Fuerte como la muerte. Guy de Maupassant

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Fuerte como la muerte - Guy de Maupassant Clásicos

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vendrá a comer? —dijo de pronto Any.

      —Cuando quiera. Señale el día.

      —El viernes; estarán la duquesa de Montemain, los Corbelle y Musadieu. Me acompañarán para celebrar el regreso de mi hija que llega esta noche; pero no lo diga porque es un secreto.

      —Acepto, acepto. Me alegraré de volver a ver a Anita después de tres años.

      —Cierto; tres años.

      Educada Anita primero en París, en casa de sus padres, llegó a ser el último y apasionado cariño de su abuela la señora Paradin, que estaba casi ciega y vivía todo el año en el castillo de Roncières, en el Eure, propiedad de su yerno.

      Poco a poco, la anciana había ido guardando consigo a la niña, y como los de Guilleroy pasaban casi la mitad de su vida en aquella propiedad a que le llamaban constantemente diversos intereses agrícolas y electorales, resultó que sólo iba la niña de vez en cuando a París, porque prefería la vida libre y movida del campo a la recogida de la casa paterna.

      Hacía tres años que no iba a París; prefería la condesa tenerla lejos para no crear en ella nuevos gustos del día fijado para su entrada en el mundo.

      La señora Guilleroy le había dado en el castillo, dos institutrices llenas de diplomas, y hacía frecuentes viajes para ver a su madre y su hija. La estancia de Anita en el castillo había llegado a ser indispensable para la anciana.

      Oliverio Bertin solía antes pasar seis semanas cada verano en Roncières, pero desde hacía tres años las reumas lo llevaban a baños termales lejanos, y cuando de ellos volvía a París, el cariño a la capital le impedía abandonarla para ir al castillo.

      Anita debía haber regresado a París para el otoño, pero su padre concibió bruscamente un proyecto de bodas y la llamó antes de la fecha fijada para que conociera a su futuro esposo, el marqués de Farandal.

      Este proyecto se mantuvo en secreto, y sólo Oliverio lo sabía por la confidencia de la señora de Guilleroy.

      —Entonces —preguntó Oliverio—, ¿es un hecho el proyecto de su marido?

      —Completamente, y lo creo acertado.

      Hablaron de otras cosas luego; volvieron sobre la pintura y Any lo animó a hacer un Cristo, a lo que él se negó, diciendo que era ya tema agotado, pero Any se obstinó impaciente en la idea.

      —Si yo supiese dibujar —le dijo—, vería lo que he pensado; es nuevo y atrevido; lleva el acto del descendimiento y el hombre que ha desatado las divinas manos deja inclinar la parte superior del cuerpo. Este cae sobre la muchedumbre que abre los brazos para sostenerlo y recibirlo... ¿comprende?

      Oliverio comprendía y hasta juzgaba la idea original, pero estaba en un acceso de “modernismo” y sólo se fijaba en su amiga medio echada en el diván.

      Por bajo de la falda asomaba un pie finamente calzado y revelando la carne a través de la media casi transparente.

      —Esto —exclamó —es lo que hay que pintar, esto, que es la vida: un pie de mujer asomando por una falda. Así cabe pintarlo todo: verdad, deseo, poesía. Nada más gracioso y bonito que un pie de mujer... y el misterio que revela, la pierna velada y adivinada bajo la tela.

      Se sentó a la turca en el suelo, tocó el pie, lo levantó y lo descalzó; el pie pareció moverse mejor con las alegrías de la libertad.

      —Esto es fino, distinguido y más tangible que la mano... ¿A ver su mano, Any?

      Llevaba guantes largos hasta el codo.

      Para quitarse uno lo tomó por el extremo, y lo hizo resbalar, volviéndolo como si arrancase la piel de una serpiente. Apareció el brazo blanco, regordete, mórbido, tan rápidamente descubierto, que pudo hacer pensar, al que lo hubiese visto, en un desnudo atrevido y completo. Any enseñó su mano caída por la muñeca. Brillaban las sortijas en sus dedos blancos, y las uñas, rosadas y puntiagudas, parecían garfios amorosos puestos en aquella pequeña garra de mujer. Oliverio la manejaba suavemente admirándola y retorcía los dedos como si hubiesen sido juguetitos de carne.

      —¡Qué cosa más rara! —dijo. —Este gracioso miembro inteligente y diestro es el que elabora lo que se quiere, libros, encajes, casas, pirámides, locomotoras, pastelillos... y caricias, que es su mejor empleo.

      Quitó las sortijas una a una, y al sacar el anillo de boda saludó.

      —La ley: saludemos —dijo riendo.

      —Tonto —contestó Any un poco mortificada.

      Oliverio había tenido siempre espíritu burlón, tendencia de todo francés, que mezcla siempre un poco de ironía en los sentimientos más serios; muchas veces ponía triste a Any sin sospecharlo, sin saber apreciar las sutiles distinciones de la mujer, ni tantear el límite de los “rincones sagrados”, como él decía.

      Any se enfadaba, sobre todo cada vez que Oliverio hablaba con cierto tono humorístico de aquellas relaciones de ambos tan largas, que decían eran el más grande ejemplo de amor del siglo XIX.

      —¿Nos llevaría al “Salón” el día de la inauguración a mí y a Anita? —preguntó la condesa después de un momento de silencio.

      —Seguramente.

      Any le preguntó acera de los mejores cuadros del próximo “Salón” que debía abrirse dentro de quince días; pero como recordando de pronto un quehacer olvidado, le dijo:

      —Me voy. Deme el zapato.

      Oliverio volvía y revolvía el zapatito con aire pensativo entre las manos.

      Se inclinó. Besó el pie suspendido entre la falda y la alfombra, inmóvil y un poco enfriado al contacto del aire, y luego lo calzó.

      Any se levantó y se fue a la mesa, cubierta de papeles, cartas abiertas, antiguas y recientes, y un tintero de pintor, con la tinta seca. Revolvió los papeles curiosamente y los levantó para ver debajo de ellos.

      —Va a descomponer mi desarreglo —dijo Oliverio acercándose.

      —¿Quién es este señor que quiere comprarle sus “Bañistas”? —preguntó Any sin contestar.

      —Un americano a quien no conozco.

      —¿Ha hecho trato con la “Cantante callejera”?

      —Sí, diez mil francos.

      —Bien hecho; es muy bonita, pero no un asombro... Adiós, amigo mío.

      Any le presentó la mejilla, que él rozó con un suave beso, y la condesa desapareció tras el tapiz, diciendo a media voz:

      —El viernes a las ocho. No salga; ya sabe que no me gusta... Adiós. Cuando Any se fue, Oliverio encendió otro cigarro y paseó lentamente por el taller.

      Todo el pasado de aquellas relaciones volvía ante sus ojos. Recordaba lejanos detalles olvidados, y los soldaba unos a otros, complaciéndose a solas con aquella caza de recuerdos.

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