La vacuna. Alberto Vazquez-Figueroa
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–Naturalmente que nos asusta –admitió Saúl–. Durante un tiempo convertimos la granja en una fortaleza pero llegó un momento en que nos dimos cuenta de que vivir en un eterno estado de terror es peor que no vivir.
–Algo sé de eso. Pasé un mes en una unidad de cuidados intensivos con temblores en todo el cuerpo. Creí que nunca más podría volver a trabajar.
–¿A qué te dedicas?
–Soy dibujante.
–¿Pintor…?
–Pintor es decir demasiado. Quizás algún día lo sea, pero de momento me limito a los cómics.
–¿Qué clase de cómics? –se interesó Laura, a la que como siempre le interesaba todo.
–De aventuras, pero ahora quiero empezar una serie sobre la epidemia; un reflejo del tiempo que nos ha tocado vivir, con ciudades vacías, violencia, miedo y familias rotas.
–Pues aquí no vas a encontrar ciudades vacías ni familias rotas, pero podrás trabajar tranquilo –le hizo notar Saúl–. Si quieres puedes instalarte en una de las cabañas del bosque.
–¿Y cómo les voy a pagar?
–¡Qué pesadez! Echarás una mano en la granja.
–No me parece suficiente.
–¿Y qué te parece un porcentaje sobre tus futuras ganancias? Probablemente alguien estará escribiendo un libro sobre la epidemia, pero en estos momentos nadie puede hacer una película y el testimonio de un cómic sería muy interesante.
–A condición de que fuera bueno… –puntualizó Anabel–. ¿Eres bueno?
El recién llegado pidió una hoja de papel y un lápiz y apenas necesitó un par de minutos para demostrar que era muy bueno plasmando con todo lujo de detalles la desolación de una gran ciudad de enormes rascacielos por cuya avenida principal tan solo se distinguía una jirafa.
–Eres bueno… –aceptaron de común acuerdo–. ¿Pero, por qué una jirafa?
–Porque en ese entorno resulta insólita, y cuanto estamos viviendo se me antoja insólito.
–De pequeña me encantaba pintar jirafas… –señaló Aurelia.
–Pero tenían cabeza de jirafa y patas de cocodrilo –le recordó su tío–. Eran horribles.
–Odio a los cocodrilos… –reconoció Víctor.
–Todo el mundo odia a los cocodrilos.
–Los egipcios no. Sobek era el dios de la abundancia y la fertilidad, creador del Nilo.
–Es que los egipcios eran muy raros. Siempre andaban de costado y con la mano extendida, como pidiendo una comisión o una limosna.
Como no era cuestión de pasarse la tarde diciendo sandeces, las mujeres decidieron acompañar al nuevo miembro de la comunidad a la mayor de las cabañas del bosquecillo, y en cuanto hubieron desaparecido, Samuel, al que Anabel había dejado al cuidado del niño, comentó, mientras comenzaba a cambiar los pañales:
–Esto me huele mal.
–¿Qué esperabas? –señaló su hermano–. Siempre ha sido un cagón.
–No me refiero al niño; me refiero a que ese chico nos puede traer problemas.
–¿Anabel…? –aventuró Saúl.
–Y Aurelia. Tú eres su padre y la sigues viendo como a una niña, pero ya no es ninguna niña y ese es el primer muchacho que ha visto en mucho tiempo.
–Ya lo sé.
–Y es muy agradable.
–Ya me había dado cuenta.
–¿Y qué podemos hacer?
–¿Hacer? –le replicó su hermano como si acabara de decir una herejía–. No puedo hacer nada. Durante la mayor parte de mi vida me consideré dueño y responsable de mis actos, pero ya no soy su dueño, y por lo tanto tampoco soy responsable. Es el puñetero virus el que marca la pauta.
–No en este caso. Se trata de tu familia.
–Se trata de «nuestra familia», y si tienes alguna idea de cómo encarar este problema te agradecería que la expresaras porque más vale equivocarse juntos que por separado.
–Pedirle que siga su camino.
–¿Por qué razón? ¿Porque no confiamos en nuestra hermana o porque tú no confías en tu sobrina ni yo en mi hija?
–¡Visto así…!
–Visto como lo has expuesto. Los dos sabemos que Anabel siempre hace lo que le da la gana, incluido tocar el acordeón, pero ya no es la misma y espero que a estas alturas tenga un cierto sentido de la responsabilidad.
Samuel también hubiera deseado que lo tuviese pero no podía olvidar que su hermana menor había sido siempre una de las criaturas más liberales disparatadas y desinhibidas del planeta.
Capítulo II
Observaron con preocupación el gigantesco navío que se aproximaba; era el «Estrella Polar» y sabían que pertenecía a la misma empresa de cruceros que el «Cruz del Sur».
–Este viene a decirnos que el barco ya no es nuestro.
–Nunca lo fue –le hizo notar Mubarac.
Tenía razón; el hecho de que hubieran sido los primeros en subir a bordo de una nave abandonada tan solo les daba derecho a considerarse sus dueños hasta que sus verdaderos dueños hicieran su aparición y demostraran que había sido evacuada debido a que sus pasajeros corrían peligro de contagiarse.
–¿Y qué vamos a hacer?
–No lo sé, pero ya iba siendo hora de que alguien tomase las riendas de un asunto que nos queda grande –señaló Óscar.
–Hasta ahora no lo habíamos hecho tan mal.
–Tal como están las cosas, no hacerlo mal no significa hacerlo bien.
Guardaron silencio mientras observaban como el inmenso crucero hacía una prodigiosa demostración de habilidad, giraba noventa grados y se arboleaba por la banda de estribor sin que tan siquiera se percibiera un leve estremecimiento.
–Esos sí que son profesionales. No como otros…
Minutos después, su capitán, un cincuentón de espesa barba entrecana, aspecto de auténtico lobo de mar extraído de una vieja foto del «Titanic» e impecable uniforme blanco, se reunió con ellos en el puente de mando.
–¡Buenos días! –saludó casi militarmente–. Soy el capitán Rossi, Mario Rossi, y me pongo a sus órdenes.
–¿Cómo que