Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea. Angy Skay

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Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea - Angy Skay Mafia de tres

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style="font-size:15px;">      Puse morritos, evidenciando el desacuerdo que me producían sus palabras. Con Angelines tenía más trato. Tal vez, que viviéramos en una misma casa influía, pero notaba que Ma estaba cada vez más distante, y no quería que eso ocurriese. O era yo y mis paranoias. Quizá las cosas cambiasen en el momento en el que Ma diese a luz y soltase aquel desacarreo de hormonas.

      —Nosotras somos especiales. Siempre lo hemos sido. Nuestra amistad nació de la nada y se convirtió en algo muy grande —concluí, observando el frondoso bosque que se alzaba frente a nosotras.

      Todas mirábamos aquel punto fijo.

      Angelines le dio un largo trago a su anís, arrugó la cara y se encendió un cigarro.

      —No deberíamos permitir que nunca se rompiese, y si en algún momento alguna tiene algo que decir, creo que tenemos la suficiente confianza para hacerlo. —Tras un breve silencio, sentenció—: Sea lo que sea.

      La miré, en mitad de Ma y de mí.

      —Sea lo que sea. —Cabeceé, secundando sus palabras.

      —Sea lo que sea —repitió Ma.

      Sin ser conscientes, pero sabiendo que lo que acababa de decir era tan cierto como que estábamos en Escocia y a pocas horas de que Ma se casase, nuestras manos se buscaron para entrelazarse entre ellas. Tragué el nudo que tenía en la garganta y noté que mis ojos quemaban al escuchar a la roca impasible de Angelines:

      —Sabéis que sois una de las mejores cosas que me han pasado en la vida, ¿verdad?

      —Te hemos enseñado a reír un poco más, ¡claro que lo sabemos! —susurró Ma. A ella ya le corrían algunas lágrimas por las mejillas, y yo la seguí. A mí no podían hacerme esas cosas, que era de lágrima fácil—. Para mí también sois las mejores amigas que haya podido encontrarme, aunque a veces me saquéis de mis casillas. Pero es que, joder, estáis todo el día: «Ma, estás rara», «Ma, ¿qué te pasa», «Ma, no nos cuentas nada». Y me tenéis hasta la seta.

      —Sin embargo, sabes que es verdad —me atreví a decir.

      —Sí. Es verdad. Prometo cambiar. Son las hormonas estas, que me tienen hasta el higo. Ni un vaso de anís puedo tomarme.

      Angelines rio mientras se limpiaba la lagrimilla.

      —Ma, en realidad, a ti nunca te gustó el anís. Eras más de Licor 43, y lo sabes —puntualizó la Apisonadora.

      —Es lo malo que tiene hacerse amistades nuevas, que las cosas malas se pegan —malmetió la no pelirrosa.

      Suspiramos a la vez sin darnos cuenta y reímos por la telepatía, la sintonía o lo que coño fuera. Entreabrí mis labios y las contemplé.

      —Os quiero, chicas, aunque nunca os lo diga.

      Unas sonrisas deslumbrantes se alzaron sin esperarlo esa noche y nos fundimos en un inmenso abrazo. Después, Ma concluyó:

      —Venga, cambiemos de tema, que estamos poniéndonos soplapollas.

      Y las carcajadas y las anécdotas comenzaron.

      Estábamos todos en el salón de Kenrick. Era una casa modesta, ni grande ni pequeña, pero sí lo suficientemente estrecha para estar seis personas desayunando, a la vez que le teñíamos el pelo a Ma de color rosa. No permitiríamos que se casara de rubia. El desayuno fue ligerito, por eso de que nuestra amiga se casaba en unas horas, y ya bastante tenía con el panzón como para también meterse entre pecho y espalda lo que habríamos ingerido en situaciones normales.

      No podía creerlo. Estábamos preparándonos para la boda de Ma. Nuestra Ma McRae. Con el escocés con el que tiempo atrás se había tirado de los pelos.

      —¡Vais a manchar el suelo! —nos gritó Kenrick, con la boca llena de pan.

      —Que no, que yo controlo —le dije—. Te recuerdo que casi terminé los dos años de peluquería.

      —Casi —me reprochó el militar—. Y ahí está la diferencia. Y en que el suelo es de parqué, y si se mancha de rosa fucsia…

      —Yo también hice peluquería —le recordó Angelines mientras manipulaba mi pelo, matizando el rubio de las puntas.

      —¿Os enseñaron a pintar en cadena mientras comíais y fumabais? —intervino Patrick con inquina.

      Nos observé. Estábamos en pijama y en fila. Ma, sentada la primera mientras desayunaba; yo, la segunda y dándole color a Ma mientras me fumaba un cigarro, y Angelines, de pie, detrás de mí, poniéndome un poco más rubia. Ella ya tenía sujetos con pinzas los rizos que le había realizado para el posterior recogido. Se suponía que todo eso nos lo harían en una gran peluquería. Pero también se suponía que por esos entonces no seríamos pobres como ratas.

      Las tres lo fulminamos con la mirada por desconfiar de nuestras capacidades. Yo con un poco más de intensidad, pero no fue provocada, sino a causa del humo del cigarro que aguantaba con los labios en la comisura derecha y que se me metió en un ojo, consiguiendo que lo entrecerrara.

      —¡Guuenos días, amigous! —exclamó el Linterna, entrando en el salón con una sonrisa de oreja a oreja y una caja en las manos.

      Ma la miró con curiosidad; nosotros aguantamos una sonrisa cómplice. Me pregunté cómo podía llevarla en brazos con tanta facilidad con lo que debía pesar, pero cuestionarse algo de los escoceses era en vano. Nunca sabías por dónde iban a salir.

      —¿Quién les ha abierto la puerta? —preguntó Patrick, comprobando que todos estábamos en el salón.

      —Yo —le contestó Alejandro, apareciendo junto al Pulga.

      Al parecer, no estábamos todos allí, y a todos se nos olvidaba un poco que existía.

      —Joder, macho, si es que no hablas —le reprochó Patrick, puede que sintiéndose culpable por el patinazo.

      Alejandro lo ignoró y miró estupefacto al Pulga y a la cadena que traía. Todos fruncimos el ceño, esperando ver lo que venía atado a esa correa. De repente, tras la sonrisa espléndida del escocés pequeñín, apareció… ¿una caja gigante que caminaba sola? Nos miramos los unos a los otros; después, a la caja, que continuaba desplazándose; y, por último, a la que tenía el Linterna en las manos.

      La primera caja la esperábamos, pero ¿la otra?…

      —¿Esa caja camina sola y lleva…? ¿Lleva cuatro patas envueltas en calcetines de algodón y lunares celestes? —preguntó Ma, contrariada.

      Me toqué la frente con desespero. La caja venía abierta por abajo y se le veían las patas. Y los calcetines, claro.

      —Joder, Oidhche. Se suponía que no tenías que dejar entrever nada. Nada —le recriminé.

      El Pulga miró a Alejandro y después a mí. Con los ojos brillantes, me dijo muy despacio y a conciencia:

      —Me encanta cómo suena tu nombrre en mi boca.

      —Mi nombre en tu boca —lo corrigió Alejandro en un susurro que todos oímos.

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