El profeta pródigo. Timothy Keller

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El profeta pródigo - Timothy Keller

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      Los marineros, por su parte, se dijeron unos a otros: “¡Vamos, echemos suertes para averiguar quién tiene la culpa de que nos haya venido este desastre!”. Así lo hicieron, y la suerte recayó en Jonás. Entonces le preguntaron: “Dinos ahora, ¿quién tiene la culpa de que nos haya venido este desastre? ¿A qué te dedicas? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país? ¿A qué pueblo perteneces?”. “Soy hebreo y temo al Señor, Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra firme”, les respondió. Al oír esto, los marineros se aterraron aún más y, como sabían que Jonás huía del Señor, pues él mismo se lo había contado, le dijeron: “¡Qué es lo que has hecho!”. Jonás 1:7-10

      ¿Quién eres?

      Los marineros concluyen que la tormenta era el castigo por algún pecado y echan suertes para descubrir quién es el culpable. Cuando la suerte recae sobre Jonás, empiezan a acribillarle con preguntas. En esencia, preguntan tres cosas: su propósito (¿A qué te dedicas?), su lugar (¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país?) y su raza (¿A qué pueblo perteneces?).1

      Son preguntas sobre la identidad. La identidad de una persona tiene múltiples aspectos. “¿A qué pueblo perteneces?” indaga acerca del aspecto social. No solo nos definimos como individuos, sino también por la comunidad (familia, grupo racial, partido político) con el que más nos identificamos. “¿De dónde vienes?” apunta hacia el lugar y espacio físico en el que mejor nos encontramos en casa, dónde sentimos que pertenecemos. “¿A qué te dedicas?” insinúa cuál es nuestro sentido en la vida. Todo el mundo hace muchas cosas: trabajar, descansar, casarse, viajar, crear, pero ¿para qué estamos haciendo todo eso? Todos estos aspectos conforman la identidad, un sentimiento de transcendencia y de seguridad.

      Conocí a Mike hace años. Cuando le pregunté quién era, me dijo que era un irlandés que llevaba viviendo en Estados Unidos veinte años y que se había mudado allí en busca de un buen trabajo. Trabajaba en la construcción y eso había permitido que proveyese y sustentase a su familia, que era “lo que me caracteriza”, dijo Mike. Sin embargo, tenía la esperanza de regresar a Irlanda ya que era allí donde mejor se sentía en casa. También conocí a su hijo, Robert, un abogado recién graduado que trabajaba para una organización sin ánimo de lucro que representaba a personas que vivían en viviendas para familias de bajos ingresos.

      Era posible ver que un cambio de identidad había tenido lugar entre generaciones cuando pregunté acerca de su misión, su lugar y su pueblo. La identidad de cualquier persona tiene varias capas. El trabajo de Robert era la capa central de su identidad. El verdadero sentido de su vida era ser un profesional formado y hacer justicia por los pobres. Cuando hablé con él en aquel entonces, no tenía ningún interés en casarse o en formar una familia, ya que estaba muy absorto en su trabajo. Por otra parte, el trabajo de Mike no era la capa central de su identidad. Era tan solo una fuente de ingresos para su misión principal en la vida, en concreto, proveer y sustentar bien a su familia. Si bien Robert valoraba sus orígenes irlandeses, no tenía ninguna intención de mudarse a Irlanda. Su lugar era Estados Unidos. Las identidades de ambos, padre e hijo, consistían en una misión, lugar y raza, pero el orden que le daban era distinto.

      Las preguntas de los marineros muestran una buena comprensión de cómo conformamos nuestra identidad. Preguntar por el propósito, el lugar y el pueblo de una persona es una manera perspicaz de preguntar: “¿Quién eres?”.

      ¿De quién eres?

      No obstante, los marineros no realizan estas preguntas solo para permitir que Jonás se exprese, como hacemos en la cultura occidental moderna. El objetivo urgente que tienen es entender al Dios al que han enfurecido para decidir qué deberían hacer. En la Antigüedad, todo grupo racial, todo lugar y toda profesión tenía su propio Dios o dioses. Para descubrir a qué deidad había ofendido Jonás, no tenían que preguntar: “¿Cómo se llama tu dios?”. Todo lo que tenían que preguntar era quién era él. En su mente, los factores de la identidad humana estaban inseparablemente unidos a lo que adorabas. Quién eras y a qué adorabas eran dos caras de la misma moneda. Era la capa central de tu identidad.

      Quizás hoy en día nos sintamos tentados a decir algo como “las personas ya no creen en los dioses e incluso no creen en ningún Dios. Por lo tanto, esta perspectiva supersticiosa, de que tu identidad se basa en lo que adoras, es irrelevante en la actualidad”. Decir esto sería cometer un error garrafal.

      Sin duda, los cristianos estarían de acuerdo en que no hay múltiples seres sobrenaturales, personales y conscientes unidos a cada profesión, lugar y raza. En realidad, el dios romano Mercurio, dios del comercio, a quien deberíamos sacrificar animales, no es real. Sin embargo, nadie duda de que el beneficio económico se pueda convertir en un dios, un objetivo primordial incuestionable tanto para un individuo como para toda una sociedad, al que sacrificamos personas, estándares morales, relaciones y comunidades. Y, aunque la diosa de la belleza, Venus, no existe, un número incalculable de hombres y de mujeres están obsesionados con su imagen o están esclavizados con una idea imposible de satisfacción sexual.

      Por lo tanto, los marineros no se han equivocado en su análisis. Todo el mundo adquiere su identidad a partir de algo. Todo el mundo tiene que decirse a sí mismo: “Soy importante debido a esto” y “soy aceptado porque ellos me aceptan”. Pero, entonces, sea lo que sea esto y sean quienes sean ellos se convierten en dioses para nosotros y en las verdades más profundas de quiénes somos. Se convierten en cosas que necesitamos en todo momento y bajo cualquier circunstancia. Hace poco hablé con un hombre que había estado en reuniones en las que una entidad financiera decidió invertir en una tecnología. En privado, los participantes admitieron que tenían objeciones serias sobre el efecto de la tecnología sobre la sociedad. Pensaban que eliminaría un gran número de trabajos por cada trabajo que produciría y quizás sería perjudicial para los jóvenes que iban a ser los principales usuarios. Pero rechazar el acuerdo supondría dejar miles de millones de dólares sobra la mesa. Y nadie podía pensar en hacer eso. Cuando el éxito económico exige una lealtad incondicional que no se puede cuestionar, funciona como un objeto religioso, un dios, incluso una “salvación”.2

      La Biblia explica por qué esto es así. Fuimos creados “a imagen de Dios” (Génesis 1:26-27). No puede existir una imagen sin un original del que la imagen es reflejo. “Ser a imagen de” significa que los seres humanos no fueron creados para valerse por sí mismos. Debemos encontrar nuestro sentido y seguridad en algo de un valor supremo fuera de nosotros. Ser creados a imagen de Dios significa que debemos vivir para el Dios verdadero o que tendremos que convertir algo más en Dios y que nuestras vidas orbiten alrededor de ello.3

      Los marineros sabían que la identidad tiene su base en las cosas que pretendemos que nos salven, las cosas a las que prometemos nuestra máxima lealtad. Preguntar “¿Quién eres?” es preguntar “¿De quién eres?”. Saber quién eres es saber a qué te has entregado, qué te controla y en qué confías de verdad.

      Una identidad espiritualmente superficial

      Jonás finalmente comienza a hablar. En el barco se ha mantenido lo más apartado posible de los paganos impuros. Cuando el capitán le insta a orar a su Dios, Jonás responde manteniéndose en silencio. Solo cuando la suerte recae sobre él y todo el barco le confronta, por fin recibimos la respuesta del profeta reticente.

      Aunque la pregunta sobre la raza es la última en la lista, es la que Jonás responde en primer lugar. “Soy hebreo”, dice, antes que nada. En un texto en el que las palabras no sobran, el hecho de que cambie el orden y sitúe la raza en primer lugar como la parte más importante de su identidad es significativo. Según hemos visto, la

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