Insubordinación y desarrollo. Marcelo Gullo

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Insubordinación y desarrollo - Marcelo Gullo

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potencias en cuya estructura interna, a su vez, existen alianzas de factores de poder.

      Históricamente, en las grandes potencias la alianza fundamental se dio entre las burguesías industriales nacionales (o, lo que es lo mismo, “el capital productivo”) y la elite política, alianza fundante a la cual, después de la Segunda Guerra Mundial, se incorporó el mundo del trabajo dando origen al Estado de bienestar y los denominados “treinta años gloriosos”, tanto en Europa como en Estados Unidos.

      Esta alianza, que por su propia dinámica y naturaleza es variable, a mediados de la década de 1970 comienza a sufrir una mutación que la llevó, progresivamente a descomponerse. En esos momentos, la clase política –que mayoritariamente adopta como ideología política el neoliberalismo– comienza a romper su asociación tradicional con las burguesías industriales nacionales que no han “deslocalizado” su producción y el mundo del trabajo para, progresivamente, comenzar a aliarse con las empresas transnacionales y el capital financiero-especulativo internacional, hasta convertirse, en nuestros días, prácticamente, en la expresión del mismo. La fragua definitiva de esta “alianza” es la que termina consagrando al capital financiero-especulativo como el predominante dentro del poder del Estado, al punto de cooptar al político. Esta cooptación de la elite política por parte del capital financiero que terminó desatando la actual crisis financiera mundial.

      Hoy los Estados centrales son Estados subordinados al capital financiero especulativo internacional. Ésta es la razón última que explica, a nuestro entender, que la reacción de Estados Unidos y la Unión Europea ante la crisis haya consistido en el empleo masivo del dinero público para salvar a las entidades financieras y en la puesta en marcha de programas de ajustes que afectan profundamente a los sectores populares.[6]

      Nuestro postulado, sin embargo, es el de la primacía de la política, es decir, que la política tiende generalmente, en el largo plazo, a primar sobre la economía.

      La única forma en que, aparentemente, lo económico resulte más importante que lo político es que, justamente, las elites políticas hayan sido “tomadas” por parte de los financistas, de modo que éstos sean los que terminan detentando el poder político y generando la muy “difundida” apariencia de que la economía predomina sobre la política y, peor aun, que esta última resulta impotente para controlarla. Pero cuando este tipo de “armado” se produce en el interior de los Estados desarrollados, sus poblaciones comienzan a sufrir los efectos de la explotación económica. Por este motivo, tal tipo de equilibro es por naturaleza “inestable” dado que, a nuestro entender, tiende a provocar como reacción, en un momento determinado de la historia, que los habitantes de esos Estados no soporten más el malestar (al que no están acostumbrados, malestar producido por la llamada “economía de humo” de los bancos y la especulación) y se lancen a la protesta política. Comienzan, entonces, a producirse las condiciones para la vuelta de la preeminencia de la política lo que, finalmente, ocurre mediante la aparición de una nueva elite política que rompe con el predominio del capital financiero internacional y reconstruye las bases del poder y el bienestar nacionales.

      Finalmente es preciso destacar que la estructura hegemónica del poder mundial está sufriendo una profunda alteración por la emergencia de la República Popular China como potencia mundial. Importa destacar también que, a diferencia de lo que sucede en las otras potencias mundiales, en China, el poder financiero es poder del Estado nacional.

      Las estructuras hegemónicas y el orden económico internacional

      Los países desarrollados que integran el núcleo de las estructuras hegemónicas del poder mundial utilizan, permanentemente, todo su peso político y económico para tratar de establecer, en su total beneficio, las reglas que rigen el orden económico internacional. Así, por ejemplo, “las naciones desarrolladas inducen a las más pobres a adoptar políticas concretas imponiéndoles como condición para su ayuda extranjera u ofreciéndoles acuerdos comerciales preferenciales a cambio de buen comportamiento (adopción de medidas neoliberales)” (Ha-Joon Chang, 2009: 54).

      Importa destacar, sin embargo, que para tratar de establecer las reglas de juego del sistema económico internacional, en su total beneficio, los países desarrollados actúan fundamentalmente –en la actualidad– de forma indirecta, a través de lo que el economista coreano y profesor de Cambridge Ha-Joon Chang denomina la “impía trinidad de las organizaciones internacionales”, conformada por el Fondo Monetario Internacional (fmi), el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio (omc).

      Estas organizaciones conforman el núcleo duro del sistema de gobierno económico global y, si bien no son títeres de los países centrales, “la impía trinidad está, básicamente controlada por éstos, por lo que conciben y ponen en práctica políticas de mal samaritano que esos países quieren” (Ha-Joon Chang, 2009: 55), es decir, políticas cuyo fin último es perpetuar la situación de subdesarrollo de los países periféricos. Así, el fmi –creado en principio y en teoría para prestar dinero a los países en crisis de balanza de pagos para que pudieran reducir sus déficit sin necesidad de recurrir a la deflación– le sirvió a los países centrales para establecer en el mundo subdesarrollado las condiciones de la división internacional del trabajo y, consecuentemente, para impedir la marcha hacia la industrialización.

      Como sagazmente observó Arturo Jauretche (2006), el análisis histórico objetivo de la actuación del fmi con relación a los países periféricos permite afirmar que éste, al precio de momentáneos y precarios préstamos, ha obtenido siempre la garantía, sine die, de la renuncia del ejercicio de la soberanía en lo económico, la limitación de los poderes nacionales en el gobierno y la defensa de la economía propia y su comercio, atando el futuro de los países que se someten a la rueda estranguladora del interés compuesto reuniendo así, en una misma mano, las capitulaciones nacionales y el establecimiento de la usura internacional.

      Ha-Joon Chang afirma que, después de la crisis de la deuda del Tercer Mundo en 1982, tanto el fmi como el Banco Mundial comenzaron a ejercer –a través de su operación conjunta en los denominados “programas de ajuste estructural”– una influencia cada vez más profunda e intensa en la vida económica, política y cultural de los países subdesarrollados o en vías de desarrollo. Paulatinamente, a partir de 1982 los funcionarios del fmi y el Banco Mundial empezaron a implicarse de lleno en prácticamente todas las áreas de la política económica de los países periféricos. El fmi y el Banco Mundial extendieron, entonces, su influencia política al presupuesto del gobierno, alegando que los déficits presupuestarios eran una causa determinante en los problemas de la balanza de pagos. Los funcionarios del Fondo comenzaron entonces a intervenir activamente “en áreas hasta entonces inconcebibles, como democracia, descentralización del gobierno, independencia del Banco Central y gobernanza corporativa” (Ha-Joon Chang, 2009: 55). Ha-Joon Chang, reflexionando sobre la indetenible expansión de la influencia política del Banco Mundial y el fmi, afirma: “Esta expansión lenta de roles plantea un problema serio. El Banco Mundial y el fmi empezaron con mandatos bastante limitados. Posteriormente, afirmaron que tenían que intervenir en nuevas esferas de sus mandatos originales, por cuanto también afectaban al rendimiento económico, donde un fallo ha llevado a algunos países a pedirles prestado dinero. Pero, a la luz de este razonamiento, no hay ningún ámbito de nuestra vida en que las instituciones de Bretton Woods no puedan intervenir. Todo lo que sucede en un país tiene repercusiones en su rendimiento económico. Según esta lógica, el fmi y el Banco Mundial deberían poder imponer condiciones sobre todo, desde decisiones de fertilidad, pasando por la integración étnica y la igualdad de género, hasta los valores culturales” (55).

      Complementando esta afirmación, es preciso destacar que, en realidad, fue a comienzos de la década de 1960 cuando los funcionarios del Fondo y del Banco Mundial – coincidentemente, acompañados en su prédica por numerosas ong– comenzaron a aconsejar a los países en desarrollo que debían reducir considerablemente sus fuerzas armadas, que debían evitar tener un desarrollo nuclear autónomo y que debían controlar

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