Fuerte como la muerte. Guy de Maupassant

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Fuerte como la muerte - Guy de Maupassant Clásicos

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que había de contentarse siempre con un cordial apretón de manos.

      Muchas veces Oliverio dejaba la paleta a mitad de sesión, tomaba en brazos a Anita y la besaba con ternura en los ojos o los cabellos mirando a la madre y como diciendo: “A usted la beso, no a la pequeña”.

      Hacía algunos días que la condesa no llevaba a la niña siempre. Iba sola, y cuando esto ocurría, se trabajaba poco en el estudio y se hablaba mucho.

      II

      Any se retrasó una tarde. Era a fines de febrero y hacía frío. Oliverio había ido temprano al estudio como de costumbre desde que ella iba, y siempre esperando que fuese antes.

      Mientras llegaba, se puso a pasear fumando y se preguntaba asombrado por centésima vez desde hacía ocho días: “¿Estoy enamorado?” No lo sabía porque no lo había estado nunca verdaderamente; había tenido caprichos muy vivos y hasta muy largos, sin creer nunca que fuesen amor, pero en aquel momento se admiraba de lo que en si mismo sentía. ¿La amaba? Era seguro que no la deseaba porque no había pensado nunca en poseerla. Cuando una mujer le había gustado había sobrevenido el deseo, y siempre había adelantado sus manos para tomar el fruto, pero sin que nunca turbase su espíritu ni con la ausencia ni con la presencia de la mujer.

      Y el deseo, respecto de Any, apenas se había despertado en él, como oscurecido y atrincherado detrás de otro sentimiento más poderoso pero aún oscuro e indeterminado. Siempre había creído Oliverio que el amor empezaba soñador y poético, y lo que sentía más bien parecía provenir de una emoción indefinible más física que moral.

      Estaba nervioso, vibrante e inquieto, como cuando germina una enfermedad en nosotros, pero nada doloroso se mezclaba a aquella fiebre de su sangre que contagiaba su pensamiento. No ignoraba que la condesa era la causa de aquel estado por el recuerdo que en él dejaba y por las ansias de su espera. No se creía impelido hacia ella por movimiento de todo su ser, pero la sentía vivir en él como si no se hubiese ido, como si le dejase algo de sí misma al marcharse, algo sutil y no bien explicado. ¿Qué era? ¿Amor? Sondeaba su corazón para ver en él y poder comprender.

      Oliverio hallaba a la condesa encantadora, pero sin encajar en el tipo ideal de la mujer que su ciego deseo había forjado. El que busca amor prevé las dotes morales y los encantos físicos de la que ha de inspirárselo, y aunque la señora de Guilleroy no tuviese tacha no le parecía ser “la suya”. Pero si era así, ¿por qué Any le preocupaba más que las otras y con mayor insistencia y de manera distinta? ¿Era que había caído en el lazo tendido por su coquetería que él había adivinado, y fascinado por sus maniobras sufría el prestigio que da a la mujer la voluntad de agradar?

      Paseaba, se sentaba, volvía al paseo, encendía cigarros y los arrojaba enseguida, y no quitaba ojo de reloj, cuyas agujas marchaban hacia la hora ordinaria con movimiento lento e inmutable. Varias veces había tenido intención de levantar el cristal de la esfera, y hacer correr con el dedo el minutero hasta la cifra a que tan perezosamente se acercaba. Creía que aquello bastaría para que la puerta girase y apareciese la esperada, engañada por aquel anzuelo. Luego se reía de aquel empeño infantil y poco juicioso.

      Y al fin se preguntó si podría ser su amante. Le pareció singular y poco realizable la idea, y hasta indigna de insistir sobre ella por las complicaciones que pudiera introducir en su vida, pero aquella mujer le gustaba extraordinariamente y acabó por decirse que se hallaba en un endiablado estado de espíritu.

      Dio horas el reloj y el sonido de ellas lo hizo estremecerse, sacudiendo más sus nervios que su alma. Esperó ya con la impaciencia que crece por segundos; Any era siempre exacta, y seguramente entraría antes de transcurrir diez minutos. Cuando pasaron sintió Oliverio la opresión de un disgusto próximo, y luego irritación por el tiempo que Any le hacía perder. Y de pronto comprendió que si al fin no iba, sufriría.

      ¿Qué hacer? Esperarla... No, saldría para que si ella iba hallase el estudio vacío. ¿Y cuando saliese? Mejor era esperar y hacerle entender con cuatro palabras frías cuando llegase que no era él de aquellos a quienes se hace aguardar. Pero, ¿y si no iba? ¿Recibiría alguna carta, recado o sirviente que fuese de su parte? ¿Y en qué ocuparse si no llegaba? Era un día perdido, porque no podría trabajar ya. Entonces..., entonces lo mejor era ir a saber de ella, porque no podía pasar por otro punto. Sí, era cierto, necesitaba verla, y era su deseo profundo y obstinado... ¿Era amor aquello? No, puesto que no sentía exaltación pasional, ni sacudimiento en los sentidos, ni sueños en el alma al pensar en lo que sufriría si no iba.

      Sonó el timbre de la calle en la escalera del hotel, y Oliverio se sintió al pronto sin aliento, y tan alegre luego que arrojó el cigarro haciendo una pirueta.

      Al fin entró sola. Entonces Oliverio se arrojó inmediatamente a una audiencia increíble.

      —¿Sabe lo que me preguntaba mientras la esperaba? —dijo.

      —No.

      —Pues me preguntaba si estaría enamorado de usted.

      —¡De mí! Está loco.

      Pero al decirlo sonrió; su sonrisa decía que aquello se satisfacía.

      —Eso es poco serio —dijo— ¿A qué viene esa broma?

      —Hablo muy en serio —replicó él—. No afirmo que esté enamorado de usted; me pregunto si estoy en camino de llegar a estarlo.

      —¿Y qué es lo que hace temerlo?

      —Mi melancolía cuando no está, mi alegría cuando viene.

      Any se sentó.

      —No se alarme por eso —dijo—. Mientras duerma bien y coma con apetito, no hay peligro.

      —¿Y si perdiese el sueño y el apetito? —preguntó riendo Oliverio.

      —Avíseme.

      —¿Y entonces?

      —Lo dejaré en paz para que cure.

      —Gracias.

      Sobre el tema de aquel enamoramiento charlaron toda la tarde y muchas de las siguientes.

      Aceptado aquello como una broma ingeniosa y sin valor, la condesa le preguntaba siempre en tono bromista cuando llegaba:

      —¿Cómo vamos hoy de amores?

      Oliverio le explicaba en tono entre serio y ligero los progresos de la enfermedad y el trabajo lento, íntimo y profundo de aquella ternura que sentía nacer. Hacía minuciosamente su propio análisis delante de ella, hora por hora, desde la separación de la víspera, con la indiferencia de un catedrático que explica, y la condesa lo escuchaba con interés, algo conmovida y turbada por aquella historia que parecía sacada de un libro en el que ella fuese protagonista.

      Cuando Oliverio enumeraba con manera galante y despreocupada los cuidados de que era presa, se hacía su voz más temblorosa a cada paso, y llegaba a expresar sólo con una palabra o una entonación sola el estado de su corazón. Any le preguntaba siempre vibrante de curiosidad, con los ojos fijos en él y ávido el oído de regalarse con preceptos alarmantes, difíciles de oír y gratos de paladear. Alguna vez, al acercarse a ella Oliverio para rectificar la postura, le tomaba la mano y trataba de besársela; pero Any retiraba

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