Unidos por el mar. Debbie Macomber
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Royce aparcó el coche y apagó el motor. Dejó las manos sobre el volante mientras en sus labios se dibujaba una sonrisa. Una mujer orgullosa.
Cuando entró en casa su hija se asomó al salón. En cuanto lo vio se volvió a ir, y por la forma en la que lo había hecho, Royce supo que estaba enfadada. Se preguntó qué demonios habría hecho para que su hija no hubiese salido corriendo a recibirlo como acostumbraba a hacer.
Royce se echó a temblar. Su hija podía ser más testaruda que una mula. Por lo visto, aquel día estaba destinado a lidiar con mujeres con mucha determinación.
Capítulo 2
DESPUÉS de la ducha, Catherine se puso un albornoz y una toalla enrollada en la cabeza. Se sentó en la cocina, frente a una taza de infusión, y acogió a Sambo en su regazo.
Mientras disfrutaba de la bebida, repasó los acontecimientos del día. Una sonrisa, algo reticente, se dibujó en sus labios. Después del encuentro que había tenido con Royce Nyland en la pista de carreras, le disgustaba menos aquel hombre. No es que lo considerara mejor persona, pero sí que sentía un respeto creciente hacia él.
Sambo le clavó ligeramente las uñas y Catherine le dejó bajarse después de acariciarlo. No podía dejar de pensar en el rato que había compartido con Royce. Le había encantado la lucha silenciosa que habían mantenido en la pista y sintió una oleada de calor al recordarlo. Por alguna extraña razón, había conseguido divertir a su jefe. Debido a la oscuridad, no había podido disfrutar plenamente de su sonrisa, pero le hubiera gustado sacarle una foto para no olvidar que aquel hombre era capaz de reír.
Catherine tenía hambre y se acercó a la nevera. Ojalá apareciese por arte de magia algo ya preparado para meter directamente en el microondas. No tenía ningunas ganas de cocinar.
De camino a la cocina se detuvo a mirar la fotografía que tenía sobre la chimenea. El hombre del retrato tenía los ojos oscuros y su mirada era inteligente, cálida y con carácter.
Los ojos que había heredado Catherine.
Era un hombre guapo y a ella le daba mucha pena no haber tenido la oportunidad de conocerlo de veras. Catherine había tenido sólo tres años cuando su padre había sido destinado a Vietnam y cinco años cuando habían escrito su nombre en la lista de desaparecidos. A menudo buscaba en su memoria tratando de rescatar algún recuerdo de él, pero sólo se encontraba con su propia frustración y decepción.
El hombre de la foto era muy joven, demasiado joven como para arrebatarle la vida. Nunca nadie supo ni cómo ni cuándo había muerto exactamente. La única información que le habían dado a la familia de Catherine había sido que el barco de su padre había entrado en una zona selvática llena de soldados enemigos. Nunca supieron si había muerto en la batalla o si había sido apresado como rehén. Todos los detalles, tanto de su vida como de su muerte, habían servido de pasto para la imaginación de Catherine.
Su madre, abogada en el sector privado, nunca se había vuelto a casar. Marilyn Fredrickson tampoco se había amargado la vida ni estaba enfadada. Era una mujer demasiado práctica como para permitir que aquellos sentimientos negativos enturbiaran su vida.
Como esposa de militar, había soportado con entereza y en silencio los años que habían estado sin saber nada y no había cedido ni a la desesperanza ni a la frustración. Cuando los restos de su esposo habían sido repatriados, había mantenido la compostura orgullosa mientras él era enterrado con todos los honores militares.
El único día en que Catherine había visto llorar a su madre había sido cuando el ataúd con los restos mortales había llegado al aeropuerto. Con una dulzura que había impresionado a Catherine, su madre se había acercado al ataúd cubierto con la bandera y lo había acariciado. «Bienvenido a casa, mi amor», había susurrado Marilyn. Después se había derrumbado y de rodillas había llorado y sacado a la luz las emociones que había contenido durante los diez años de espera.
Catherine también había llorado con su madre aquel día. Pero Andrew Warren Fredrickson no había dejado de ser un extraño para ella, tanto en vida como en su muerte.
Cuando había elegido ser abogada de la Marina, Catherine lo había hecho para seguir los pasos tanto de su madre como de su padre. Formar parte del ejército, la había ayudado a entender al hombre que le había dado la vida.
—Me pregunto si alguna vez tuviste que trabajar con alguien como Royce Nyland —dijo suavemente acariciando la foto.
Algunas veces le hablaba a aquel retrato como si realmente esperase una respuesta. Obviamente no la esperaba, pero aquellos monólogos la ayudaban a aliviar el dolor por no haber disfrutado de su padre.
Sambo maulló poniendo de manifiesto que era la hora de la cena. El gato negro esperó impaciente a que Catherine rellenara su cuenco con comida.
—Que aproveche —le dijo una vez que lo había servido.
—Pero, papá, es que yo tengo que tener esa chaqueta —afirmó Kelly mientras llevaba su plato al fregadero. Una vez allí lo lavó y lo dejó en el escurridor, cosa que no solía hacer nunca.
—Ya tienes una chaqueta preciosa —le recordó Royce mientras se ponía en pie para prepararse un café.
—Pero la chaqueta del año pasado está muy vieja, tiene un agujerito en la manga y ya no es verde fosforescente. Voy a ser el hazmerreír de todo el colegio si me vuelvo a poner ese trapo viejo.
—«Ese trapo viejo», como tú dices, está en perfecto estado. Esta conversación se ha terminado, Kelly Lynn.
Royce estaba convencido de no tenía que ceder en aquella ocasión. Había una línea peligrosa con su hija que no iba cruzar porque no quería malcriarla. Siempre le consentía sus caprichos porque era una niña encantadora y generosa. De hecho, era sorprendente que se hubiera convertido en una niña tan considerada. Había sido criada por sucesivas niñeras, ya que desde el nacimiento su madre la había dejado despreocupadamente en otras manos.
Sandy había accedido a tener sólo una hija, y lo había hecho con reticencia después de seis años de matrimonio. Su trabajo en el comercio de la moda había absorbido su vida hasta tal punto que Royce había llegado a dudar de su instinto maternal. Después había fallecido en un terrible accidente de tráfico. Y aunque Royce había sufrido mucho con la pérdida, también había sido consciente de que su relación había muerto años atrás.
Royce era un hombre difícil pero todo el mundo sabía que era justo. Con Kelly lo estaba haciendo lo mejor que sabía, pero a menudo dudaba de si eso sería suficiente. Adoraba a Kelly y quería proporcionarle todo el bienestar que necesitaba.
—Todas las chicas del colegio tienen chaqueta nueva —insistió la niña. Royce hizo como que no la había escuchado—. Ya he ahorrado 6,53 dólares de mi paga y la señorita Gilbert dice que las chaquetas van a estar de oferta en P.C. Penney, así que si ahorro también la paga de la semana que viene, ya tendré un cuarto del precio. Mira lo que me estoy esforzando en aritmética este año.
—Buena chica.
—¿Entonces