Yo, el pueblo. Nadia Urbinati
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En lo que respecta a la autoridad de la opinión, en Democracy Disfigured planteé que es incorrecto valorar el populismo como si en esencia éste fuera idéntico a los movimientos populares o de protesta.55 Como unidad individual, los movimientos populares pueden incluir retórica populista, mas no un proyecto de poder populista. Entre los ejemplos recientes de dicha retórica están los movimientos de divergencia y protesta, horizontales y populares, que recurrieron al tropo dualista de “nosotros, el pueblo” en oposición a “ustedes, el sistema”: como los girotondi en Italia en 2002, Occupy Wall Street en Estados Unidos y los Indignados en España, ambos en 2011. Sin una narrativa estructuradora, sin la aspiración de ganar algunos escaños en el congreso o sin un liderazgo que asegure que su gente es la “verdadera” expresión del pueblo en general, los movimientos populares son lo que siempre han sido: sacrosantos movimientos de protesta contra alguna tendencia social que los ciudadanos organizados consideran que han traicionado los principios básicos de equidad —los cuales, a su parecer, la sociedad ha prometido respetar y cumplir—. Esto dista mucho de los enfoques populistas que buscan conquistar las instituciones representativas y ganar la mayoría en el gobierno para estructurar la sociedad a partir de sus ideas sobre qué es el pueblo. Ejemplos de esta clase de enfoque se ven en las mayorías que han surgido en Hungría (2012), Polonia (2014), Estados Unidos (2016), Austria (2017) e Italia (2018). Éstos, y casos anteriores en América Latina, demuestran que, incluso si un gobierno populista no modifica la Constitución, puede cambiar el tenor del discurso público y la política al implementar propaganda diaria que fomente la enemistad en la esfera pública, que se burle de toda oposición y de los principios fundamentales, como la independencia judicial. Un gobierno populista depende de un público tendencioso, pero también lo refuerza y lo intensifica, que exige que sus opiniones se traduzcan directamente en decisiones. Este público no tolera la discrepancia y desdeña el pluralismo, además de que reclama una legitimidad total en nombre de la transparencia, una “virtud” que se supone que elimina la “hipocresía” de la política más pragmática. Por lo tanto, la jugada del líder populista para ofender a sus adversarios y a las minorías en sus discursos políticos se interpreta como señal de sinceridad, a diferencia de la duplicidad de lo políticamente correcto. Éste también fue el estilo del fascismo, que tradujo esa franqueza en leyes punitivas y represivas. Tal es la diferencia entre el populismo en el poder y el fascismo en el poder, aunque el populismo respalde ideas y difunda puntos de vista igual de insufribles que los del fascismo. No obstante, para entender el carácter de una democracia populista no basta centrarnos en lo que dice el líder y lo que el público repite. También debemos analizar los métodos mediante los cuales el populismo en el poder transforma las instituciones y los procedimientos democráticos existentes.
CONTEXTOS, COMPARACIONES Y LA SOMBRA DEL FASCISMO
El populismo es un fenómeno global.56 Sin embargo, es casi una obviedad afirmar que cualquier “definición” de populismo será precaria. El fenómeno se resiste a las generalizaciones. Como resultado, los politólogos académicos que quieran estudiarlo deben ser comparativistas, puesto que el lenguaje y el contenido del populismo están impregnados con la cultura política de la sociedad en la que haya surgido tal o cual instancia específica. En algunos países, la representación populista adquiere rasgos religiosos y en otras, más seculares y nacionalistas. En algunos casos, emplea el lenguaje del patriotismo republicano y en algunos más adopta el vocabulario del nacionalismo, el indigenismo, el nativismo y el mito de los “primeros pobladores”. En otros, subraya la escisión entre el centro y la periferia, y en algunos más, la división entre la ciudad y el campo. En el pasado, algunas experiencias populistas se originaron en las tradiciones agrarias colectivas y en sus intentos por resistirse a la modernización, occidentalización e industrialización. Otras personalizaron una cultura popular devota de la figura del “hombre hecho a sí mismo”, que valoraba el emprendimiento a pequeña escala. Otros más reclamaban la intervención del Estado para controlar la modernización o para proteger el bienestar de la clase media. La variedad de populismos pasados y presentes es extraordinaria y lo que funciona en Latinoamérica no tiene por qué hacerlo en Europa o Estados Unidos. Del mismo modo, lo que es válido en Europa septentrional u occidental, puede no serlo en las zonas del sur y el este del viejo continente. Los comentarios de Isaiah Berlin sobre el romanticismo bien podrían aplicarse al populismo: “cada que alguien se embarca en una generalización” del fenómeno (incluso si es “inocua”), “siempre existirá alguien que produzca evidencia que la contrarreste”.57 Esto debería bastar para eludir toda hybris definitoria.
Sin embargo, la importancia del populismo no proviene de nuestra (in)capacidad de producir una definición clara y precisa. Su importancia se debe a que es un “movimiento” que, si bien elude toda generalización, es muy tangible y capaz de transformar la vida y las ideas de la gente y la sociedad que lo adoptan. Como demostraron los académicos en una conferencia de 1967 en la London School of Economics con su pionero análisis interdisciplinario sobre el populismo global, el populismo es un componente del mundo político que habitamos y señala una transformación del sistema político democrático.58 Tal vez los otros comentarios de Berlin sobre el romanticismo no se apliquen: que es “una transformación enorme y radical, después de la cual nada fue lo mismo”.59 Sin embargo, sí podemos afirmar con cierta seguridad que el populismo es parte del “enorme” fenómeno global llamado democratización. También, que las dos entidades que han alimentado su base ideológica, ethnos y demos —la nación y el pueblo—, han engrosado la soberanía política en la era de la democratización desde el inicio del siglo XVIII. El populismo “siempre es una posible respuesta a la crisis de la política democrática moderna” porque se fundamenta en “argumentos sobre” la interpretación de la soberanía popular.60 Lo que el populismo le hace a una sociedad democrática y las huellas que deja en la sociedad cambian tanto el estilo como el contenido del discurso público, incluso cuando el populismo no cambia la Constitución. Este potencial transformador es el horizonte de mi teoría política del populismo.
Debido a que no se puede interpretar el populismo como un concepto preciso, los académicos se muestran escépticos, y con razón, sobre si deba tratarse como un fenómeno catalogable o no, y no como una creación ideológica o sencillamente como “otra mayoría”. En muchos países, el populismo encaja bien con las actitudes críticas de los ciudadanos frente a las elecciones —que se originan en la creencia de que las elecciones no hacen más que reproducir el gobierno del “sistema”— y, por ello, los académicos se refieren al populismo como una “crisis de la democracia”.61 No recurro al lenguaje de la crisis y tampoco coqueteo con visiones apocalípticas. Elegir a un líder xenófobo no es “antidemocrático”, como tampoco lo es el surgimiento de partidos antisistema.62 No se puede decir que la democracia está en crisis debido a que tenemos una mayoría que no nos guste o sea despreciable.
Entonces, ¿por qué estudiar el populismo? Mi respuesta es ésta: el simple hecho de que el término populismo figure con tal persistencia, tanto en la política cotidiana como en las publicaciones académicas, es motivo suficiente para justificar nuestra atención analítica. Estudiamos el populismo porque está transformando nuestras democracias.
Para estudiar el populismo, es preciso prestarle atención al contexto sin que éste nos absorba. Cuando se empezó a estudiar, los académicos lo identificaron como una reacción contra los procesos de modernización (en las sociedades predemocráticas y poscoloniales), así como con la difícil transformación de los gobiernos representativos (en las sociedades democráticas).63 El término surgió en la segunda mitad del siglo XIX, primero en Rusia (narodničestvo) y después en Estados Unidos (el People’s Party [Partido del Pueblo]). En el primer caso, calificaba una visión intelectual, en el segundo era lo opuesto: calificaba un movimiento político que idealizaba una sociedad agraria de aldeas comunitarias y productores individuales, por lo que se colocaba en contra de la industrialización y el capitalismo corporativo. También tenían