Argentina-Brasil. Marcelo Gullo

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durante esta “segunda ola de globalización” cuando se genera, de una manera muy nítida, la configuración “centro-periferia” que marca al mundo desde la Revolución industrial. Es durante este período cuando la América española emprende su lucha por la independencia, engendrándose al mismo tiempo una guerra civil –enmascarada o abierta, según los casos– entre aquellos que consideran que el proceso independentista debe terminar en la unidad política de la América hispánica y aquellos que, desde las ciudades puertos, aliados a Inglaterra, piensan que lo más conveniente a sus intereses es que, finalizada la guerra de independencia, se conformen, alrededor de las polis oligárquicas, una multiplicidad de Estados hispánicos. La derrota de Simón Bolívar, José de San Martín, Bernardo O’Higgins y José Artigas sella el proyecto inglés de fragmentación y hace que la América española pase de la unidad a la dispersión. Distinta es la suerte de la América lusitana que logra, mediante la fórmula monárquica y teniendo al ejército como columna vertebral del Estado, contener las fuerzas que pujaban hacia la fragmentación territorial. Brasil salva, de esa forma, su unidad territorial y, por ende, nacional. Sin embargo, en algo será igual el destino de las dos Américas, la lusitana y la hispánica: ambas se incorporarán a la economía internacional como proveedoras de materias primas e importadoras de productos industriales, sin realizar ningún esfuerzo industrializador, perdiendo de ese modo el “tren de la historia” por más de un siglo. Al elegir el proyecto propuesto por Adam Smith, muchas de las repúblicas latinoamericanas lograron modernizar sus economías y alcanzar un progreso relativo importante. Pero el modelo elegido contenía, en sí mismo, el germen de su propio estancamiento.

      A pesar de ello, la historia volverá a dar una nueva oportunidad a algunos países de América Latina. Esta nueva oportunidad sobrevendrá a causa de la crisis de 1930. Fue por entonces cuando el peso de las circunstancias forzó a la Argentina, Brasil y México a comenzar un anárquico proceso de industrialización a través de la sustitución de importaciones, proce-

       so que tratará de ser planificado y teorizado después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, a mediados de la década del 70, cuando estos países comenzaban a encontrar todas las respuestas, la historia se encargaría de cambiarles todas las preguntas y el centro del poder mundial ayudaría, por cierto, mediante la dominación cultural –que ya comenzaba a tomar la forma de la “telehegemonía”–, a que no encontraran fácilmente las nuevas respuestas.

      La tercera ola

      En 1956, Nikita Kruschev, el pequeño y gracioso ucraniano que había logrado escalar hasta la cima más alta del poder soviético, delante de sus camaradas y desafiando a Occidente lanza su famoso grito: “Os enterraremos”. Kruschev pensaba que, al cabo de unos pocos años, la Unión Soviética estaría en condiciones de producir más toneladas de acero, más cemento, más productos petroquímicos que su enemigo principal, Estados Unidos. En todos los niveles de la producción industrial, proponía Kruschev, la economía planificada del bloque socialista produciría más y más que la economía capitalista del bloque occidental. Pensaba que el marco de coexistencia pacífica –que él mismo había propiciado– le permitiría destinar grandes fondos y esfuerzos hasta ese momento dedicados a la defensa, reencauzándolos hacia un importante desarrollo industrial no armamentístico de la Unión Soviética. Paradójicamente, Kruschev estaba lejos de imaginar que la carrera que él se proponía ganar ya había terminado. El industrialismo comenzaba su fase descendente. Mientras soñaba con más y más chimeneas, en Estados Unidos comenzaba a gestarse una nueva revolución industrial tecnológica –que sería cada vez más tecnológica y menos industrial– mediante la cual se ampliaría, de una manera tremenda, el proceso de globalización, incorporando la totalidad del planeta. Comenzaba así “la tercera ola de la globalización”. Kruschev, sin embargo, no era el único líder político que se equivocaba en imaginar cómo sería el futuro. Muchos, al igual que él, tardarían en darse cuenta de que, ahora que sabían todas las respuestas, algo estaba comenzando a cambiar todas las preguntas. El pensamiento lineal de Kruschev imaginaba al futuro como más de lo mismo: industrialismo extendido sobre una mayor superficie del planeta. Pero el futuro no sería como él conjeturaba, una continuidad del presente, porque la humanidad se enfrentaba a un salto “cualitativo” hacia adelante. Estaba naciendo una “revolución tecnológica” que transformaría las estructuras sociales, el equilibrio mundial, los factores de poder e, incluso, la forma misma de hacer la guerra. Un nuevo tren de la historia estaba en los andenes listo para partir y aquellos que no lograran subirse quedarían fuera de la historia. Tan rezagados, subdesarrollados y dominados como los pueblos que no supieron o no pudieron, en el siglo xix, realizar la revolución industrial. El ejemplo paradigmático de una gran potencia que quedó rezagada, subdesarrollada y dominada por más de un siglo por no industrializarse fue el gran imperio agrario chino. Enfrente de la gran China una pequeña isla, Japón, desprovista de todas las materias primas –las mismas que China poseía en exceso– y gracias a un plan de industrialización acelerado, se convertiría, a partir de 1870 y en el brevísimo lapso histórico de cincuenta años, en una potencia mundial. Precisamente por ello Japón resultó ser el único país asiático que nunca fue sometido por el colonialismo europeo.

      El cambio histórico que Kruschev no alcanzaba a visualizar, en el momento mismo en que lanzaba su imprudente desafío a Estados Unidos, pocos años después comenzó a ser advertido y teorizado por numerosos intelectuales que se convirtieron en la vanguardia del pensamiento aunque, al principio, fueron bastante incomprendidos.

      Daniel Bell, Zbigniew Brzezinski, Alvin Toffler y Marshall McLuhan, entre otros, se dieron cuenta de que una “nueva civilización” estaba emergiendo, que se estaba ante el amanecer de esa nueva civilización, que ése era el acontecimiento central de la historia que les tocaba vivir, y trataron de encontrar las claves para la comprensión de los años inmediatamente venideros. Intentaron encontrar palabras para describir toda la fuerza y el alcance del extraordinario cambio que se estaba produciendo. Así surgieron expresiones como “sociedad posindustrial”, “era de la información”, “era espacial”, “era tecnotrónica” o “aldea global”.

      Herbert Marshall McLuhan advierte, en su célebre libro Guerra y paz en la aldea global,[9] quizá antes que ningún otro, la real disminución de la importancia geopolítica y geoeconómica de las categorías de espacio y tiempo, debido a la tercera revolución industrial-tecnológica que se estaba produciendo. Revolución que será caracterizada por Alvin Toffler como una “tercera ola” de cambio que implicaba un salto “cualitativo” hacia adelante, consistente en “la muerte del industrialismo y el nacimiento de una nueva civilización”,[10] denominada posteriormente por Peter Drucker “la sociedad poscapitalista”.[11] Ya en los años 90 Giovanni Sartori, siguiendo una lógica “macluhaniana” y ante la percepción de los profundos cambios que se estaban ya operando en la sociedad y en el hombre mismo, advierte el peligro de que se esté produciendo un nuevo tipo de sociedad menos democrática: la “sociedad teledirigida”, y un nuevo tipo de hombre, más manejable por los poderes de turno: el Homo videns.[12]

      “Sociedad teledirigida” que nos lleva, según Román Gubern, al reino del “fast-food del espíritu”, cuya muestra más palpable son ya los reality shows –pornos legitimados, vestidos de seudosociología, de veracidad documental– que son un indicio de que estamos pasando de la “era de la pornografía genital” a la “era de la pornografía letal”, a la reaparición de la muerte como espectáculo. La lógica del sensacionalismo –explica Gubern– intrínseca a la televisión –dado que ésta es para las industrias culturales dominantes, más que un medio de información y de cultura, un medio de ganar cada vez más mercados y más dinero– lleva, inevitablemente, al establecimiento de una subcultura snuff, caracterizada por la explotación comercial del dolor, de la muerte y de la tortura como espectáculos públicos. Lógi-

       ca del sensacionalismo que lleva a que la televisión se convierta en un nuevo circo romano. Nuevo circo romano cuyo primer espectáculo –después vendrán, seguramente, otros– son los reality-shows, donde los medios dominantes, para halagar los más bajos instintos de

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