La vacuna. Alberto Vazquez-Figueroa
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–Cuatrocientos ochenta y cinco.
–¡Extraordinario! Realmente extraordinario. ¿Cuántos muertos durante la última semana?
–Ninguno.
–¡Extraordinario!
Al parecer la palabra le encantaba.
–Suponíamos que venía usted a hacerse cargo del «Cruz del Sur» en nombre de los armadores –señaló Mubarac.
–¿Los armadores? –pareció escandalizarse el marino–. Menuda pandilla de indeseables. Nos han abandonado a nuestra suerte porque saben que el negocio del turismo de cruceros será el último en recuperarse, por lo que apuestan por cobrar el seguro cuando la epidemia pase alegando que los barcos se perdieron.
–¿Realmente cree que la epidemia pasará?
–¿Y qué otra cosa podría hacer más que creerlo? Mi mujer está confinada en Génova, mi hija en Londres y mi hijo en un petrolero que se supone que navega rumbo a Sudáfrica, pero que nadie sabe dónde diablos se encuentra en estos momentos –depositó la gorra sobre la mesa de mapas como si con ello indicara que estaba listo para ponerse a trabajar–. ¿Cómo puedo ayudarles?
Óscar señaló un punto en el corazón de la ensenada.
–Llevándonos hasta allí, donde estaremos más protegidos y podamos largar una tubería hasta la desembocadura del río. Necesitamos más agua.
El viejo lobo de mar asomó la cabeza con el fin de estudiar el cielo, consultó su reloj y asintió:
–Tendrá que ser mañana porque maniobrar con barcos arboleados no resulta fácil. Y ahora les agradecería que me invitaran a cenar algo decente.
Le ofrecieron lo mejor de lo mejor, con buen vino, buen coñac y un habano, de lo que disfrutó sin dejar de repetir:
–¡Extraordinario! Realmente extraordinario.
En ciertos aspectos era un personaje un tanto peculiar y maniático, pero conocía muy bien su oficio por lo que al día siguiente maniobró de tal forma que los barcos quedaron al abrigo de la ensenada con lo que de inmediato pudieron iniciarse los trabajos de tender una tubería hasta la desembocadura del río.
Todos a bordo colaboraban entusiasmados con la idea de que a partir de aquel momento no tendrían que ducharse en medio minuto.
No obstante, a media tarde el italiano se presentó en el puente del «Cruz del Sur» y resultó visible que se encontraba molesto mientras comentaba en tono brusco:
–Dos de sus pasajeros, un príncipe saudí y un banquero panameño, han sobornado a mi sobrecargo con el fin de que les proporcione los cinco mejores camarotes de mi barco.
–¿Y por qué cinco?
–Por lo visto el príncipe tiene tres esposas.
–Se ve que le gusta la privacidad… –admitió César–. ¿Y cómo han conseguido sobornar a su sobrecargo si no permitimos manejar dinero?
–Con oro y diamantes.
–Se los requisaremos.
–¿Le pidieron permiso para subir a bordo?
–No.
–En ese caso tírelos al agua.
–¿Cómo ha dicho? –se asombró el italiano creyendo haber oído mal.
–Que los tire al agua –fue la tranquila respuesta exenta de toda teatralidad–. Nos encontramos en estado de excepción, por lo que si alguien aborda una nave sin permiso de su capitán está cometiendo un acto de piratería.
–Hace años nos aconsejaron a cuantos navegábamos por las costas de Somalia que arrojáramos por la borda a los piratas que intentaran asaltarnos –reconoció Mario Rossi–. Pero no creo que la situación sea equiparable.
–Desde que se incrementó la epidemia se considera defensa propia disparar contra quien invada una propiedad privada, o sea que tiene mi permiso para hacerlo.
–¡Extraordinario! –al capitán le seguía encantando la palabra–. Realmente extraordinario.
–Creo que también podría ahorcarlos, pero como no estoy seguro limítese a darles un chapuzón –consultó el reloj–. Prepare un buen espectáculo para las cinco porque conviene que quede bien claro que nadie puede saltarse las normas por muy príncipe o muy banquero que sea.
–¿Y qué hago con el sobrecargo?
–Si no hay distinción de clases es que no hay distinción de clases. Al agua con él.
–¡Extraordinario! Realmente extraordinario.
Se anunció por los altavoces y constituyó un curioso y divertido espectáculo ver como un estirado sobrecargo, un príncipe gordinflón y un escuchimizado banquero con peluquín desfilaban en paños menores por una pasarela y acababan siendo obligados a lanzarse al mar desde casi nueve metros de altura.
El príncipe fue el más aplaudido porque levantó una gran columna de agua, nadó resoplando hasta la orilla y, como había perdido los calzoncillos, durante la caída quedó tumbado sobre la arena mostrando sin el menor pudor su inmenso trasero.
Quienes más le aplaudieron fueron sus tres jovencísimas esposas.
Por su parte el banquero perdió el peluquín por lo que el divertido espectáculo resultó ejemplarizante, aunque dejó de ser divertido a partir del momento en que, al recoger la documentación de los condenados, se constató que el príncipe era efectivamente Omar Suleimán bin Fasi bin Salman, un destacado y prepotente miembro de la Casa real que a menudo demostraba ser cruel, sanguinario y vengativo, y el supuesto banquero panameño era en realidad Deodato Carballo, un corrupto general venezolano acusado de tráfico de drogas a gran escala, perseguido por la justicia internacional.
–¿O sea que hemos estado alimentando, cuidando y protegiendo a un narcotraficante? –se lamentó Camila–. ¡Lo que nos faltaba!
–Lo malo no es que lo hayamos alimentado, cuidado y protegido; lo malo es que le hemos dejado escapar –añadió Mubarac–. El jodido nadaba como un perro mientras todos estábamos pendientes del príncipe y en cuanto llegó a la orilla corrió como una liebre.
Aquella era una pésima noticia, de las peores que podrían haberles dado puesto que canallas de la calaña de Deodato Carballo y sus compinches del régimen bolivariano se estaban adueñando del planeta al sobornar o apoyar a políticos afines a sus ideas totalitarias.
Como el dinero no protegía contra el virus su puesto estaba siendo ocupado por la cocaína, la heroína, la marihuana o las anfetaminas, que no constituían un remedio, pero sí un consuelo.
Que dicho consuelo conllevara un precio muy alto para la salud no parecía significar un obstáculo para unos