El derecho fundamental a la salud : retos de la ley estatutaria. Группа авторов
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Además, ha sido ampliamente aceptado que las normas encaminadas al respeto de los derechos humanos tienen una jerarquía reforzada, por lo que prevalecen en el orden público internacional y sobre la otra categoría de normas imperativas (comerciales, culturales, diplomáticas, económicas, etc.…), es decir, las que ostentan prevalencia, pero no pueden contrariar aquellas disposiciones primarias que integran la Constitución del Derecho Internacional (Echeverri, 2011).
A pesar de que la salud como derecho es fundamental, es cierto que tiene carácter progresivo porque también es un derecho social; por su categoría de IUS COGENS, al estar ligado con la vida y la dignidad, es obligatorio su respeto y cumplimiento por parte de los Estados, su prestación es paulatina y nunca puede ser retrotraída por cuestiones económicas o políticas.
Positivización de los derechos humanos según Robert Alexy
En muchos casos se ha visto que los derechos humanos como la salud, al tener carácter prestacional, son mandatos etéreos por parte de la comunidad internacional, lo que hace que cortes internacionales se vean en la obligación de aclarar que son obligaciones concretas que los Estados deben cumplir, y esto se explica porque se ven como principios en una visión positivista y tradicional: si bien son normas que ordenan que se realice algo en la mayor medida posible, su cumplimiento se da según las posibilidades fácticas y jurídicas (Alexy, 2003), es decir como mandatos de optimización. Sin embargo, en muchos casos se excusan argumentando que si bien los derechos como la salud están consagrados en su derecho interno, tienen una categoría distinta.
No obstante, los derechos humanos adquieren carácter positivo por diversas vías: una de ellas, la más simplista, es que coincidan con los derechos catalogados como tales por la constitución de cada Estado; la otra vía va de la mano con la obra de Carl Schmitt, según la cual los derechos fundamentales son los derechos liberales del individuo, donde el Estado es el único destinatario de ellos “y el objeto solo puede consistir en abstenerse de intervenir en la esfera de libertad del individuo” (Alexy, 2003, p. 24), pero esta definición excluye los derechos que requieren acciones positivas del Estado, es decir, derechos de protección y derechos sociales como la salud. Sin embargo, su aporte principal es que explica que la positivización de los derechos humanos se hace por medio de los derechos fundamentales.
Por su lado, la tercera vía legitima los derechos fundamentales por medio de la garantía de las libertades políticas: estos aseguran, por una parte, las condiciones de funcionamiento del proceso democrático; pero, por otra parte, también limitan el proceso democrático, al proclamarse como derechos vinculantes también para el legislador democráticamente legitimado. Lo anterior quiere decir que la protección o no de estos derechos no puede someterse a las mayorías políticas simples (Alexy, 2003).
La importancia de dichos derechos va encaminada a que las decisiones sobre estos representan al mismo tiempo decisiones sobre la estructura fundamental de la sociedad y otorgan al ciudadano un derecho contra el Estado para obtener de él protección contra intervenciones o ataques de otros ciudadanos, o incluso del mismo Estado. Hay que tener en cuenta que no existen derechos absolutos, ni siquiera hablando de derechos fundamentales, por lo cual surge la necesidad de poner límites mediante una ponderación entre el principio de derecho fundamental afectado en cada caso y el principio contrario, que justifica imponer una restricción con ayuda de principios como el de proporcionalidad, aunque esto no le quita su carácter de fundamental.
A partir de lo anterior, como ha quedado claro que el derecho a la salud es humano y gracias a la categoría de derecho fundamental se positiviza en el derecho interno, a continuación se analizará el caso colombiano, específicamente frente al desarrollo de este derecho en el marco del posacuerdo, lo cual implica unas obligaciones adicionales en la prestación de este derecho.
Parte II.
La salud y el posconflicto
Contexto del conflicto armado en Colombia en función de la salud
El conflicto armado, según cifras oficiales, entre 1958 y 2018 ha ocasionado la muerte de 262.197 personas, datos aproximados que no alcanzan a dimensionar el anonimato, la invisibilidad y la imposibilidad de reconocer a todas las víctimas de esta guerra que se ha degradado profundamente, debido al uso de todas las modalidades de violencia contra la población civil.
Según el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), ocho de cada diez víctimas mortales han sido civiles (81,5 %) y el porcentaje restante han sido militares o combatientes. El mismo CNMH estima que uno de cada tres homicidios ocurridos en ese periodo estuvo asociado al conflicto armado. Adicional al drama de los muertos, se estiman 80.514 desaparecidos forzados entre 1970 y 2018. Esto significa que, en promedio, tres personas fueron desaparecidas forzosamente cada día en los últimos 45 años, lo que equivale a una persona desaparecida cada ocho horas; 7.305.936 personas desplazadas; 15.687 víctimas de violencia sexual, y 11.418 personas afectadas por minas antipersona desde 1990 hasta el 31 de mayo de 2016, de los cuales el 61 % fueron militares y el 39 % civiles (Ministerio de Salud y Protección Social, 2017).
En el caso del desplazamiento forzado, el conflicto armado llevó a miles de familias a huir de sus lugares de origen dejando todo atrás y llegar a las ciudades, donde se encuentran en una condición de alta vulnerabilidad; el acceso a los servicios públicos esenciales es casi nulo, y en el caso de la salud, al trasladarse intempestivamente, no se encuentran en el SGSSS, sin contar con el impacto psicosocial que implica tener que establecerse en un lugar desconocido con personas extrañas (Gómez, 2010).
Además, se encuentra una de las consecuencias más impactantes del conflicto: la violencia de género —en especial la violencia sexual1—, ya que las cifras oficiales no representan la cantidad de víctimas reales que hay frente a estos actos, aun cuando es un tema que produce secuelas psicológicas muy fuertes en las víctimas. De los casos registrados, el 84,8 % de las víctimas son mujeres (Unidad para la Atención y Reparación Integral de las Víctimas, 2018); dentro de este grupo, las mujeres entre 29 y 60 años son las más afectadas: 66,9 %, seguidas por mujeres entre 18 y 28 años (20,1 %). Por tanto, la violencia sexual se traduce en violencia de género hacia la mujer, lo que implica que los victimarios pretenden fragmentar procesos sociales y controlar a grupos y comunidades por medio del terror y la intimidación.
Aunado a lo anterior, se encuentran las políticas de erradicación de las plantaciones de coca con el fin de acabar con el narcotráfico, que se hace mediante el uso de herbicidas con glifosato cuyos efectos nocivos incluyen la “capacidad de causar daño mitocondrial, necrosis y muerte celular en células embrionarias y placentarias; y de causar alteraciones endocrinas, incluyendo la interrupción en la producción de progesterona y estrógenos, y el retraso en la pubertad masculina” (Greenpeace, 2011, p. 10).
En ese contexto, el reconocimiento de los hechos victimizantes infligidos a la población civil colombiana en el marco del conflicto interno armado ha sido gradual y le ha tomado al Estado colombiano cerca de veinte años. Iniciado con la promulgación de la Ley 387 de 1997 de atención al desplazamiento forzado, seguido con la declaración del Estado de Cosas Inconstitucional consignada en la sentencia T-025 de 2004 y sus autos de seguimiento; continuado con la creación del programa de reparación individual por vía administrativa cuyo marco normativo era la Ley 975 de 2005, para luego ser promulgada la Ley 1448 de 2011, denominada la Ley de Víctimas y, por último, la inclusión del capítulo sobre las víctimas del conflicto en el Acuerdo Final de La Habana firmado entre las partes el 24 de noviembre de 2016.
Estos avances parciales y graduales en la atención, asistencia y estabilización