La vacuna. Alberto Vazquez-Figueroa

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La vacuna - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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de una semana una multitud desesperada derribaría esa puerta buscando una vacuna que no podemos proporcionarle.

      –¿Y qué solución propones?

      –Seguir trabajando mientras encontramos caminos paralelos.

      –¿Al referirte a caminos paralelos te estás refiriendo a especies similares…? –se sorprendió Diana.

      –Similares o afines por muy lejanos que parezcan.

      –Podemos remontarnos a la prehistoria.

      –Más vale remontarse a la prehistoria que aproximarse a la posthistoria. Al fin y al cabo, hemos comprobado que esos virus tenían un antepasado común que ha ido evolucionando de muy diversas formas.

      –Volvemos a lo mismo: la evolución de las especies, pero nunca he sabido si los diferentes tipos de pinzón en los que Darwin basó sus teorías ponían el mismo tipo de huevos o tardaban el mismo tiempo en empollarlos.

      –No creo que ni él mismo lo supiera, al igual que nosotros ignoramos cuál es el tiempo de gestación de un «Desmodus».

      –Varía entre los tres y los seis meses.

      –De eso no estamos seguros. Entre tres y seis meses suele ser el tiempo de gestación de la mayor parte de los murciélagos, pero por ser hematófago el «Desmodus» resulta único, y tampoco sabemos cuántas crías suele tener en cada parto.

      –No más de dos –intervino Richard.

      –Pues en ese caso pasarán años antes de que contemos con el material genético necesario para empezar a trabajar en serio porque la mayor colonia de «Desmodus» se encuentra en las selvas de la cordillera andina ecuatoriana y a casi tres mil metros de altura –se llevó la pipa a la boca, aspiró con delectación, como si estuviera tragando humo en lugar de aire, alzó los ojos evocando viejos tiempos e inquirió–: ¿Os acordáis de la epidemia de ébola de hace siete años…?

      –Cómo olvidarla.

      –En ese tiempo trabajaba para un laboratorio alemán que me envió al Congo a intentar averiguar algo sobre los supuestos estudios de unos misioneros que al parecer estaban obteniendo resultados del veinte por ciento de casos letales, cuando es cosa sabida que la tasa de mortalidad del ébola suele alcanzar el ochenta por ciento.

      –Desconocía esa faceta aventurera de tu currículum –comentó Lidia con una divertida sonrisa–. Siempre te había considerado un ratón de biblioteca.

      –Nosotros no somos ratones de biblioteca sino ratas de laboratorio, querida, pero dejando las bromas a un lado, lo cierto es que conseguí acceder a un galpón que se había utilizado en otro tiempo como aserradero y lo primero que me llamó la atención fue que contenía medio centenar de jaulas repletas de murciélagos.

      –Ya estamos otra vez con la matraca de los murciélagos –protestó Dimitri–. ¿Hasta cuándo?

      –Hasta que dejen de ser un referente en todo cuanto se refiere a epidemias. Y los que yo vi no eran «Desmodus hematófagos», sino frugívoros de la familia «Pteropodidae».

      –¡Vaya por Dios! Eso me tranquiliza.

      –¿Puedo continuar con mi historia?

      –Puedes.

      –¡De acuerdo! No lejos del galpón, un grupo de nativos parecía recuperar fuerzas, pero un guardia me impidió aproximarme y al poco acudió un misionero, que por lo visto había sido sargento de la legión, que me ordenó que diera media vuelta y no volviera a no ser que trajera víveres, ropas o medicinas.

      –Normal… A esos lugares no se va con las manos vacías.

      –Intenté sonsacarle sobre el número de enfermos que habían conseguido salvar, pero me respondió de muy malas maneras que no me mandaba al infierno porque ya estaba en él, pero que me largara cuanto antes o me echaría a patadas.

      –¿Era católico…?

      –¿Y qué más da que fuera católico, protestante o evangelista para que me pateara el culo? –fue la agria respuesta–. Era una especie de «Rambo» con sotana, pero al día siguiente conseguí saltar el muro, atisbar por la ventana y lo que pude ver me dejó helado; había docenas de enfermos derrengados en los camastros, gente que gemía, vómitos por todas partes y tres monjas que se afanaban por atender a los pacientes mientras otras dos diseccionaban pangolines y murciélagos.

      –¡Qué manía!

      –¡Por Dios, Dimitri! –se lamentó Diana–. Déjale en paz.

      –¡Gracias, bonita! Por lo visto descartaron a los pangolines porque las muestras de virus que les tomaron carecían de la cadena de aminoácidos que aparece en el que afecta a los seres humanos. Para entonces ya había vuelto con dos camiones cargados de víveres, ropas y medicina, y a la vista de ello se mostraron más locuaces admitiendo que «su mejunje» estaba dando resultados, aunque aún era pronto para cantar victoria.

      –Resulta comprensible que no quisieran precipitarse.

      –Comprensible sí, pero a mí el laboratorio me exigía resultados porque corría el rumor de que gringos y chinos estaban ya tras la misma pista, por lo que les hice una última oferta: quince millones en mano y el veinte por ciento de los beneficios.

      –Poco me parece.

      –Poco en efecto, pero se conformaron demostrando una honradez digna de alabanza puesto que me entregaron dos maletas repletas de anotaciones y murciélagos disecados, pagaron a los nativos que habían hecho el papel de enfermos y desaparecieron.

      –¿Qué has querido decir con eso de que «habían hecho el papel de enfermos»?

      –Que se habían comportado como auténticos profesionales actuando como extras de cine.

      –¿Bromeas…?

      –¡Qué más quisiera yo! Se esfumaron ante mis narices.

      –¿O sea que se trataba de una estafa?

      –La mejor montada de que se tenga conocimiento, porque no tuvo lugar en los despachos de una ciudad sino en plena selva, rodeados de leopardos, serpientes, arañas y mosquitos.

      –La verdad es que hay gente muy avispada… –sentenció Lena.

      –Mucho. Sobre todo teniendo en cuenta que eran auténticos misioneros, y que al cabo de tres meses se instalaron en Ruanda para continuar con sus investigaciones.

      –¡No es posible!

      –Lo es, y allí siguen obteniendo excelentes resultados. Lo único que habían hecho era financiarse a costa de una empresa farmacéutica demasiado ambiciosa.

      –De la que probablemente te despidieron.

      –Y con razón. Pero cuando me enteré de lo de Ruanda me alegré porque los cabronazos eran muy simpáticos y muy sacrificados. Hay que tener un par de cojones para jugarse la vida diseccionando murciélagos cuando esa misma mañana has enterrado a tres enfermos de ébola.

      –¿Podríamos localizarlos?

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