Nosotros sobre las estrellas. Sarah Mey
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Me levanto del banco de color grisáceo y dirijo una última mirada al lago. Me recuerda a uno de los de Central Park, aunque es mucho más pequeño y aquí se respira más tranquilidad. Tal vez por eso me haya quedado más tiempo de la cuenta.
—Hola, James. ¿Cómo tú por aquí?
¡Oh, vaya! ¿Cómo puedo tener la suerte de encontrarme a gente que me conoce cuando me muero de ganas de estar solo? Me enfado casi al medio segundo de escuchar mi nombre.
La voz me suena familiar y la ubico en alguien a quien mi cerebro no quiere ver. Me giro quitándome las gafas de sol, para encontrarme con una chica preciosa, de ojos celestes y pelo rubio con un cuerpo atlético. Pasé con ella una noche hace unas dos semanas. La cosa no fue a más, aunque ella me buscó. De hecho, por muy extraño que suene, es la última chica con la que me acosté, y eso, en mí, que tengo fama de ir de flor en flor, es un gran logro. Desde que salí de su cama decidí que quería cambiar algo en mi vida, y que tal vez empezar por el tipo de mujeres con las que me acuesto pudiese ser un buen primer paso. Eso, y comenzar a centrarme en los exámenes que tengo a la vuelta de la esquina.
En cierto modo, quiero ser más responsable para enseñarle a mi padre que puede dejar el negocio familiar en mis manos dentro de unos años. La Red Armonie es una de las mayores empresas de negocios de Estados Unidos y tenemos filiales a lo largo de todo el territorio. Volviendo a la chica que tengo delante de mí, me está repasando con la mirada y me doy cuenta, elevando la cabeza, de que mi presencia logra ponerla nerviosa. Sé que quiere mi atención cuando frunce el ceño, esperando una respuesta.
—¿Y tú eras…? —pregunto a posta queriendo enfadarla y que me deje en paz, pero por lo visto no lo consigo y logro exasperarme.
Admito que la boda de mi hermano me tiene de los nervios. Y que a veces soy un capullo.
—Sophie —dice rápidamente apretando los labios con disgusto.
—Oh, sí, ya recuerdo —comento distraído mirando como un niño alimenta a un pato. Reprimo las ganas de acabar la frase con un… o eso creo… No quiero tentar la suerte. No sé qué decirle, ni cómo acabar la situación con cordialidad, así que prosigo la conversación de la forma más natural posible—: ¿Qué tal estás?
Ella sonríe satisfecha y yo me doy cuenta de que le ha gustado que le dé tema de conversación.
—Muy bien, aunque te estuve llamando después de esa noche.
A ver cómo le explico a esta chica que no quiero nada con ella sin parecer un borde. Se lo dejé muy claro antes de acostarnos. O al menos eso creí. Le dije literalmente que no buscaba nada serio con nadie en ese momento, y que con ella no iba a hacer una excepción. Prefería serle sincero a comerle la cabeza con mentiras y hacerle daño. Esa no es nunca mi intención respecto a las mujeres. Mi madre me educó para que las respetase, y hasta el día de hoy, eso he hecho. Así que, precisamente por eso, siempre he ido con la verdad por delante. Nunca las engaño y me parece de cobardes hacerlo.
—Lo siento, he estado ocupado y de todas formas creía haberte dejado claro que no quería nada serio.
La chica abre los labios y yo me pregunto si he hecho mal en recordárselo. No sería la primera en decirme que necesito una clase de tacto. Una parte de mí me reprende y pienso en que tengo que aprender a decir las cosas con más delicadeza. A la otra parte, hoy le da exactamente igual todo.
—Por supuesto. ¿Por qué ibas a cambiar de opinión, verdad? —me reprocha ella.
Tras decir eso, veo cómo algo en sus ojos cambia a la rabia y se da media vuelta, dispuesta a irse. No hago ningún comentario y la veo alejarse. Eso era lo que quería, al fin y al cabo. Estar solo. Y tampoco es que me gustase absolutamente nada de lo que salía por la boca de esa chica. La noche que quedamos tan solo me habló de sus amigas, de lo malas que eran porque siempre trataban de comprarse bolsos de mejores diseñadores que ella y de cómo menospreciaban sus caros vehículos. No me dijo nada en toda la noche que hiciese que tuviese ganas de quedarme con ella. Ni tan siquiera le preocupaba su futuro ni tampoco trabajaba ni estudiaba ni tenía intención de hacerlo. Por lo que me dijo, su mayor aspiración en la vida era ser una modelo de pasarela, o una influencer, pero creo que en ambos puestos se necesita tener un mínimo de inteligencia y currárselo. O eso quiero creer.
Camino distraído y ahora despreocupado cuando me quedo absorto mirando un pájaro en una rama cercana. Es una especie de loro que probablemente se le haya perdido a alguien. ¿Por qué lo sé? Tiene un collar con letras negras que parecen dibujar un nombre y un número de teléfono. Me acerco hacia el animal distraído y no me doy cuenta de que me interpongo en la carrera de una chica que choca de lleno con mi cuerpo. La agarro rápidamente antes de que caiga al suelo y no puedo evitar abrir los ojos con sorpresa.
—¿Qué diablos…? —comienza a decir, pero su voz también se detiene al verme.
Tiro de ella para incorporarla con cuidado y me disculpo.
—Lo siento, no te he visto. ¿Te he hecho daño?
Ella se queda mirándome como si no fuese capaz de encontrar su voz. Me mira tanto y tan seria que quiero volver a preguntarle lo mismo. Es una chica que me parece muy atractiva. Ojos oscuros y expresivos. Piel bronceada. Cabello castaño tirando a rubio. Me quedo como un tonto mirando cómo tiene mechas más rubias al sol. Creo que son naturales. Le saco unas dos cabezas, y va vestida con un uniforme de alguna compañía deportiva.
—No —dice tosiendo y aclarándose la garganta, sin embargo, ambos sabemos que ha estado demasiado tiempo observándome—. A ver si tienes más cuidado.
Bufo con sorpresa por su cambio de actitud y le dirijo una sonrisa burlona. Me gustan las mujeres con carácter.
—Tú tampoco ibas atenta al camino.
Ella pone los ojos en blanco y no puedo evitar elevar levemente las comisuras de los labios ante ese gesto.
—¿Me estás vacilando? Oye, no tengo tiempo para esto, llego tarde a trabajar —se apresura a decir torciendo el gesto en una mueca.
Sale disparada sin darme oportunidad alguna de decirle nada más. Me quedo mirándola mientras se aleja. Su actitud ha logrado enfadarme, y no tengo nada mejor que hacer que seguirla a una prudente distancia, intrigado. Bueno, y coger al maldito loro para marcar el número de teléfono que viene en el collar. No me cuesta mucho trabajo y seguro que hay alguien preocupado buscando al animal. Perico, me confiesa que se llama. Y aunque al principio se resiste un poco y me da un picotazo, luego parezco caerle bien.
—¿Y tú qué diablos sabes decir, Perico?
El loro me mira y, haciéndome sonreír, responde:
—Diablos. Ohhh. Síííí…
Observo a la chica a la que aún no he perdido de vista en la lejanía y bufo ocultando una carcajada. Desde luego que el estrés de este día me está pasando factura. Me estoy volviendo loco. Eso tiene que ser. ¡Este animal no ha podido imitar un sonido erótico! ¡Me niego a pensar eso! Aún divertido y pidiéndole al loro que lo repita de nuevo, me acerco a un puesto de perritos calientes para comprar uno. El loro lo repite