Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea. Angy Skay
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—¿Qué pasa?, ¿se te ha olvidado darme besos que enrosquen la lengua hasta que la sequen o qué?
—Mira que eres bruta. —Rio pegado a su boca y la estrechó con fuerza, deteniendo su marcha para darle el ansiado beso.
Unos cuantos vítores provenientes de las bocas del Pulga y el Linterna resonaron con eco. Entretanto, Angelines los animaba dando palmas y silbando como una camionera. Me giré lo justo para mirar al alemán, que andaba casi a mi lado. Antes de avanzar más, mi otra amiga se detuvo, palmas en el aire, lo miró con un destello claro en los ojos y, de una carrera corta pero concisa, saltó y se colgó como un tití sobre el rubio, quien, sorprendido, la contempló con sus deslumbrantes ojos sin soltar la cadena chillona. Lo besó con auténtica pasión. Desde luego, si Angelines acababa de hacer aquello, el mundo estaba volviéndose loco.
Y, ahí, la única que se quedaba sin pan y sin vino era yo. No les tenía envidia, pero sí era cierto que en ocasiones también deseaba ese amor. Ese amor que te espera por las mañanas cuando te levantas con una sonrisa en los labios. Ese tan fuerte que lo necesitas cerca a todas horas, que sabes que no podría pasar ni un día sin verlo. Alguien que te dé cariño de otra manera distinta a la que suele darte la familia o los amigos. Lo había vivido, o creía haberlo hecho con Antonio. Lo quise tanto… Pero me rompió de la peor manera que puede romperte una persona, y la Anaelia que veía amor por todas partes, que creía en las personas por encima de todo, comenzó a desvanecerse poco a poco.
Mis ojos se desviaron por un instante hacia un tiarrón de brazos anchos y venas marcadas que andaba con paso firme y sin titubear, casi a mi lado. Traté de disimular la inspección que estaba haciéndole, pero de nada me sirvió.
Me pilló. Claro que me pilló.
Sus ojos se cruzaron con los míos, y me encontré como una adolescente apartándole la vista y notando un extenso rubor en mis mejillas. Pero ¿qué coño me pasaba? Solo nos habíamos acostado una vez en aquel club, y sin saber que era él. Todo lo demás habían sido malas formas, puntadillas y desinterés total. Entonces, ¿por qué sentía que me atraía tantísimo?
Su sonrisa lobuna no tardó en aparecer. Era serio, sí, pero últimamente sonreía mucho más. De manera sensual, erótica, atrevida y… Bufff. Detuve mis pensamientos al escuchar el susurro angustiado de Marisa:
—Está… cerrado. Y aquí pone… Aquí pone… —juraría que le tembló el labio— que no abren hasta el mes que viene. Hasta el mes que viene… —musitó, aún más bajo.
De repente, un silencio ensordecedor se creó a nuestro alrededor cuando Kenrick formuló la pregunta maestra que nadie esperaba y en la que nadie había caído:
—De…, de tu listado de boda y encargos…, ¿quién tenía que reservar el castillo?
La respiración se me cortó al girarme y mirar a Angelines. Contemplaba las paredes del castillo mientras, literalmente, palidecía. Todos y cada uno de los presentes pudimos apreciar cómo la saliva bajaba por su garganta.
—Angelines… —Ma la llamó casi sin voz. Ella no contestó. Los demás esperábamos expectantes a que abriese la boca. Sabía que la paciencia de Ma no era infinita; de hecho, en aquellos instantes me pareció que no tenía ninguna, pues el grito no tardó en llegar—: ¡¡Angelines!!
—Pues… —murmuró la aludida—. ¿Tenía que hacerlo yo?
Los ojos de Ma se agrandaron tanto mientras se volvía para atravesarla con la mirada que pensé que la dejaría en el suelo como un chorizo al inferno; mínimo, igual de churruscada. No eran amarillos, ni siquiera se tornaron verdes con los tenues rayos de sol de esa mañana, no. Se convirtieron en un rojo tan intenso como el fuego, desgarrador y aniquilante, y… Voy a parar, que va a parecer que estaba convirtiéndose en el demonio, aunque por poco no lo hizo.
El caso es que se le notaba el enfado en cada poro; y, lógicamente, con motivo. Pude ver las intenciones de Angelines. Si no salía corriendo de espaldas, tipo cangrejo, en dirección al coche, era de puro milagro. «Milagro el que necesitamos nosotros ahora. Con razón no hay nadie en el puente, con lo turístico que es esto», pensé, pero ni mucho menos lo dije. Estaba el ambiente como para soltar cualquier chascarrillo.
—Sí… —siseó Ma con fuerza, escupiendo en el camino algunos restos de saliva que salpicaron al Pulga sin querer. Este se los limpió de la cara y la miró con horror, pero ella no se encontraba fina para darse cuenta de ese pequeño detalle, ya que todos sus instintos asesinos estaban puestos en Angelines—. Se suponía que tendrías que haberlo reservado tú ¡cuando todavía éramos unas putas millonarias! No ahora, que somos unas muertas de hambre y va a ser imposible que yo…, ¡¡yo!!, me case en mi castillo.
Moví mi mano hacia Patrick, que estaba a mi izquierda, y puse a Azucena en su brazo libre. No me pasó inadvertida la mirada de reproche por dejarlo a cargo de nuestros animales de compañía. Me acerqué a Ma con delicadeza y extendí mi mano para rozarla, pero abandoné mi intención al darme cuenta de que me aniquilaba con sus ojos de demonia. No supe de dónde, pero Angelines sacó aquella fuerza que la caracterizaba y se atrevió a dar un paso adelante sin hacerse pipí.
—Ma, lo siento mucho, de verdad. Con todo lo que me pasó, no me acordé. —Miró a Patrick, refiriéndose a la época de amor-desamor por parte de los dos, y este echó el cuerpo hacia atrás cuando las miradas recayeron sobre él.
—Ah, no. No y mil veces no. A mí no me echéis la…
Pero no le dio a tiempo a defenderse porque Ma entró de nuevo en cólera. Kenrick se apoyó en la pared de piedra y miró al cielo, resoplando. Menos mal que él era más prudente.
—¡Es tu culpa! —le gritó Ma, como si estuviese en una caza de brujas—. Si no la hubieses tenido atontada pensando en matarte, ¡no se habría olvidado de mis cosas! —Se señaló con fuerza el pecho, dándose unos golpes que casi la atravesaron.
—Ma, no quiero decir que sea culpa de Patrick —se retractó Angelines al ver que la furia se dirigía a él—. Lo solucionaremos, ya verás que sí. Y…, y… —Pasó por delante de ella sin tocarla, con mucho cuidado de no rozarse, y aporreó la reja—. ¡¿Hola?! ¿Hay alguien? ¡Hola!
Angelines se giró y clavó su temeraria mirada en mí. Ahí venía.
Cinco…
Cuatro…
Tres…
Dos…
—¿Y tú? —Me señaló. No me había dado tiempo de terminar la cuenta atrás. Impasible, me crucé de brazos, me toqué una muela con la lengua y esperé a que viniera el chaparrón de siempre. Puede que al principio me afectara, pero a esas alturas me resbalaba por el forro de la entrepierna—. ¿Tú por qué no me lo recordaste?
—Lo hice.
—Pero ¡con una vez no basta, joder! Lo sabes. Que se me va, Anaelia, que se me va… ¡Que no doy para más! No doy para más. Tengo la cabeza colapsada. Y tú deberías recordármelo. ¡Siempre me lo recuerdas! ¡No sé qué hay de diferente esta vez!
—Yo, mis responsabilidades relacionadas con la boda las he llevado adelante sin que nadie me las recuerde. Y no soy una agenda humana.