Fuerte como la muerte. Guy de Maupassant
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Mientras pintaba con lentitud, Oliverio argumentaba para sí con razonamientos claros y seguros; se sentía lúcido, fuerte y dueño ya de los acontecimientos. Le bastaría ser prudente y tener paciencia para que la recobrase un día u otro. Y supo esperar; para tranquilizarla y reconquistarla fue astuto a su vez; empleó ternuras disimuladas bajo aparentes arrepentimientos, atenciones vacilantes y actitudes indiferentes.
Tranquilo con la certeza de la próxima dicha, poco le importaba que llegase pronto o tarde, y hasta experimentaba cierto placer refinado en no precipitarse, en espiarla, y en decirse que tenía miedo al ver que iba siempre con su hija. Comprendía que entre ambos se verificaba lento trabajo de aproximación, y veía en las miradas de la condesa algo extraño, algo dolorosamente dulce, como llamamientos de un alma que lucha y un corazón que desfallece, y parece decir:
—¡Oblígame!
Poco tiempo después fue ya la condesa sola al estudio, tranquilizada con la reserva de Oliverio, y entonces la trató él como a una amiga, hablándole de sus proyectos y de su arte como lo hubiera hecho a una hermana.
Encantada por aquella confianza, tomó ella gustosa el papel de consejera, halagada porque la distinguiese entre las demás, y creyendo que su talento ganaría en delicadeza con aquella intimidad intelectual. Pero en fuerza de consultarla y mostrarle deferencia, Oliverio la hizo pasar de las funciones de consejera al sacerdocio de inspiradora.
Any halló de su gusto esta extensión de su influjo sobre el grande hombre, y consintió de cierto modo que la amase como artista, puesto que ella inspiraba sus obras. Y una tarde, después de una larga conversación acerca de las mujeres amadas por los pintores ilustres, la condesa se dejó caer en brazos de Oliverio, y allí permaneció esta vez, sin tratar de huir y devolviéndole sus besos. No sintió ya remordimientos, pero sí el vago presentimiento del olvido. Creyó en la fatalidad para acallar el grito de la razón.
Arrastrada hacia él por su corazón, que había permanecido virgen, y por su alma, llena de afectos, dejó dominar su carne por la lenta conquista de las caricias y se fundió en él poco a poco, como todas las mujeres cariñosas que aman por primera vez. El hecho fue en Oliverio como una aguda crisis de amor sensual y poético. Muchas veces creía que en su esperar con los brazos abiertos, había conseguido aprisionar el ideal que espolea constantemente nuestro deseo.
Había concluido el retrato de la condesa, su mejor retrato, ciertamente, puesto que en él había fijado ese algo inexpresable, ese reflejo misterioso, esa fisonomía del espíritu que rara vez descubre el pintor y que pasa impalpable sobre todos los rostros.
Pasaron meses y años sin que apenas aflojasen el lazo que ataba a la condesa y a Oliverio. No sentía éste los ardores primeros, pero sí un afecto sosegado como una amistad llena de amor que había llegado a ser una costumbre en él. Crecía en ella, por el contrario, aquella adhesión apasionada, la adhesión de ciertas mujeres cuando se entregan por entero y para siempre a un hombre. Fieles y rectas en el adulterio como lo hubiesen sido en el matrimonio, hacen fe de un amor único del que nada las separa, sólo desean el amor de un hombre, sólo en él se miran, y en tal medida llenan con él su corazón y su pensamiento, que nada cabe en ella fuera de este defecto. Siguen con él su existencia con la resolución del que sabiendo nadar y queriendo morir, se liga las manos antes de saltar el parapeto de un puente.
A partir del momento en que la condesa se entregó de este modo a Bertin, empezó a sentir dudas sobre la constancia de Oliverio. A ella no lo unía más que su voluntad de hombre, su capricho pasajero por una mujer encontrada por azar, como tantas otras. Se veía libre y fácil para la tentación, porque vivía, como todos los hombres, sin deberes y sin escrúpulos. Era célebre, buena figura, solicitado; tenía al alcance de sus deseos fáciles todas las mujeres del gran mundo, cuyo pudor es tan frágil, y todas las mujeres del teatro y alquiler pródigas de sus favores para con hombres como él. Cualquiera de ellas podía, después de una cena, seguirlo, gustarle y guardarlo para sí.
Vivió con el temor de perderlo, espiando sus actitudes y maneras, alarmándose por una palabra, angustiándose cuando admiraba a otra mujer o cuando alababa el encanto de un rostro o la gracia de un talle. Todo lo que ella ignoraba de su vida la hacía temblar, y lo que sabía la aterraba. Cada vez que se veían, gastaba el ingenio en interrogarlo sin que él lo notase, para que diese su opinión sobre la gente que había visto, las casas en que había comido, o las impresiones que habían pasado por su espíritu; y cuando creía presenciar en él la influencia de alguien, la combatía con prodigiosa astucia e innumerables recursos. No dejaba nunca de sospechar esas intriguillas sin raíz profunda, que de tanto en tanto, ocupan quince días en la vida de todo artista conocido. Entonces sufría y dormía con sueño turbado por el torcedor de la duda. Iba a su casa sin prevenirlo para sorprenderlo, le hacía preguntas que parecían sencillas, y tanteaba en su corazón y su pensamiento, como se ausculta en un organismo para conocer la enfermedad desconocida.
Cuando se veía sola lloraba, segura de que aquella vez se lo arrebataban y le robaban aquel amor a que tan firme se adhería ella, por lo mismo que en él había puesto toda su voluntad y su fuerza afectiva, sus esperanzas y sus sueños todos. De este modo, cada vez que lo veía volver hacia ella después de aquellos rápidos apartamientos, experimentaba el recobrarlo, como cosa perdida y hallaba luego, una felicidad profunda y muda que la hacía entrar en cualquier iglesia al paso para dar gracias al cielo.
Su preocupación de seguir gustándole más que ninguna otra y de guardarle contra las demás, había hecho de su existencia una lucha no interrumpida de coquetería para él sólo con su belleza, su gracia y su elegancia por armas. Quería que donde quiera que Oliverio oyese hablar de ella alabasen su gusto, su ingenio y sus trajes, y se empeñaba en gustar a los demás por él, para que se sintiese orgulloso de ella. Y siempre que notaba en él celos hallaba medio de proporcionarle el placer de una victoria después de hacerlo sufrir un poco, para que se reavivase su amor excitando su vanidad. Comprendiendo que un hombre puede encontrar otra mujer, de encanto físico más poderoso por ser más nuevo, recurrió a un nuevo medio: lo aduló y lo mimó.
Por modo discreto y continuo lo rodeó de elogios, lo meció con su admiración, con el fin de que lejos de ella, aquellos homenajes le resultasen fríos e incompletos junto a los suyos. De esta manera, si otras podrían amarlo ninguna lo comprendería como ella. Hizo de manera que los salones de su casa, que él frecuentaba, fuesen un cebo para su orgullo de artista, tanto como para su amor de hombre, y el único sitio de París que Oliverio prefiriese porque en él satisfacía todas sus ambiciones. No solamente se dedicó a halagar todos sus gustos en aquella casa, haciéndole experimentar un bienestar irremplazable, sino que supo crearle otros nuevos en apetitos de todo género, morales y materiales, en pequeños cuidados, en afección, en adoración y halagos.
Se esforzó en conquistar sus ojos por el espectáculo de la elegancia, su olfato por los perfumes, su oído por los elogios y su paladar por los manjares. Pero cuando la condesa hubo acostumbrado el cuerpo y es espíritu del soltero egoísta y mimado en fuerza de cuidados tiránicos; cuando estuvo segura de que ninguna amante tendría como ella el cuidado de mantenerlos para retenerlo con todos los goces de la vida, tuvo de pronto miedo al verlo aburrido de su propio hogar y quejándose sin cesar de vivir solo y de no poder ir a casa de ella sino guardando todas las reservas impuestas por la sociedad. Y cuando lo vio buscar en su círculo y en todas partes el medio de endulzar su soledad, tuvo miedo de que llegase a pensar en el matrimonio. Sufría en ciertos momentos tanto con este temor, que deseaba hacerse vieja para acabar con aquella angustia y descansar en un afecto que