Unidos por el mar. Debbie Macomber

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Unidos por el mar - Debbie Macomber elit

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      —En aquel momento me apetecía un cambio de escenario —concluyó ella.

      En realidad se había marchado de San Diego porque no había querido correr el riesgo de encontrarse con Aaron. No hubiera soportado verlo de nuevo. Al menos eso era lo que había pensado. Se había enamorado locamente de él y de forma muy rápida. Justo después había tenido una misión en un juicio a bordo del Nimitz y cuando había regresado, semanas después, se había enterado de que Aaron no la había esperado.

      En cuanto había regresado, Catherine había volado hasta el apartamento de su novio y se lo había encontrado en el sofá con la vecina de al lado. Era una mujer rubia, atractiva y recién divorciada Aaron se había puesto en pie a toda velocidad en cuanto la había visto aparecer. La vecina se había sonrojado mientras se abotonaba a blusa. Aaron le había asegurado que sólo había sido un juego. ¿Por qué no iba a poder divertirse un poco cuando ella pasaba varias semanas fuera de la ciudad?

      Catherine recordó que se había quedado paralizada, fijando su mirada en el anillo de diamantes de su dedo. El anillo de compromiso. Se lo había quitado y se lo había devuelto a Aaron. Sin mediar palabra Catherine se había marchado de la casa. Él se había quedado clavado en el sitio por la impresión, y después había salido corriendo detrás de ella hasta el aparcamiento. Le había suplicado que fuese más comprensiva. Le había asegurado que, si tanto la ofendía, no volvería suceder y que estaba teniendo una reacción desproporcionada.

      Con el tiempo Catherine se había dado cuenta de que aquél había sido un duro golpe más para su orgullo que para su corazón. En realidad era un alivio hacer sacado a Aaron de su vida, aunque sólo con el tiempo había aprendido aquella lección.

      —¿Catherine? —dijo Royce en un tono de voz masculino. Ella dejó a un lado los recuerdos.

      Era la primera vez que la llamaba por su nombre. Hasta entonces siempre la había llamado «capitana» o «Fredrickson», pero nunca Catherine. Sintió que los latidos de su corazón se aceleraban.

      —Había un hombre —admitió algo tensa—. Pero fue hace muchos años. No tiene que preocuparse de que mi antiguo compromiso pueda afectar al trabajo que realizo bajo sus órdenes. Ni ahora ni en el futuro.

      —Me alegro de escuchar eso —repuso él.

      —Buenas noches, capitán.

      —Buenas noches —contestó Royce. Habían llegado ya a la colina.

      Ella comenzó a descender y cuando estaba a mitad de camino Royce la llamó.

      —¡Catherine!

      —¿Sí? —preguntó ella volviéndose para mirarlo.

      —¿Estás viviendo con alguien?

      —Eso no es asunto tuyo —contestó sin reflexionar, tuteándolo por primera vez. La pregunta la había pillado por sorpresa.

      Royce no dijo nada. Una farola iluminaba su semblante serio. Estaba en tensión.

      —Confía en mí. Te aseguro que no tengo ningún interés en tu vida amorosa. Por mí, puedes vivir con quien quieras o puedes salir con cinco hombres a la vez. Lo que a mí me preocupa es el departamento legal. Ya sabes que es un trabajo muy exigente y que los horarios son extenuantes. Me gusta conocer a la plantilla para evitar causarles problemas innecesarios.

      —Ya que te parece tan importante, tengo que confesarte que sí que comparto mi vida con alguien —dijo Catherine tras un silencio. En la distancia no pudo ver con claridad si el rostro de él cambiaba de expresión—. Sambo.

      —¿Sambo? —preguntó él frunciendo el ceño.

      —Eso es, capitán. Vivo con un gato llamado Sambo.

      Catherine soltó una sonrisa y se marchó.

      No había dejado de llover. Royce se encontró sonriendo en la oscuridad. Sin embargo, aquella sonrisa se evaporó enseguida. No le gustaba Catherine Fredrickson.

      —No —murmuró contestándose a sí mismo.

      Sí que le gustaba. La capitana de corbeta tenía determinadas cualidades que le hacían admirarla.

      Era una mujer dedicada y muy trabajadora, que se llevaba muy bien con el resto de la plantilla. No se quejaba nunca. Antes de salir de la oficina, Royce había revisado el cuadrante de guardias y se había dado cuenta de que había requerido su presencia durante cuatro viernes consecutivos. Hasta aquel momento no había advertido su error. Cualquiera le hubiera llamado la atención y hubiera estado en su derecho de hacerlo.

      En cuanto el teniente Osborne había sido enviado a unos juicios en alta mar y se había necesitado un coordinador suplente para el programa de mantenimiento, el nombre de la capitana había sido el primero que había aparecido en la mente de Royce.

      Se había dado cuenta de que a Catherine no le había gustado demasiado la asignación. Había visto cómo la rabia llenaba sus ojos por un instante, y aquélla había sido la prueba de que la responsabilidad del cargo no le asustaba.

      Esa mujer tenía una mirada capaz de clavarse en el alma de cualquier hombre. Habitualmente, Royce no solía prestar atención a ese tipo de cosas, pero no se había olvidado de aquellos ojos desde el momento en el que se habían conocido. Eran brillantes como dos luceros, pero lo que más le impresionaba era la calidez que transmitían.

      A Royce también le agradaba la voz de Catherine. Era una voz aterciopelada y femenina. «Ya está bien», pensó. Se estaba empezando a parecer a un poeta romántico.

      Era gracioso, Royce no era una persona que precisamente se definiera a sí mismo como romántico, así que estuvo a punto de soltar una carcajada ante aquellos pensamientos. Su mujer, antes de morir, había acabado con las últimas reservas de amor y de alegría que le quedaban.

      Royce no quería pensar en Sandy. Bruscamente se dio media vuelta y se dirigió hacia el coche. Caminó a grandes zancadas, como si de esa forma pudiese poner distancia con los recuerdos de su difunta esposa.

      Montó en su Porsche y encendió el motor. Vivía en la base, así que llegaría a casa en menos de cinco minutos.

      Catherine volvió a irrumpir en sus pensamientos. Se asustó ante aquella persistencia, pero estaba demasiado cansado como para luchar contra sí mismo. En cuanto llegara a casa, su hija Kelly, de diez años, lo mantendría ocupado. Por una vez iba a ser benévolo consigo mismo e iba a dejar que su mente volara libre. Además, estaba muy intrigado por las sensaciones que le estaba despertando Catherine Fredrickson.

      No es que fuera muy relevante. Tampoco necesitaba saber mucho más acerca de ella. Simplemente despertaba su curiosidad. Nada más.

      Lo cierto era que aquella mujer le intrigaba y a Royce no le gustaba esa sensación porque no la comprendía. Le hubiese gustado poder saber exactamente qué era lo que le fascinaba de ella. Sin embargo, no había sido consciente hasta aquella tarde de la atracción de estaba sintiendo.

      Catherine no era una mujer distinta a otras con las que había trabajado en la Marina durante años. Aunque sí que era especial, pensó contradiciéndose una vez más. Había algo en ella, quizá fuera su mirada limpia y la calidez que desprendía.

      Aquella tarde había descubierto algo

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