La vacuna. Alberto Vazquez-Figueroa
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La vacuna
Alberto Vázquez-Figueroa
Categoría: Novelas Colección: Grandes acontecimientos mundiales
Título original: La vacuna
Primera edición: Septiembre 2020
© 2020 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Alberto Vázquez-Figueroa
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Diseño de cubierta: Silvia Vázquez-Figueroa
Imágenes: @Shutterstock
Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
ISBN: 978-84-18263-40-8
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NOTA DEL AUTOR
La vacuna es la continuación de Cien años después, una novela corta que escribí en unos momentos en que los científicos creían –o hacían creer– que la pandemia desaparecería en poco tiempo.
Pero no ha sido así; el «Coronavirus» se ha convertido en nuestro peor enemigo, y por lo tanto he considerado lógico retomar la historia y acompañar a sus personajes a través del mundo absurdo, caótico y cruel en que nos está tocando morir.
Capítulo I
Los meses que siguieron fueron tranquilos, como si el mero hecho de deponer las armas negándose a continuar defendiendo la granja a tiros hubiera propiciado que el virus decidiera tomarse un descanso, o tal vez –y eso era lo más probable–, que estuviera aprovechando el alto al fuego para mutar hacia una nueva estructura aún más dañina.
Retirado momentáneamente a sus cuarteles de invierno, el infernal ejército invisible recuperaba fuerzas, decidido a lanzar un definitivo asalto destinado a liberar para siempre al planeta de su más enconado enemigo.
Ya había conseguido que incontables fábricas cerraran, miríadas de vehículos se detuvieran, bandadas de rugientes aviones se posaran definitivamente e incluso que algunas centrales nucleares dejasen de proporcionar energía porque los que sabían manejarlas estaban muertos o faltaba el material de mantenimiento apropiado.
Los seres humanos habían construido un mundo exclusivo para seres humanos, a imagen y semejanza de los seres humanos y dirigido por seres humanos, por lo que cuando esos seres humanos fallaban todo se desmoronaba.
El golpe había sido tan duro que ni siquiera el corto período de supuesto armisticio les había servido para tomar aliento y disponerse a reanudar la lucha o buscar nuevas armas.
Se limitaban a rezar y confiar en que todo hubiera acabado.
A veces rezar es bueno.
Y confiar también.
Pero solo a veces.
Una tibia mañana, cuando en la atribulada familia nadie estaba aún muy seguro de qué podría ocurrir de allí en adelante, un muchacho que casi parecía un cadáver viviente hizo su aparición por el sendero.
Se le advertía agotado, con aire ausente, como drogado, borracho o inmerso en un universo propio.
No prestaba atención a las flores, ni a los árboles, ni a los pájaros, y apenas reaccionó en el momento de cruzar un charco que le empapó los zapatos.
Corrieron hacia él.
–¿Qué te ocurre? ¿Estás enfermo?
–Solo agotado.
–¿Tienes hambre?
–Mucha.
Le ayudaron a entrar en la casa.
–¿Qué te apetece?
–Cualquier cosa.
–¿Patatas con chorizo o perdiz escabechada? También podemos prepararte un conejo a la brasa, pero tardará un poco más. Hay que matarlo.
Les observó como si le costara un inaudito esfuerzo aceptar tan absurda pregunta.
–¿Hablan en serio?
–Totalmente.
Se decantó por la perdiz acompañada de pan fresco y un vaso de leche, y al terminar observó a las tres mujeres y a los dos hombres que le observaban a su vez.
Una de las mujeres, la que le daba el pecho a un niño, inquirió:
–¿Cómo te llamas?
–Víctor.
–¿Y a dónde vas?
–Aún no lo sé. Mis padres murieron el mes pasado y todavía no lo he decidido.
–Puedes quedarte el tiempo que quieras.
–No tengo dinero.
–Ni admitimos dinero, ni son estos tiempos de cobrar a quienes más lo necesitan –intervino Samuel.
–Pero la comida…
–Comida sobra. Las cosechas están siendo increíbles, los ríos se han llenado de peces y los campos de conejos, ciervos y perdices.
–¿Y eso por qué?
–Suponemos que puede deberse a que al disminuir la contaminación, la naturaleza ha reaccionado, pero no estamos seguros.
Costaba trabajo aceptarlo, pero así era. El virus que mataba a millones de personas no se mostraba inhumano, sino más bien «anti-humano» y parecía dispuesto a conceder el control del planeta a unos animales que hasta esos momentos se habían limitado a ser víctimas de los hombres.
Ningún gobierno había querido –o se había atrevido– a dar una cifra exacta del número de fallecidos, pero cabía suponer que la población mundial estaba siendo diezmada a marchas forzadas.
Y a medida que los habitantes supuestamente más inteligentes del planeta tendían a desaparecer,