Unidos por el mar. Debbie Macomber

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Unidos por el mar - Debbie Macomber elit

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misión en cualquier país del tercer mundo. Con cualquiera de las dos opciones, Catherine estaría teniendo su merecido. Nadie le hablaba a su superior de la forma en la que ella lo había hecho. Nadie.

      Se pasó horas tumbada en la cama analizando lo que había sucedido. No lograba comprender cómo había podido perder los nervios de aquella manera.

      A la mañana siguiente, Royce ya estaba en su despacho cuando ella llegó. Catherine miró cautelosa a la puerta cerrada del capitán. Si Dios se apiadaba de ella, el capitán Nyland estaría dispuesto a olvidar y a perdonar la pataleta del día anterior. Catherine quería disculparse y se humillaría si hacía falta, porque quería dejar claro que su comportamiento había sido inaceptable.

      —Buenos días —le dijo a Elaine Perkins al entrar—. ¿Cómo está el jefe hoy? —preguntó esperando que la secretaria hubiese podido evaluar el humor de Royce.

      —Como siempre —contestó Elaine—. Me ha pedido que te dijera que vayas a su despacho cuando llegues.

      Catherine sintió un escalofrío.

      —¿Ha dicho que quería verme?

      —Eso es. ¿Por qué te preocupa? No has hecho nada malo, ¿no?

      —No, nada —murmuró Catherine. Solamente había perdido la cabeza y se había desahogado con su jefe.

      Se estiró la chaqueta del uniforme y se cuadró. Caminó hasta la puerta del despacho y llamó suavemente. Cuando le ordenaron entrar lo hizo con la cabeza alta.

      —Buenos días, capitana —dijo Royce.

      —Señor.

      —Relájate, Catherine —le pidió mientras se recostaba en su sillón. Tenía la mano en la barbilla como si estuviera reflexionando.

      Le había pedido que se relajara, pero Catherine no podía hacerlo sabiendo que su carrera estaba pendiendo de un hilo. Ella no se había alistado en la Marina, como muchas otras mujeres, con la cabeza llena de pájaros en busca de aventuras, viajes y una formación gratuita. Ella fue consciente desde el principio de las rigurosas rutinas, de las implicaciones políticas y de que se iba a tener que enfrentar con todo tipo de machistas.

      Sin embargo, quería formar parte de la Marina. Se había esforzado mucho y se había sentido recompensada. Hasta aquel momento.

      —Desde la conversación de ayer, he estado dándole vueltas a la cabeza —dijo Royce. Catherine tragó saliva—. Por lo que he leído de ti, tienes un expediente intachable. Así que he decidido que inmediatamente serás reemplazada del puesto de coordinadora suplente del programa de mantenimiento físico por el capitán Johnson.

      Catherine pensó que no había escuchado correctamente. Sus ojos, que habían estado clavados en la pared se posaron en los de Royce. Trato de recuperar el aliento para poder hablar.

      —¿Me estás retirando del programa de mantenimiento físico?

      —Eso es lo que he dicho.

      —Gracias, señor —logró decir Catherine después de pestañear repetidamente.

      —Eso es todo —concluyó Royce.

      Ella dudó un instante. Estaba deseando pedir disculpas por haber perdido los nervios la tarde anterior, pero aquella mirada le decía que Royce no tenía ningún interés en escuchar sus justificaciones.

      A pesar de que le temblaban las piernas, Catherine se puso en pie y salió torpemente del despacho.

      Catherine no volvió a ver a Royce el resto del día y lo agradeció. Así tuvo tiempo para ordenar sus tortuosas emociones. No sabía qué pensar del capitán. Cada vez que se creaba una opinión sobre él, Royce se comportaba de tal forma que la desmontaba. Catherine tenía sentimientos ambiguos hacia él, lo que hacía la situación aún más confusa. Era, desde luego, el hombre más viril que había conocido en su vida. No podía estar en la misma habitación que él y no sentir su magnetismo. Pero por otro lado, le resultaba un tipo muy desagradable.

      Catherine se dirigió al aparcamiento después de su jornada laboral. Lluvia, lluvia y más lluvia.

      Ya se había hecho de noche y tenía tantas agujetas del día anterior, que decidió que aquella tarde no iría a la pista. Al menos ésa era la excusa que se daba a sí misma. No era momento de preguntarse cuánto de verdad había en esa justificación.

      Su coche estaba aparcado al final y Catherine caminó hasta allí encogida por el frío. Entró en el coche y trató de encender el motor. Nada. Lo intentó de nuevo infructuosamente. Se había quedado sin batería.

      Se apoyó sobre el volante y se quejó. Sabía tanto de mecánica como de una operación de neurocirugía. El coche sólo tenía unos meses, así que el motor no podía estar estropeado.

      Salió del coche y pensó en echarle un ojo al motor. No iba a servir de mucho, ya que era de noche. Tardó un rato en encontrar el botón para abrir la capota y, con la pálida luz de la farola, apenas podía ver nada.

      Después de darle varias vueltas sólo se le ocurrió llamar a un servicio de grúa. Cuando estaba a punto de volver al edificio para realizar la llamada se detuvo junto a ella un coche deportivo negro.

      —¿Problemas? —preguntó Royce Nyland.

      Catherine se quedó paralizada. Su primera tentación fue decirle que todo estaba en orden y que continuara con su camino. Mentira, pero era una forma de posponer un encuentro con él. Todavía no había tenido tiempo para que sus emociones se apaciguaran. Royce Nyland la confundía y le hacía perder el sentido común. Sacaba lo peor de ella y a la vez Catherine no era incapaz de dejar de intentar impresionarlo. En aquel preciso instante comprendió lo que le estaba ocurriendo. Se sentía sexualmente atraída hacia Royce Nyland.

      Y aquélla era una atracción peligrosa para ambos. Mientras estuviera bajo su mando, cualquier relación romántica entre ellos estaba completamente prohibida. La Marina no se andaba con miramientos cuando se trataba de relaciones amorosas entre mandos y subordinados. Ni una sola actitud en aquel sentido era tolerada.

      Por su propio bien y por el de Royce debía ignorar la fuerza de los latidos de su corazón cada vez que lo veía. Ignorar aquel cuerpo escultural mientras corría en la pista. Royce Nyland estaba fuera de su alcance, era como si estuviese casado.

      —¿Es ése tu coche? —preguntó él impaciente ante la falta de respuesta.

      —Sí… No arranca.

      —Le echaré un vistazo.

      Antes de que Catherine pudiera decirle que estaba a punto de llamar a la grúa, Royce ya estaba en pie dispuesto a ayudar. Se metió dentro del coche e intentó arrancar.

      —Me temo que te has debido de dejar las luces puestas esta mañana porque está sin batería.

      —Oh… Quizá me las haya dejado —reconoció ella. Estaba en tensión. Correr junto a él en la pista era una cosa, pero estar en el aparcamiento a oscuras, tan cerca de él, era otra. Instintivamente dio un paso atrás.

      —Tengo unas pinzas en el coche. Con eso podrás arrancar.

      En pocos minutos colocó los cables

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