor que los pétalos de rosa que había que esparcir delante de la novia.
–Te puedes quedar con la cesta –dijo Emily, que había hecho sus propios cálculos.
Teresa puso los ojos en blanco, las madres de las niñas trataron de persuadirlas, primero, y luego de sobornarlas. Las cuatro damas de honor estaban descorazonadas, puesto que, durante la ceremonia, cada una tenía que ocuparse de uno de los niños.
–Bien –dijo Aysha, levantando las manos como para rendirse–. Éste es el nuevo reparto: habrá dos cestas, una para Emily y otra para Samantha. Y –mirando a los dos niños con severidad– dos almohadillas.
–¿Cómo