La vacuna. Alberto Vazquez-Figueroa

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La vacuna - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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ley de la oferta y la demanda había conseguido que se establecieran mercadillos que recordaban los «corralitos» de las épocas de grandes crisis económicas, con la diferencia de que en ellos no se cambiaban dos gallinas por diez kilos de patatas, sino ocho gramos de heroína por cinco papeletas de cocaína.

      A la vista de ello, y de descubrir que había estado protegiendo a malhechores y malgastando en ellos un tiempo y unos recursos que mucha gente honrada estaba necesitando, Óscar admitió que se había excedido en sus atribuciones y que ni él, ni Mubarac, Camila, o tan siquiera el capitán Rossi, tenían derecho a decidir a quién se debía tirar al agua y a quién no.

      Rogó por tanto a cuantos jueces, fiscales o abogados hubiera a bordo que acudiesen al salón de actos y les comunicó que en su opinión había llegado el momento de redactar un conjunto de leyes apropiadas al momento que les había tocado vivir.

      –Las normas anteriores ya no sirven, o sirven mal, puesto que ningún jurista pudo prever la llegada de este cataclismo, o sea que deben ser aquellos que se sientan capaces de anteponer la ley a cualquier ideología los que dicten unas nuevas. ¿A alguien le apetece sacar adelante un proyecto de esas características?

      Intercambiaron miradas, se volvieron a observar reacciones, y al fin una elegante dama francesa se decidió a inquirir:

      –¿Se está refiriendo a redactar una especie de Constitución o «Carta Magna» adaptada a los tiempos actuales?

      –Eso deben decidirlo los implicados, teniendo en cuenta que serán unas reglas de comportamiento que afectarán a todos, cualquiera que sea su origen, raza, nacionalidad, estatus social o creencias.

      –No tienen que ir en favor o en contra de nadie… –recalcó Camila–. Nuestro futuro es común, por lo que si no nos ajustamos a unas normas de convivencia nuestro peor enemigo seremos nosotros mismos.

      Un pelirrojo que se sentaba en la segunda fila alzó la mano.

      –Me considero un comunista convencido –dijo–. O sea que me descarto.

      –No es necesario dar explicaciones –advirtió Mubarac–. Nos consta que será una labor difícil que no contentará a todos, así que los que no se sientan con ánimos para intentarlo pueden irse.

      Se quedaron seis, incluida la elegante dama francesa. Se les alojó en los mejores camarotes del «Estrella Polar» y se les suplicó que tuvieran lista la nueva Constitución, «Carta Magna», o como quiera que la llamasen, antes de dos semanas.

      –¿Dos semanas…? –protestaron–. ¿Se han vuelto locos?

      –Probablemente, pero nos hemos limitado a propinar un chapuzón a dos auténticas alimañas... –tomó aire como si con ello pretendiera conseguir que lo que iba a decir fuera mucho más contundente–: Y si por desgracia nos vemos obligados a imponer nuevas sanciones a los que pongan en peligro la convivencia, debemos contar con argumentos legales que nos respalden o de lo contrario quedaríamos como hemos quedado en este caso: como unos auténticos gilipollas.

      ***

      Tres hombres y las dos mujeres se sentaban en torno a una mesa redonda, como si con ello quisieran evidenciar que ninguno se consideraba superior al resto, y se encontraban allí por contribuir con idéntico esfuerzo a una causa común.

      Como eran conscientes de la importancia de su trabajo, y de lo peligroso que sería que se conociesen sus auténticas identidades, habían decidido otorgarse nombres ficticios y nunca relacionados con el país al que pertenecían.

      –Creo que, con mucha suerte, conseguiríamos disponer de treinta y cinco dosis al mes; como máximo, cuarenta –señalaba en esos momentos quien respondía al seudónimo de Lena.

      –No bastarán –sentenció el denominado Dimitri.

      –Ya sé que no bastarán; ni cuarenta, ni cuarenta mil, ni cuarenta millones, pero es lo que hay.

      –¿Y si pidiéramos ayuda a la Organización Mundial de la Salud? –quiso saber quien se hacía llamar Diana y que parecía ser la de más edad.

      –Alguien querría colgarse una medalla y echaría las campanas al vuelo despertando falsas expectativas. Y en este caso no es cuestión de dinero, querida. No se trata de invertir millones porque la naturaleza va a su ritmo.

      –Y si la forzáramos perdería el paso –intervino el apodado Enzo, que chupaba una pipa que nunca se atrevía a encender porque le tiraban zapatos a la cabeza–. Tu nieto nacerá dentro de cuatro meses, pero si intentáramos que naciera dentro de dos tu hija correría peligro… ¿O no?

      –Desde luego –admitió la demandada.

      –Pues en eso estriba el problema –le hizo notar–. Si utilizáramos productos químicos nos bastaría poner a los laboratorios a producir a destajo, pero estamos trabajando con períodos de gestación que la naturaleza ha impuesto a lo largo de millones de años y no somos dioses que podamos salvar de un salto semejante abismo.

      –¿Luego vamos por mal camino?

      –A mi modo de ver estamos en un punto muerto del camino correcto, que no es lo mismo.

      –Intento entenderte pero me resulta difícil –intervino por primera vez Richard.

      –Digamos que es como si un grupo de alpinistas consiguiera coronar el Everest pero que por mucho que se apretujaran en la cumbre nunca habría espacio más que para cuarenta.

      –Un símil acertado –admitió Dimitri–. ¿O sea que una vez en la cima algunos tendrían que descender para que subieran otros?

      –Más o menos.

      –Hace tiempo vi una película en la que docenas de ellos se amontonaban en una parte estrecha de la ruta, iban muriendo y…

      –Todos la hemos visto, querido; todos la hemos visto y recordamos el problema moral que se les presentó a los guías a la hora de decidir a quién debían rescatar. No los salvaban por su dinero, sus méritos o su importancia, sino por las posibilidades que tenían de sobrevivir a la hora de descender por su propio pie hasta el campamento base.

      Había comenzado a llover y permanecieron unos instantes contemplando como el amplio ventanal se cubría de goterones que resbalaban sin prisas como invitándoles a imitarlos y no precipitarse a la hora de tomar decisiones.

      La tragedia de la mañana del once de mayo de mil novecientos noventa y seis, cuando una inesperada tormenta se abatió sobre el Everest provocando la muerte de ocho alpinistas, les obligada a considerar que de igual modo corrían el riesgo de precipitarse a la hora de elegir a quiénes debían vacunar.

      Eran cinco, ¡solo cinco!, los que sabían lo que siete mil millones de seres humanos deseaban saber, y evidentemente la carga resultaba excesiva.

      –No podemos callarlo.

      –Pero tampoco decirlo.

      –¿Y qué contará la historia sobre quienes sabían que existía una vacuna pero permitieron que tantos infelices murieran?

      –Lo que cuente la historia me importa un bledo –sentenció Enzo agitando su pipa–. Me importa lo que dirían mi mujer y mis hijos si supieran que sé como salvarlos y no lo hago.

      –Puedes

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