Argentina-Brasil. Marcelo Gullo

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de los países centrales, haciéndolas cada vez menos democráticas, imponiéndoles “la cultura del simulacro” en la que “el parecer es más importante que el ser”. En los países periféricos la televisión les sirve a los sectores dominantes de los países centrales para imponer “una nueva colonización ideológica” que impone no sólo marcadores estéticos, formas de vestir, de peinarse, el “McDonald’s del espíritu” sino, y fundamentalmente, el famoso “pensamiento único” que convierte a las leyes del mercado en “legitimadoras políticas y sociales supremas, universales e inapelables”, y que llevó, entre otros factores, a que los países de la periferia sudamericana creyeran, ingenuamente, en la teoría de la globalización “caritativa” y a que sus poblaciones aceptaran, mansamente, la desarticulación del sistema de la seguridad social, la desaparición de las leyes de protección laboral, la apertura indiscriminada de sus economías –mientras los países centrales, más allá de sus declaraciones, mantenían un proteccionismo cerril– y la desnacionalización de sus economías que los llevó, de un modo inevitable, a convertirse en segmentos anónimos del mercado mundial.[13]

      Más allá de los temores de Sartori y Gubern y de los aspectos discutibles de sus respectivas tesis, resulta evidente que la revolución tecnológica acentúa la crisis cultural de Occidente, que hunde sus raíces hasta el Renacimiento y la Ilustración. Sin embargo, al mismo tiempo en que se produce la crisis de valores de la cultura occidental acontece, paradójicamente, la universalización de esa cultura a pesar de su crisis axiológica. Como describiera Erich Fromm, en el Occidente opulento el “tener” reemplaza al “ser”, pero la angustia y la depresión se convierten en males endémicos. Como bien apunta Helio Jaguaribe, el Occidente rico llega al siglo xxi sin “opciones válidas capaces de restaurar el sentido de la vida. […] El consumismo”, destaca Jaguaribe, “se desacredita ahora como propósito de vida, para quienes lo pueden disfrutar, por la demostración de su vacuidad intrínseca y, para los demás, por la comprobación de la imposibilidad de generalizar, para todo el mundo, la riqueza de las minorías privilegiadas de los países centrales”.[14] Sin embargo, como ya destacáramos, a pesar de sus perplejidades axiológicas se produce la universalización absoluta de la cultura occidental.

      Confrontadas con la ratio occidental y su capacidad de aplicación eficaz en la manipulación científico-técnica de la naturaleza y en la gestión de las cosas humanas, las sociedades no occidentales se ven obligadas, para sobrevivir, a adaptarse a esa ratio. Así procedió Japón con la restauración Meiji y, más recientemente, con su neoccidentalización, después de la Segunda Guerra Mundial. Así procedió China con la revolución de Mao y sus continuadores, después de las tentativas frustradas de Sun Yat-sen.[15]

      Mientras que la cultura occidental sumergida en su crisis axiológica se aleja de su fundación religiosa, en la cultura islámica se registra un reacercamiento, un regreso, a ella, a los fundamentos de su fe: el Corán y la vida de su profeta Mahoma que, a diferencia de otros iniciadores de religiones, fue simultáneamente el fundador de una fe y el organizador de un Estado. Sus acciones en ambos dominios, según la teología islámica más aceptada, son “dignas de estudio y emulación”, porque éstas, “a partir de la Revelación, estaban preservadas por Dios de todo error”.[16] Así, en los países islámicos grandes masas buscan, en un nuevo fundamentalismo, la réplica a la cultura occidental y la recuperación de los antiguos valores de su propia tradición. El fundamentalismo islámico es, al mismo tiempo, la reacción defensiva de un ámbito cultural que se siente agredido y la reacción ofensiva de un ámbito cultural que retoma, de sus fuentes originarias, su más pura tradición de guerra santa.

      El blanco central del odio fundamentalista será el nuevo epicentro del poder mundial de la tercera ola globalizante: Estados Unidos. Este odio ya se materializó, por vez primera, de modo brutal, en los terribles atentados del 11 de septiembre de 2001. En plena globalización mediática el mundo pudo observar, horas después de esos desgraciados acontecimientos, que numerosos clérigos musulmanes rechazaban el terrorismo fundamentalista porque, según ellos, el islam era una religión de paz, mientras que simultáneamente otros clérigos, acompañados de grandes masas de población, manifestaban su alegría tras los atentados y llamaban a realizar una jihad total contra el mundo occidental. Perplejo, el resto del planeta se preguntó: ¿cuál es el verdadero islam? ¿Dónde está el verdadero islam?

      El nuevo epicentro

      Así como la revolución industrial tuvo como primer epicentro a Inglaterra, la revolución tecnológica tiene, como centro neurálgico, a Estados Unidos y dentro de éste al estado de California. Si los descubrimientos marítimos que dieron origen a la primera globalización fueron motivados por la necesidad europea de bordear el poder islámico, la revolución tecnológica que desató la tercera ola globalizante fue motivada, en la década del 60, por la necesidad estadounidense de superar a la Unión Soviética en la carrera por la conquista del espacio y en la década del 80 por el intento de neutralizar, a través de la política conocida como de la “guerra de las galaxias”, la amenaza –supuesta o real– del expansionismo soviético.

      Poner antes que nadie un hombre en la Luna fue, además de una proeza científica, un objetivo estratégico de Washington para demostrar su superioridad como potencia y la primacía del sistema que representaba. Las investigaciones de la carrera espacial colocaron a las empresas estadounidenses en la vanguardia tecnológica, otorgándoles una ventaja competitiva extraordinaria, al mismo tiempo que modificaron la vida cotidiana en todo el planeta Tierra. El láser, la fibra óptica, las tomografías computadas, el horno de microondas, el papel film y hasta las comidas congeladas tuvieron allí su origen. Las técnicas para deshidratar y congelar alimentos fueron desarrolladas por la nasa para que los astronautas llevaran su comida en pequeñas cajas y pudieran prepararlas fácilmente. También fueron frutos de la investigación espacial los equipos de diálisis para el riñón que purifican la sangre, las técnicas que combinan la resonancia magnética y de tomografías computadas para hacer diagnósticos fehacientes, las cámaras de televisión en miniatura que los cirujanos se colocan en sus cabezas para que los alumnos observen una operación, las camas especiales para pacientes con quemaduras y hasta las frazadas térmicas usadas en los hospitales. La investigación de la fibra óptica permite hoy escuchar un compact disc con un lector láser, que las centrales de celulares transmitan datos o que se emita información bancaria y financiera, en tiempo real, desde y hacia cualquier lugar del mundo.

      La revolución tecnológica, que desató la tercera globalización, fue hija directa de la Guerra Fría y del “keynesianismo militar-espacial”, que constituyó la forma alternativa –y encubierta– a través de la cual Estados Unidos siguió interviniendo en la economía después de la Segunda Guerra Mundial, mientras que predicaban urbi et orbi las ventajas de la “no intervención”. Keynesianismo militar-espacial que consistía, simplemente, en ocultar los subsidios bajo el rubro “gastos para la defensa”. Subsidios encubiertos a través de los cuales determinadas empresas, como la Boeing, adquirían una ventaja tecnológica imposible de alcanzar por sus competidoras en el resto del mundo.

      Boeing es un ejemplo paradigmático de la intervención encubierta del Estado, en la economía de Estados Unidos, para fomentar mediante subsidios determinados sectores de la industria.

      Antes de la Segunda Guerra Mundial, Boeing prácticamente no hacía ganancias. Se enriqueció durante la guerra, con un gran incremento en inversiones, más de 90 por ciento, el cual provenía del gobierno federal. Las ganancias también florecieron cuando Boeing incrementó su valor neto en más de cinco veces, realizando su deber patriótico. Su “fenomenal historia financiera” en los años que siguieron se basaba también en la largueza del contribuyente fiscal, señaló Frank Kofsky en un estudio de las primeras fases de posguerra del sistema Pentágono (Pentagono System), permitiendo a los dueños de las compañías aéreas cosechar ganancias fantásticas con inversiones mínimas de su parte.[17]

      Sin embargo, como destaca Noam Chomsky, el de Boeing no fue un caso aislado:

      Desde

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