Argentina-Brasil. Marcelo Gullo

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de los sectores marginales de la sociedad y toda la problemática a la que hoy se enfrentan los países de la región en general, de América del Sur en particular y del área del Mercosur específicamente no posee, por cierto, una resolución sencilla. Sin embargo, no podrá obtenerse, siquiera, un atisbo de solución a todas estas cuestiones sin posicionarse antes de un modo correcto en el marco de la situación imperante en el mundo. Es, pues, necesaria una visión de la realidad universal –dentro de la cual se inserta, obviamente, la región– para saber a qué y cuáles desafíos se enfrenta y se enfrentará en el futuro. Si la visión es correcta, los primeros pasos para elaborar políticas coherentes y eficientes se estarán dando de un modo firme y bien encaminado. Se trata, en consecuencia, de pasar una imprescindible revista a la realidad universal. Tal visión debe ser pues, necesariamente, una contemplación de los hechos en su globalidad. Es decir que debe ir de la realidad a la teoría y no de la teoría a la realidad.

      El primer aspecto a esclarecer es el concepto de “globalización” desde un punto de vista “realista”. Esta visión “realista” difiere necesariamente de la idea de “globalización” más o menos bien conocida por casi todo el mundo, consistente en el concepto, bastante vago, de que la “globalización” beneficia por igual a pobres y a ricos, una visión casi “caritativa” que se encargan de difundir profusamente los centros del poder mundial. Quienes vivimos la realidad de la periferia sabemos que esta “visión caritativa” dista mucho de beneficiarnos y, más bien, no hace sino agudizar las problemáticas que, desde nuestros mismos orígenes históricos, nos vienen poniendo a la cola de la distribución mundial de la riqueza y el desarrollo social. Necesitamos una conceptualización de “globalización” que le otorgue a ésta un significado desde nuestra realidad cotidiana, una visión de cuáles son sus consecuencias para los países menos favorecidos y, más puntualmente, cuáles son esas consecuencias para la periferia sudamericana.

      Como sostiene Aldo Ferrer, la globalización es un proceso histórico que se encuentra en su tercera ola.[1] Un proceso que comenzó con los descubrimientos marítimos impulsados por Portugal y Castilla y cuyos protagonistas principales fueron Enrique el Navegante, Vasco da Gama, Cristóbal Colón, Hernando de Magallanes y Sebastián Elcano. En un principio, la globalización fue hija del intento luso-castellano por romper el cerco islámico. Ése era el objetivo: “El islam era dueño y señor de todos los puntos de unión del tráfico del mundo antiguo y de todos los caminos que comunicaban Oriente con Occidente, entre la India y Europa, hasta el punto de que, en la Edad Media, era materialmente imposible realizar un comercio importante sin pasar por un puesto aduanero islámico”.[2] El poder islámico había cercado, por el sur y por el este, la pequeña península europea. Amenazaba su existencia misma, planificando cuidadosamente el ataque al bajo vientre europeo mediante la preparación de una flota que debía atacar la península itálica y conquistar Roma –plan que más tarde, aunque sin éxito, los musulmanes pondrían en práctica en la batalla de Lepanto– y se preparaba para atacar Viena que, de ser vencida, abriría las puertas de Europa al poder musulmán. La península europea, cercada por el poder islámico, estaba siendo privada por el este de las especies, un elemento que entonces tenía valor estratégico dado que les permitía a los europeos la conservación de los alimentos que en ese momento les eran escasos para la alimentación de una población creciente.[3] El impulso marítimo de Portugal nace así de una necesidad vital: llegar a Asia bordeando el mundo musulmán. Colón dará a Castilla el mismo objetivo, pero navegando hacia el oeste. El resultado imprevisto del esfuerzo europeo por romper el cerco islámico se llama América. El descubrimiento y la colonización del continente americano llevará al desplazamiento del eje del poder mundial del Mediterráneo al Atlántico y dará inicio, a su vez, al declive del poder islámico que ya había sido duramente golpeado por la invasión de los mongoles. El gran historiador árabe Essad Bey, en su libro Mahoma: la historia de los árabes, sintetiza brillantemente el efecto provocado por el descubrimiento de América sobre el poder islámico:

      El islam debía recibir aún otro golpe, más violento quizá, cuya rudeza no se manifestó al principio; pero no por eso dejó de contribuir en gran parte a la ruina del califato. El autor de aquella ruina no pensó, por un instante, que asestaba un golpe mortal al califato y ni siquiera presumió que su hazaña pudiese destruirlo. Será coincidencia, pero nadie sospechaba en el mundo que el día en que Cristóbal Colón descubriera América se pondría el punto final a la historia de los califas. Todas las miradas se dirigieron, desde aquel momento, hacia el nuevo continente. El comercio del mundo entero tomó nuevos rumbos, nuevas direcciones, y el imperio del califa, las grandes ciudades de Oriente, padecieron lo que, desde hace algún tiempo, hemos dado en llamar “depresión” o “crisis económica”. Bajaron los precios; las caravanas, que producían la riqueza del país, cesaron de llegar; las aduanas ya no recaudaban nada; las grandes carreteras comerciales, en lo sucesivo inútiles, no prestaron servicio alguno. La población que ignoraba el origen y la causa de la crisis se hallaba en la inquietud. La gente se sentía acosada por la miseria y las tierras, por falta de cultivo, comenzaron a debilitarse. Simultáneamente se percibía una notable disminución en todas las manifestaciones de la actividad espiritual. El ejemplo más patente de ello fue lo que se ha llamado la clausura de Bab-ul-iyitihad, clausura de la puerta de la ciencia, pues a los sabios musulmanes que, mediante sus profundos estudios habían intentado trasponer los límites de lo conocido, les pareció vano proseguir con sus investigaciones. Entonces sobrevino el derrumbe de la ciencia y del poderío de los árabes.[4]

      Diametralmente opuestos fueron el camino y el destino de Europa.

      Esta “primera ola” de globalización, que comienza con los descubrimientos marítimos, hace que el territorio del Nuevo Mundo conquistado por Castilla en apenas cuarenta años pase de ser un territorio fragmentado en más de quinientas etnias, lenguas y tribus dispersas, a constituir un territorio unificado lingüística y religiosamente. América pasa de la dispersión a la unidad. Con el mestizaje de la sangre hispánica y la sangre indígena, de la cultura hispánica y la cultura americana autóctona y la evangelización de las masas aborígenes, nace el “extremo Occidente”. Luego vendrá el aporte de Portugal y la conquista inglesa de la franja atlántica de América del Norte que dará origen a la contradicción América sajona-América Latina. Una contradicción que, percibida tempranamente por Hegel, perdura hasta nuestros días: “América es la tierra del futuro donde, en tiempos venideros, habrá una contienda entre el norte y América del Sur, y donde deberá manifestarse la importancia de la historia universal”,[5] profetizará el gran filósofo alemán. Este enfrentamiento entre las dos Américas será, en alguna medida, la continuación de la confrontación anglo-española, de la guerra de baja intensidad sostenida por Inglaterra contra España por la hegemonía del mundo. El teatro principal de operaciones de esa guerra de baja intensidad estuvo en las “Indias Occidentales” que fueron acosadas por la piratería inglesa, fomentada, protegida y amparada por su graciosa majestad británica. Tanto la lucha entre España e Inglaterra como la lucha entre la América anglosajona y la América hispánica tendrán, en cierta forma, un trasfondo religioso. Cuestión que, finamente percibida por Theodor Roosevelt, lo llevará a sostener en 1912, mientras contemplaba las aguas del lago Nahuel Huapi, que “mientras los países hispanoamericanos sean católicos, su absorción por Estados Unidos será larga y difícil”.[6] Mucho más tarde, pero en la misma lógica de pensamiento que Roosevelt, David Rockefeller se manifestará en un sentido muy similar: “Hablando en Roma en 1969, recomendó que se sustituyera a los católicos de allá [América Latina] por otros cristianos”.[7]

      La segunda ola

      La “segunda ola” de globalización del mundo comienza con la Revolución industrial con epicentro en Inglaterra pero cuya acción intentará, permanentemente, impedir o retardar la industrialización de otras naciones, así como dificultar al máximo la generación de tecnologías ferroviarias locales, predicando, a la vez, las ventajas de la división internacional del trabajo para convencer al resto de las naciones de que dejaran que Gran Bretaña fuera la única gran fábrica del mundo. Francia, Alemania, el norte de Italia y luego Estados Unidos no escucharon aquellos cantos de sirena provenientes de Gran Bretaña y decidieron su propia industrialización,

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