Turbulencias y otras complejidades, tomo I. Carlos Eduardo Maldonado Castañeda

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Turbulencias y otras complejidades, tomo I - Carlos Eduardo Maldonado Castañeda

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de alta probabilidad. Por el contrario, el motor de la vida y la realidad es la aleatoriedad, no el determinismo, que es cuando existen fenómenos, sistemas y comportamientos de muy baja probabilidad, pero que tiene o llegan a tener lugar.

      La ciencia en general se alimenta de sorpresas, y el asombro fue ya reconocido por los griegos antiguos como la madre del conocimiento. Cuando somos capaces de asombrarnos, cuando emerge la exigencia de procesamiento de información nueva. Y en consecuencia, la exigencia de un mejor procesamiento de la información.

      Un científico importante sugirió la siguiente fórmula: “It comes from bit comes from qubit”, que significa que las cosas son, en realidad, unidades de información (no entes físicos por sí mismos), y que, a su vez, las unidades de información se fundan en información cuántica (qubit).

      La información cuántica no es información de “o una cosa o la otra”, sino “las dos cosas a la vez, así sean diferentes”. Pues bien, a la fecha, el mejor modo de explicar el procesamiento de información es mediante la computación cuántica. Que es, según todo parece indicarlo, la forma como el universo y los sistemas vivos procesan información: desde las células hasta los órganos, desde las interacciones de unos organismos con otros hasta las dinámicas de biomas, nichos ecológicos y ecosistemas. Que son los lugares y formas como la información aumenta, crece, evoluciona.

      Y entonces nos enfrentamos al más fabuloso de todos los dilemas: cómo procesar información creciente. En esto consiste exactamente la complejidad del mundo, la naturaleza, la sociedad y la realidad.

      Los griegos antiguos crearon la comedia y la tragedia. El drama fue un invento posterior. Pues bien, la tragedia en ciencia –como en filosofía– es que solo existe medalla de oro. En ciencia no existe medalla de plata, medalla de bronce, diploma de participación o premio de consolación.

      La medalla de oro consiste en que solo se puede pensar aquello que no ha sido pensado, no se puede descubrir aquello que ya ha sido descubierto y no se puede inventar lo que ya está inventado. Esto significa, literalmente, que en la carrera de la ciencia, solo gana quien llegue primero. Y como en todas las carreras de largo aliento, ello implica mucha preparación propia, pero también mucha estrategia y conocimiento de los contendores, tanto como considerar imponderables de última hora (el azar).

      La historia de la ciencia, de una ciencia y disciplina a otra, está plagada de ejemplos de atletas (del pensamiento y la investigación) que llegaron segundos o terceros y nunca lograron ganar una medalla de oro, que bien hubieran podido merecer. El factor tiempo juega un papel crucial en la investigación y en la publicación de los resultados.

      En ciencia, el proceso investigativo permite y exige al mismo tiempo adelantar avances de investigación. Pero dichos avances deben ser de tal índole que la “gran sorpresa” (si existe; cuando existe) no deba ser anticipada con obviedad antes justamente del anuncio de la misma. Esta es una situación difícil, que en la práctica se dice fácil, pero resulta más complicada de llevarla a cabo.

      El gran producto de la investigación –latu sensu– debe poder ser adecuadamente ponderado, de suerte que la publicación del mismo, en forma de artículo o de libro, por ejemplo, tenga lugar en el mejor de los momentos y de los canales posibles. Muchas veces es posible anticipar, si no esta línea de acción, sí, por lo menos, el umbral mínimo posible para que ello tenga lugar.

      Es aquí exactamente cuando tiene lugar la especificidad de la ciencia, a saber: tiene canales específicos, propios, y hay que saber elegirlos. Es lo que los estadounidenses llaman, apropiadamente, “The right man in the right place”, una expresión que simple y llanamente denota la buena combinación de fortuna y oportunidad con estrategia y disciplina de trabajo.

      Existen muchas forma en que se expresa la medalla de oro en ciencia –o en filosofía–, pero la más determinante es la adscripción de un idea original, un descubrimiento anodino o una invención inaudita a alguien. Los premios, si los hay o si los llega a haber, son simplemente el producto derivado del reconocimiento de que “X descubrió que Y”, por así decirlo. O que “la idea A fue originalmente formulada por B”.

      Si el gran premio para un artista es un aplauso cerrado y acaso sostenido en el tiempo –y si se puede con ovación y todo–, para los pensadores y científicos el equivalente es el reconocimiento explícito de haber formulado con originalidad una idea, un invento o un descubrimiento.

      Desde luego que siempre habrá antecedentes, una historia o prehistoria del logro alcanzado. Ese no es el punto. Cuando alguien es grande, existe explícitamente el reconocimiento de deuda a otros. Como Newton: sobre hombros de gigantes. Aunque claro, siempre puede haber excepciones a esta regla de nobleza e integridad intelectual (como es el caso propio de Heidegger, o de Habermas, entre otros).

      Es suficientemente sabido que el mundo de la ciencia en general es un mundo de grandes egos. Pero una explicación parcial es justamente la medalla de oro que está en disputa. La verdad es que son siempre, por definición, para cada quien, muchos los competidores. Y cada uno mejor que el otro. Con todo y que siempre puede existir o aparecer un “novato” que salga con una idea, invención o descubrimiento que pueda ser sorprendente. Y que es generalmente lo que sucede.

      La ciencia no avanza tanto por quienes ya son insiders, sino, muchas veces, por outliers y newcomers, que llegan con bríos, enfoques, aproximaciones y logros que pueden, al traste, lo que otros más avanzados en edad y en trabajo ya habían logrado. También la historia de la ciencia es abundante en ejemplos y casos al respecto.

      La peor de las tragedias para un científico o filósofo consiste en el hecho de que un logro propio no se le reconozca como tal. No es ni siquiera que alguien le robe una idea, pues esta clase de fechorías siempre terminan por ser descubiertas. Robos existen todos los días, y malas apropiaciones de ideas. Esto es, casi, pan de cada día. Pero un gran logro es la gran apuesta, por así decirlo, de quien ha dedicado muy largas noches y días a elaborarla y, al cabo, escribirla y publicarla.

      Porque, desde luego, la ciencia –como la filosofía– solo se hace, desde hace mucho tiempo, escribiendo y publicando. Solo que hay que saber hacerlo, y este es un arte que se aprende con el tiempo; o con un muy buen golpe de suerte. Que también existe. (En la época laica, la diosa Fortuna ha terminado siendo subvalorada. Casi todas las culturas y civilizaciones clásicas cuentan entre sus dioses al equivalente de la diosa Fortuna. “Suerte”, dirían las gentes hoy en día)

      La ciencia –al igual que la filosofía– es un asunto de mucha disciplina y pathos personal. No una cosa más que la otra. Se trata de ese pathos y disciplina que se convierten en un estilo de vida, no simplemente en un trabajo o una labor.

      Hacer ciencia –o filosofía– es una cosa sumamente difícil, porque solo existe medalla de oro. En todas las otras prácticas, oficios, actividades no necesariamente se tiene que ser el mejor. Existen legiones de profesores, y los hay muy buenos, excelentes incluso. Y hay también legiones de científicos, inventores, descubridores, pensadores. Aquellos llevan a cabo una labor fundamental, a saber: contribuir a la apropiación social, a la divulgación del conocimiento. Jamás podremos pagar suficientemente la deuda con ellos. Pero es que hay, además, la legión de quienes se dan a la tarea de crear –ideas, conceptos, modelos, teorías, ciencias–. Para estos solo hay medalla de oro. Aunque no todos puedan ganársela, e incluso no en franca lid, como juego limpio (fair play).

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