Yo, el pueblo. Nadia Urbinati

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Yo, el pueblo - Nadia Urbinati

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ante el demoliberalismo.78 El populismo de Perón era similar al fascismo, mas nunca idéntico, porque no eliminó las elecciones ni les negó su papel legítimo. De hecho, la legitimidad electoral fue una dimensión definitoria de la soberanía populista de Perón, a pesar de que las elecciones se asemejaban a un plebiscito de los miembros de su partido, no a un cálculo de preferencias individuales producto de la competencia abierta entre una pluralidad de partidos.79 En suma, el fascismo destruye la democracia después de haber aprovechado sus recursos para fortalecerse. El populismo desfigura la democracia al transformarla sin destruirla.80

      Como implica la metáfora del parecido de familia, el fascismo y el populismo comparten rasgos importantes, bien reconocibles. “El fascismo se ha presentado como el antipartido, ha abierto la puerta a todos los candidatos, con su promesa de impunidad ha permitido a una multitud informe cubrir con un barniz de idealismos políticos vagos y nebulosos el desbordamiento salvaje [selvaggio] de las pasiones, de los odios, de los deseos.”81 Si omitimos la alusión a la violencia (selvaggio), se puede emplear esta descripción del fascismo italiano que esbozó Antonio Gramsci en 1921 para describir el fenómeno populista de la actualidad. El populismo contemporáneo también tiene un enfoque “negativista” que precisaré en el capítulo 1. El populismo antagoniza con el sistema no sólo para oponerse a sus líderes, sino también para dar a las pasiones organizadas la oportunidad de gobernar y velar por sus intereses. En el capítulo 2 exploro cómo ocurre esto. Los gobiernos populistas pueden —y lo hacen a menudo— trazar políticas cuya retórica es violenta, que atacan a sus adversarios y que excluyen a extranjeros y migrantes. Los populistas en el poder pueden —y con frecuencia lo hacen— intimidar y rechazar a quienes no son ciudadanos: vemos que sucede esto en casi todos los países en los que gobiernan. Sin embargo, en cuanto el gobierno empieza a ejercer violencia (inconstitucional) contra sus propios ciudadanos, en el momento en que comienza a reprimir la discrepancia política, a impedir la libertad de asociación y expresión, su llamado gobierno populista se ha convertido en un régimen fascista.

      Incluso a pesar de reconocer esta importante distinción, el descenso al fascismo siempre se vislumbra en el horizonte. En el siglo pasado, la historia de la democracia se ha caracterizado por intentos constantes de separarse del fascismo y materializarse como alternativa del fascismo.82 Este divorcio se concretó de manera permanente cuando los gobiernos democráticos adoptaron la idea de que, en los hechos, a la democracia no le corresponde ninguna representación holística del pueblo y de que ningún partido individual puede representar las distintas exigencias de los ciudadanos. En este sentido, la división de “el pueblo” en grupos parciales fue la escisión más poderosa de la democracia respecto del fascismo. Con esta división se infería que “el pueblo” es tanto un criterio de legitimación como la seña de una generalidad incluyente que no coincide con ningún grupo social en particular ni con una mayoría electa. Sin duda, la democracia posfascista valora la libre acción política, la competencia plural entre partidos y la alternancia en el gobierno. Renuncia a la mezcla del poder con la posesión (por ejemplo, de las masas o de la mayoría) y mantiene sus procedimientos al margen de los actores políticos que los emplean. Por otra parte, cuando en el fascismo el líder apela a la gente, ésta no puede refutarlo ni confrontarlo con apelaciones en sentido contrario. Esto es una realidad incluso si el gobierno apoya su legitimidad en algún tipo de consentimiento orquestado. (Ni siquiera la dictadura más violenta puede sobrevivir si su poder depende de forma exclusiva de la represión.) El verdadero legado del divorcio entre la democracia y el fascismo es la dialéctica entre la mayoría y la oposición, no en la celebración de la unidad colectiva de las masas.

      A la inversa, el fascismo evidencia el problema más complicado de la democracia: no el problema de cómo decidir en un colectivo sino qué hacer con la disidencia y con los disidentes. Como explico en los capítulos 1 y 2, el proceso democrático no excluye la posibilidad de un espacio para el liderazgo, pero el liderazgo que gesta está fragmentado. Por ello, las elecciones son ese espacio en el que se produce una diferencia radical entre la democracia y el populismo. La unión del pueblo bajo el mando de un líder es una verdadera violación del espíritu democrático, incluso si el método que se emplee para llegar a dicha unión (las elecciones) es democrático. Por último, esto sugiere que la representación por sí sola no es una condición suficiente para que se suscite la democracia. (Como la historia lo demuestra de forma rotunda, los líderes autocráticos pueden recurrir a ella.) Como describo en el capítulo 3, para comprender la transformación populista de la democracia debemos contemplar cómo se practica la representación.

      También es preciso analizar la misma ambigüedad con respecto al principio de la mayoría, cosa que hago en el capítulo 3. Es bien sabido que el Gran Consejo Fascista, o sea el gobierno fascista, era un órgano colegiado que adoptó la mayoría absoluta para tomar decisiones.83 Pero el principio democrático de la mayoría no se limita a regular la toma de decisiones en un colectivo compuesto por más de tres personas. Lo más importante es que está diseñado para garantizar que la toma de decisiones se haga de manera abierta, que los disidentes siempre formen parte del proceso, que no se les silencie ni se les someta, que no se les oculte a la vista del público. Sin duda, a los líderes y a los partidos populistas les interesa lograr la mayoría absoluta, pero, siempre que mantengan viva la posibilidad de celebrar elecciones y se abstengan de suspender o limitar la libertad de opinión o de asociación, sus intentos de conseguir esa mayoría absoluta seguirán siendo una ambición frustrada. Por eso el populismo está a medio camino entre la democracia y el fascismo.

      Para resumir, si consideramos los dos sistemas de poder corruptos que caen dentro del fascismo —la demagogia y la tiranía—, queda claro que el populismo tiene que ver con el primero, mas no con el segundo. El populismo es un sistema democrático siempre y cuando su fascismo latente permanezca en las sombras, frustrado. El fascismo también solía legitimarse a partir del apoyo entusiasta de las masas. Pero sería un error absoluto clasificar el fascismo como modelo democrático porque, si bien busca cautivar a las masas mediante la demagogia, también rechaza radicalmente todo tipo de consentimiento que implique que los ciudadanos individuales puedan expresarse con autonomía, asociarse y exigir con libertad, y disentir si quieren. La democracia asume una mayoría que es sólo una posible mayoría, la cual actúa en todo momento junto a una oposición que con toda legitimidad aspira, y que sabe que bien podría lograrlo, a desplazar a la mayoría actual.

      Por lo tanto, en vez de usar el fascismo como punto de partida, los lineamientos que sigo para descifrar la dinámica del populismo en el poder se inspiran en el recuento de Bernard Manin, de las etapas históricas del gobierno representativo. Manin identifica tres etapas en la evolución del gobierno representativo:84

      1.gobierno de notables: sufragio restringido, limitados derechos individuales, constitucionalismo, partido y política parlamentarias, centralidad del Ejecutivo.

      2.democracia partidista: sufragio universal, partidos dentro y fuera del parlamento como organizaciones de opinión y participación, sistema de medios y comunicación vinculado a las afiliaciones partidistas, constitucionalismo, centralidad del parlamento o congreso.

      3.democracia de audiencias: involucra a la ciudadanía como un público indistinto y desorganizado, opiniones horizontales y cambiantes que actúan como tribunales autorizados en un juicio, declive de los partidos y las lealtades partidistas, medios autónomos de afiliaciones partidistas, ciudadanos que no se involucran en la elaboración de la agenda política ni en la vida del partido, personalización de la competencia política, centralidad del Ejecutivo, declive del papel del congreso o parlamento.

      La fase tres de Manin contiene las condiciones en las que el populismo puede florecer y llegar al poder. Como explico en el capítulo 4, el uso masivo de internet —una vía asequible y revolucionaria de interactuar y compartir información en manos de los ciudadanos comunes— ha supuesto la drástica transformación horizontal del público y lo ha convertido en el único actor político existente fuera de las instituciones surgidas de la sociedad civil. Este público se opone a ultranza a la organización

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