Burlar al Diablo. Napoleon Hill

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experiencia se ajustaba muy bien a la categoría ––descrita por el señor Carnegie–– de emergencia que obliga a los hombres a pensar. Por primera vez en mi vida conocí la agonía del temor constante. Mi experiencia de unos años antes, en Columbus, había llenado mi mente de dudas y de una indecisión temporal; pero ésta la había llenado de un miedo que parecía incapaz de eliminar. Durante el tiempo que estuve oculto, raras veces salía de casa por la noche, y cuando lo hacía, mantenía mi mano sobre una pistola automática que cargaba en el bolsillo de mi saco, con el seguro abierto para una acción inmediata. Si algún automóvil extraño se detenía frente a la casa donde me ocultaba, me dirigía al sótano y examinaba cuidadosamente a sus ocupantes a través de las ventanas.

      Después de algunos meses de este tipo de experiencia, mis nervios comenzaron a desmoronarse. Había perdido por completo el valor. La ambición que me había animado durante los largos años de trabajo en la búsqueda de las causas del fracaso y del éxito también me había abandonado.

      Lentamente, paso a paso, sentí que entraba en un estado de apatía del que temía no ser capaz de salir. Esa sensación debe haberse parecido mucho a la que experimenta aquel que de pronto cae en arenas movedizas y se da cuenta de que cada esfuerzo que hace por salir, lo hunde cada vez más profundo. El miedo es un pantano que uno mismo crea.

      Si la semilla de la locura estuviera en mi organismo, seguramente hubiera germinado durante esos seis meses de muerte en vida. Una absurda indecisión, sueños inciertos, duda y temor era lo que ocupaba mi mente noche y día.

      La “emergencia” a la que me enfrenté resultó desastrosa de dos maneras. Primero, la naturaleza misma de ésta me mantuvo en un constante estado de indecisión y miedo. En segundo lugar, el ocultamiento obligado me mantuvo en la ociosidad, con su concomitante pesadez del tiempo, lo cual obviamente me preocupaba.

      Mi capacidad de razonamiento casi se había paralizado. Y me di cuenta de que yo mismo debía esforzarme por salir de este estado mental. ¿Pero cómo? El ingenio que me había ayudado a enfrentar todas las anteriores emergencias parecía haber desaparecido por completo, dejándome indefenso.

      De entre todas mis dificultades, que parecían ser lo suficientemente agobiantes hasta este punto, surgió una más que parecía ser más dolorosa que todas las demás juntas. Fue el darme cuenta que había pasado mis mejores años persiguiendo un arcoíris, buscando aquí y allá las causas del éxito y viéndome a mí ahora más desvalido que cualesquiera de las veinticinco mil personas a las que yo había juzgado como fracasos.

      Este pensamiento era casi enloquecedor. Además era extremadamente humillante porque había estado ofreciendo conferencias por todo el país, en escuelas y universidades y ante organizaciones mercantiles, presumiendo de decirle a otros cómo aplicar los 17 principios del éxito, mientras que aquí estaba, incapaz de aplicarlos yo mismo. Estaba seguro de que jamás podría volver a enfrentarme al mundo con una sensación de confianza.

      Cada vez que me veía en un espejo notaba una expresión de autodesprecio en mi cara, y no pocas veces le dije al hombre en el espejo cosas que no se pueden imprimir. Había comenzado a colocarme yo mismo en la categoría de charlatán que ofrece a otros el remedio contra el fracaso que ellos mismos no han logrado aplicar.

      Los criminales que habían asesinado al señor Mellett, habían sido juzgados y enviados a la cárcel de por vida; por lo tanto, era perfectamente seguro, en lo que a ellos respecta, que yo saliera de mi escondite y reanudara mi trabajo. Sin embargo, no podía salir porque ahora me enfrentaba a circunstancias más atemorizantes que los criminales que me habían obligado a ocultarme.

      Esa experiencia había destruido toda iniciativa que había tenido. Me sentía en las garras de alguna influencia depresiva que parecía una pesadilla. Estaba vivo, podía moverme; pero no podía pensar en un sólo movimiento mediante el cual pudiera seguir con la meta ––a sugerencia del señor Carnegie–– que me había impuesto. Me estaba volviendo apático, no sólo hacia mí mismo, sino aún peor, me estaba volviendo gruñón e irritable con aquellos que me habían ofrecido un techo durante mi emergencia.

      Me enfrenté a la mayor emergencia de mi vida. A menos que hayas pasado por una experiencia similar, no podrías saber cómo me sentía. Ese tipo de experiencias no se pueden describir. Para entenderlas, deben sentirse.

      Nota de Sharon: “Mi capacidad de razonamiento casi se había paralizado”. Hill se sentía paralizado, primero, por el temor a un daño físico y, posteriormente, por la vergüenza de haberse paralizado por ese temor. ¿Alguna vez te ha paralizado el temor o la vergüenza por el temor? El temor ––o la vergüenza por el temor–– evitan que actúes de manera positiva al enfrentarte a tu propia emergencia. El temor puede motivarte o paralizarte.Al reconocer esto y reaccionar de manera distinta a tus temores, podrás cambiar tu vida de manera permanente para bien. Hay muchas personas hoy en día que están teniendo esos mismos sentimientos de enfado, seguidos por la irritabilidad y la debilitante sensación de apatía. Se sienten desanimadas y con una falta de confianza en sí mismas debido a una depresión económica. Se sienten enfadadas y permiten que el enfado las paralice. ¿Acaso te suena familiar tanto para ti como para algún ser querido? Ahora compara cómo Napoleon Hill superó su miedo, apatía y logró encontrar la esperanza, la inspiración y la motivación para recuperar y generar el éxito en su vida.

       El momento más dramático de mi vida

      El vuelco surgió de repente, en el otoño del año 1927, más de un año después del incidente de Canton. Salí de casa una noche y caminé hacia la escuela pública, en la cima de una colina sobre la ciudad.

      Había tomado la decisión de enfrentar la situación antes de que terminara esa noche. Comencé a caminar alrededor del edificio, intentando obligar a mi confusa mente a pensar con claridad. Debo haber dado cientos de vueltas alrededor del edificio antes de que cualquier pensamiento sistemático comenzara a surgir en mi mente. Mientras caminaba, me repetía a mí mismo una y otra vez: “Existe una salida y la encontraré antes de volver a casa”. Debo haber repetido esa frase miles de veces. Además, quise decir exactamente lo que estaba diciendo, estaba completamente disgustado conmigo mismo, pero mantenía una esperanza de salvación.

      Entonces, como un rayo en el cielo, una idea surgió en mi mente con tal fuerza, que el impulso hizo que mi sangre subiera y bajara por mis venas:

      “Éste es tu momento de prueba. Has sido reducido a la pobreza y has sido humillado a fin de obligarte a descubrir tu otro yo.”

      Nota de Sharon: si los tiempos económicos actuales te han asestado un golpe, conduciéndote a la pobreza, avergonzándote y dañando tu confianza, considéralo una prueba, tal y como Napoleon Hill lo hizo a finales de los años veinte y principios de los treinta. Oblígate a descubrir tu otro yo.Trabajando en las debilidades de tu vida y perseverando. Por lo general podrás obtener la lucidez necesaria para triunfar realmente.

      Por primera vez en años, recordé lo que el señor Carnegie había dicho sobre este otro yo. Ahora recuerdo que dijo que lo descubriría al final de mi tarea de investigación sobre las causas del fracaso y del éxito, y que el descubrimiento por lo general surge como resultado de una emergencia, cuando los hombres son obligados a cambiar sus hábitos y a ingeniárselas para salir de la dificultad.

      Seguí caminando alrededor de la escuela, pero ahora caminaba en el aire. Inconscientemente, parecía saber que estaba a punto de ser liberado de la prisión autoimpuesta dentro de la cual yo mismo me había colocado.

      Me di cuenta de que esta grave emergencia me había brindado una oportunidad, no sólo para descubrir a mi otro yo, sino para probar la validez de la ideología del éxito, la cual había estado enseñando a otros como algo factible. Pronto yo sabría

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