Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea. Angy Skay

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Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea - Angy Skay Mafia de tres

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      Angelines se giró, se aferró de nuevo a la reja y continuó, colérica:

      —¡¡Por favor!! ¿Hay alguien ahí?

      —Vamos a calmarnos. —Kenrick tocó su brazo al ver que casi se desangró los nudillos tocando la reja. La empujó hacia atrás lo suficiente como para que se apartase, pero ella lo miró con pánico—. Algo podremos hacer con…

      —¡¿Qué coño vamos a hacer?! —intervino Ma, interrumpiéndolo—. ¡No está reservado, no tenemos dinero! ¡Y está cerrado! ¡¡Cerrado!!

      —¡¡Deja de gritar como una puta loca!!

      El atronador berrido de Kenrick detuvo las voces de Ma y las súplicas de Angelines, los intentos de Patrick para que su novia se calmase e incluso las palabras de consuelo que Alejandro —increíble pero cierto— expuso. Yo no lo escuché, pero estaba muy cerca de Ma, tratando de calmar el ambiente. Los dos escoceses no se enteraban de una mierda con tanto jaleo y decidieron mirar como si estuviesen en un partido de tenis.

      —¿Qué… me has llamado? —le preguntó Ma, y se señaló—. ¿Para ti es ponerme como una puta loca cuando no tengo sitio donde casarme? ¡¿Eh?!

      —Si vuelves a gritar, me doy la vuelta, y entonces te faltará el novio para poder casarte —le espetó con enfado y apretando los dientes. Ma cerró la boca y Kenrick continuó; eso sí, la mirada que le dedicó fue aniquiladora—: Angelines no lo ha reservado, vale. Pero nosotros tampoco nos hemos preocupado en volver a llamar siquiera una vez. Eso pasa por dejarle los detalles de tu boda a otros. Así que busquemos soluciones antes de que se reúnan en Escocia todos los invitados. Pensemos con la cabeza y no con la rabia.

      Desde luego, últimamente, los discursos se le daban genial.

      —Ma… —me atreví a entrometerme, y esa vez sí toqué su brazo; contacto del que ella no se apartó—. Por favor, cálmate. Y te prometo de verdad que vas a casarte. Sea como sea, vas a casarte. Pero ahora cálmate. Por ti y por Benanci… —Kenrick me taladró con los ojos—. Por como quiera que vaya a llamarse el niño.

      Sin decir ni media palabra, nos distribuimos en los coches como buenamente pudimos, bajo mi reparto de asientos. Angelines siempre era la que llevaba la voz cantante en esos temas, aunque yo le echase un cable. Pero la cosa no estaba para que las dos fuesen en el mismo espacio reducido. Sabía que necesitábamos un tiempo de paz para que ambas no estallasen como una bomba, así que, sin más, lo pedí:

      —Vamos a dar una vuelta, Kenrick. Para… calmar los ánimos.

      Él, con toda la paciencia que lo caracterizaba, asintió sin hacer ningún comentario y se metió en su vehículo. En otro coche se subieron Patrick y Angelines, delante. A ella le temblaba tanto el pulso que anda que estaba para irse a robar panderetas. Jamás la había visto tan afectada, y no era para menos. Detrás, Alejandro el Sieso y yo. Sieso que estaba bastante preocupado por mi amiga y no tardó en demostrarlo:

      —Angelines, tienes que calmarte y pensar con claridad. Lo hecho, hecho está, y no vais a poder arreglarlo. ¿Tenemos algún sitio más donde puedan casarse?

      —Ella quería hacerlo allí. Joder, era su sueño, y yo me lo he cargado —murmuró con un hilo de voz, y vi cómo se limpiaba una lágrima traicionera.

      Y si Angelines lloraba…, muy mal tenía que estar.

      Pensé en Ma. Joder si lo hice. En los nervios que sentiría, en la situación en la que estaría ahora mismo, sabiendo que la boda se le desmoronaba por momentos. Si es que parecía que teníamos el gafe detrás de nosotras. Éramos un imán para los problemas.

      Y también me acordé de nuestro militar escocés. De que había perdido los nervios dos veces en muy poco tiempo y eso no era habitual en él. Y aunque había tratado de mantener la calma, sabía que el sufrimiento lo llevaba por dentro y no quería que Angelines se sintiese peor por no haber reservado el lugar de los sueños de su amiga.

      Extendí mi brazo y rocé sin pretenderlo a Alejandro, que no se inmutó, pero sí me miró de soslayo.

      —Escúchame, vamos a solucionarlo. La culpa, en parte, es mía —terminé reconociendo—. Mira que siempre parezco tu agenda. ¡Es que no sé cómo no me lo he apuntado, de verdad! Tendría que habértelo recordado y…

      —Anaelia, por Dios, qué culpa ni qué niño muerto. Te lo he dicho sin pensar… Para una cosa que me mandan de la boda y voy y la cago. Si es que soy un puto desastre.

      Se llevó las manos al rostro, con desconsuelo, y me entristeció verla así.

      Mi móvil sonó y lo miré distraída. Tuve que tragarme el nudo que se instaló en mi garganta cuando mi padre me informó por un wasap de que ya estaban en Escocia y de que los padres y la hermana de Ma, que llevaban unas horas en tierra firme, acababan de recogerlos para irse juntos al hotel. Allí ya se encontraban los padres y la hermana de Angelines.

      Bien, había que ser resolutivos, así que hice un grupo con nuestros padres para informarlos de lo que había pasado y les pedí a ambas Patricias —hermana de Ma y hermana de Angelines— que se encargaran de difundir la información en cuanto todo estuviese arreglado.

      Patrick condujo sin hacer ningún comentario y sin rumbo fijo, mirando con preocupación varias veces a su novia. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero mucho; en silencio y cada uno pensando en sus cosas. Por el movimiento de los hombros de Angelines, supe que estaba llorando. Llorando de verdad.

      De repente, y como si algo me hubiese impulsado a mirar hacia la derecha, mis ojos se clavaron en la ventanilla contraria. Estaba tapada por el armario empotrado que casi ocupaba los dos asientos.

      —¿Por qué me miras así? ¿Tanto te gusto que no puedes resistirte? —Alzó una ceja, insinuante.

      Supe que era para romper la tensión que había en el vehículo.

      —¡Detén el coche! —le pedí a Patrick. Después miré a Hulk—. Y tú cierra la boca, engreído, que estaba mirando por la ventana. Aparte de creído, eres más feo que pegarle a un padre con la escobilla del váter.

      Para mi sorpresa, Alejandro alzó la otra ceja como si esa respuesta lo hubiese cogido desprevenido; más o menos como a mí con la maleta en el aeropuerto. Quise ver que entreabría un poco los labios, pero dejé que mi imaginación no jugase conmigo y me bajé del coche como un rayo.

      —Anaelia, ¿adónde vas?

      Angelines se apresuró y abrió la puerta cuando yo llegaba a toda prisa a un extenso prado verde, desde donde se escuchaba el agua con fuerza. Atravesé una pequeña valla que separaba la zona y extendí mis brazos en cruz. La miré con esperanza y una euforia desmedida, comenzando a dar vueltas en círculo.

      —¡Es perfecto!

      Angelines me observó confusa, con la nariz roja como un tomate y los ojos hinchados, hasta que lo entendió.

      —¿Pretendes que se case aquí?

      El viento azotó nuestros cabellos en ese momento y mi amiga me contempló con una mueca extraña cuando intenté peinarme, sin éxito, la maraña de pelos que parecía la cabellera de una leona.

      —¡Claro!

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