Turbulencias y otras complejidades, tomo I. Carlos Eduardo Maldonado Castañeda

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Turbulencias y otras complejidades, tomo I - Carlos Eduardo Maldonado Castañeda

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en fin, de ciclos y periodicidades. Y por ello mismo no logran ver la complejidad del mundo y de la vida; esto es, el papel del azar y la aleatoriedad. En el “mejor” de los casos, la aleatoriedad es sometida a la teoría de probabilidades. Una teoría del control y del ser.

      La geometría de fractales nace en ningún campo; o lo que es equivalente, en el cruce entre diversos terrenos. No nace más en la economía que en las finanzas, más en la matemática que en la termodinámica, o más en la geometría que la física estadística. Cuando la ciencia revolucionaria nace, no hay un solo nicho donde haya sido engendrada. Esto es algo que Th. Kuhn no alcanzó a ver. Por el contrario, dada la riqueza y las dinámicas del conocimiento hoy en día, la ciencia revolucionaria engendra su propio nicho de nacimiento, que no es uno específico, sino uno donde se cruzan tradiciones, métodos, lenguajes. Este fue el nacimiento de los fractales, esto es, de la teoría de las irregularidades.

      Un rasgo biográfico, pero al mismo tiempo sociológico e histórico permea el nacimiento de la ciencia revolucionaria. Se trata del alto inconformismo por parte del investigador o pensador, y de la capacidad para identificar la ciencia normal y alejarse rápidamente de ella. Dos condiciones que se dicen fácilmente, pero que es muy difícil de llevar a cabo. Al fin y al cabo, el precio del inconformismo es la soledad y el aislamiento. Algo de lo cual un investigador verdadero se precia más que se duele. También en la ciencia y en la academia prima, como decía Nietzsche, el espíritu gregario.

      Pero, ¿cómo identificar claramente las fronteras del conocimiento?; esto es ¿cómo ver el lugar en donde termina la ciencia normal y comienza… el vacío? Existen muy buenos indicios. Por ejemplo, la ciencia normal es aquello de lo que las mayorías hablan, o de lo que se ocupan “muchos”. La ciencia normal es aquella que está siempre a la mano y que convoca fácilmente. La ciencia revolucionaria, por el contrario, solo tiene indicios, vestigios, señales; pero nunca textos claros, establecidos.

      Esto fue lo que experimentó B. Mandelbrot y lo que es evidente ante una mirada sensible y reflexiva en el panorama intelectual y cultural en general. Tenemos con nosotros una teoría de irregularidades. Pero el triunfo de la misma no fue nunca algo evidente, aunque sí sólido y robusto. La biografía se mezcla con el momento social y con la situación histórica. De esa compleja amalgama nacen ideas nuevas, enfoques creativos, lenguajes novedosos.

      La teoría de las irregularidades es algo que incluso en la comunidad de los estudiosos de la complejidad no termina por asimilarse plenamente. Hay otros lugares más comunes, como la ciencia de redes complejas, por ejemplo. La plena consolidación de la teoría de las irregularidades tiene lugar a partir de 1995. Una historia que no está muy lejos de nosotros y apenas da sus primeros pasos. Pero agigantados.

      Microhistoria.

      Ya la ecología y la biología del paisaje lo supieron mucho antes: los sistemas vivos no existen y no dependen inmediatamente sino de los microclimas. Desde luego que el clima a gran escala, digamos a escala continental o planetaria, es un fenómeno ineludible. Pero, prima facie, los sistemas vivos existen, se adaptan y (co)evolucionan en función del microclima.

      Pues bien, la existencia de los seres humanos no simplemente es el objeto de la historia; digamos de los macroprocesos económicos, políticos y militares. Si la Escuela de los Anales, en historiografía, descubrió la vida cotidiana, análogamente, la vida de los seres humanos se desenvuelve en términos de microhistoria. Esta vida cotidiana, y en esas escalas individuales y grupales, ha sido el objeto de la literatura. Por ejemplo, de ese género apasionante que es la historia novelada, una auténtica contribución a la comprensión tanto de las biografías como de la historia y los avatares de la existencia. Las cosas se desenvolvieron de tal o cual manera, pero bien habría podido suceder que, por circunstancias puntuales –¡siempre el azar!–, todo hubiera podido ser diferente; por ejemplo.

      La microhistoria es acaso la más importante contribución para evitar el reduccionismo y el determinismo histórico. Es decir, creer que las cosas solo sucedieron en el modo como tuvieron lugar.

      Hegel, alguien que no podría haber tenido jamás la más mínima conciencia de microhistoria, lo decía, sin embargo, en otro contexto, de forma afortunada. Se trata de ver lo universal de lo singular. “Formular las grandes preguntas con respecto a los lugares pequeños”, como se dice en este campo historiográfico.

      La sociedad y la economía, la historia y la política, por ejemplo, se desempeñan –y se gatillan– en escalas pequeñas. Esas que siempre han sido reconocidas por la ficción. En la base de la historia, siempre, siempre están “las gentes pequeñas” –esos seres anónimos, los marginados, los sin voz, los excluidos, los que nunca han sido protagonistas y ni siquiera antagonistas, los enfermos, los pobres, los necesitados. Que son los que hacen la inmensa base de la vida humana en la tierra–. La diferencia, en el universo, siempre la marca, ulteriormente, el individuo. Las grandes unidades clásicas de la historia –incluidos el Hombre de Acción, el Filósofo, el Sacerdote, o el Científico– son simples abstracciones y desvían siempre la atención de una mirada más fina, más granulada.

      Nacida en la década de los años 1970, en Italia, la microhistoria tiene dos avenidas principales, así: la microhistoria social y la microhistoria cultural. No es necesario, sin embargo, que ambas estén disyuntas.

      Pues bien, es justamente esta mirada más granulada, con una pixelación más fina, la que permite enfocar la atención sobre planos, personajes, actuaciones que normalmente pasarían desapercibidos.

      Existen historias locales, son posibles enfoques microscópicos que no por ello son necesariamente minimalistas, la vida humana está siempre atravesada por contingencias. Pues bien, estos son los temas de interés de la microhistoria. La fragilidad de los acontecimientos, la invisibilidad de los grandes cambios, la luz enceguecedora del anonimato. (Todo ello, hoy, en una época marcada, como sostenía con acierto A. Warhol, en la que cada quien aspira a sus quince minutos de fama, y en los que nadie termina finalmente por marcar las diferencias. Como siempre, las artes se anticipan muchas veces a las ciencias).

      Es indudable que hay personajes, instituciones, decisiones macro que marcan en un momento determinado la historia. Pero es igualmente verdadero que la historia no es en absoluto posible sin esa otra polaridad que es la forma en que hechos intrascendentes se tornan en catalizadores de nuevas dinámicas y estructuras.

      No existe un solo agente, o un solo polo en la historia. Esta es el tejido complejo de texturas, granulaciones, entrelazamientos diversos, todos los cuales van tejiendo, de forma sorpresiva siempre, las épocas, las sociedades, las vidas humanas. La historia es, en suma, ese cruce entre los siglos y los días, entre las décadas y los minutos, entre las grandes instituciones y las callejuelas, los cafés, las bibliotecas o las reuniones episódicas en donde se germinan cosas.

      No sin ironía sostenía con acierto E. Ionescu, el padre de la literatura del absurdo, que la única enseñanza de la historia es que nunca aprendemos de la historia. Lo cual no está para nada distante del reconocimiento de Marx en el 18 Brumario: los seres humanos hacen la historia, pero no siempre la hacen como quisieran. La historia es la expresión más inmediata de la presencia del azar, del tejido delicado de la contingencia. Sí, ese destino que tejen las Parcas –Cloto, Láquesis y Átropos–, del cual ni siquiera los dioses escapan, y es lo que los seres humanos merecen en consonancia con sus propias acciones. Cada quien merece lo que hace, o deja de hacer.

      (Cloto, aquella que hilaba la vida en la rueca y el huso; Láquesis, que medía con una vara la longitud del hilo de la vida; y Átropos, que era quien cortaba el hilo mismo de la vida. Solo que las tres nunca dejaron de existir y aún hacen lo suyo, de consuno, en algún lugar más

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