Fuerte como la muerte. Guy de Maupassant
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Any sentía ya nacer el temor en su corazón. Quería ser amada, pero no con exceso; segura de no ser arrastrada, temía dejarlo aventurarse demasiado y perderlo, obligada a sumirlo en la desesperación después de alentarlo. Y sin embargo, si Oliverio hubiese renunciado a aquella amistad sentida, a aquellas confidencias llenas de impalpable amor como un río lleno de partículas de oro, la condesa hubiese experimentado pena real y muy parecida a una herida en el corazón.
Cada vez que salía de su casa camino del estudio una alegría viva y punzante la aligeraba; al poner la mano sobre el timbre del domicilio de Oliverio latía de impaciencia su corazón y le parecía que la alfombra de la escalera era la más blanda que hubiesen pisado nunca sus pies.
A menudo Oliverio aparecía ceñudo, nervioso e irritable, como si le obsesionasen impaciencias comprimidas pero frecuentes. Cierto día, después de entrar la condesa, Oliverio se sentó a su lado en vez de ponerse a pintar.
—No puede seguir ignorando que esto no es una broma y que la amo locamente —dijo.
Desbordaba de amor en su corazón, hubo de oírlo temblorosa y pálida; habló él, largo espacio sin pedir nada, con gran ternura, tristeza y resignación, y la condesa se dejó tomar las manos que Oliverio conservó entre las suyas.
Se había arrodillado Oliverio sin que ella se diese cuenta de ello, y con mirada de extraviado suplicaba que no lo hiciese sufrir... ¿Qué pena era la suya? Any no comprendía ni trataba de comprender, absorta con la angustia de verlo sufrir, angustia que al mismo tiempo tenía algo de goce.
De pronto vio la condesa lágrimas en los ojos de Oliverio y estuvo a punto de decir algo y besarlo como se besa a los niños que lloran. El repetía a cada paso: “sufro mucho”, y repentinamente vencida por aquel dolor, por el contagio de aquellas lágrimas, sollozó y sintió sacudidos los nervios y prontos para abrir los brazos.
Cuando se sintió tomada por Oliverio, y besada apasionadamente en la boca, quiso gritar, luchar, rechazarlo, pero se juzgó perdida porque consentía resistiéndose, se entregaba luchando y lo abrazaba diciendo:
—¡No quiero! ¡No quiero!
Quedó después alterada, el rostro entre las manos, y de pronto se levantó, recogió su sombrero caído en la alfombra, se lo puso vivamente y salió a pesar de los ruegos de Oliverio, que quería retenerla tomándola por el traje. Cuando se vio en la calle casi se sentó en el encintado de la acera; tan desplomada iba y de tal modo le flaqueaban las piernas. Pasó un coche, llamó al cochero y le dijo:
—Vaya despacio... por donde quiera.
Entró en el carruaje, cerro la portezuela, se acurrucó en el fondo, y se creyó sola entre los cristales levantados, sola para pensar. En un buen rato no hubo en su cabeza más que ruido del rodaje del coche y los saltos de éste sobre el empedrado. Miraba las casas, los que iban a pie o en coche, los ómnibus con ojos que parecían mirar el vacío, y no pensó nada, como si se concediese una tregua antes de volver sobre lo ocurrido.
Como tenía espíritu despierto y valiente, pensó que era una mujer perdida, y durante unos minutos estuvo bajo el peso de aquella desgracia irreparable, espantada como el que cae de alto y teme moverse porque adivina que tiene las piernas rotas y prefiere no intentar levantarse para no saberlo.
Pero en vez del dolor que esperaba y temía, notó que en su corazón sólo había calma y sosiego. Latía con dulzura después de aquella caída que había conturbado su alma, y no parecía tomar parte en el desorden de su espíritu.
—Sí, soy una mujer perdida —decía en voz alta para oírse y convencerse, sin que eco alguno de dolor de su carne respondiese a aquella queja de su espíritu.
Se dejó mecer por el movimiento del carruaje, aplazando las razones que le ocurrían sobre su penosa situación; no sufría, tenía miedo de meditar, de saber y de reflexionar, y no obstante, en el ser oscuro e impenetrable que constituye en nosotros la lucha eterna de las inclinaciones y las voluntades, notaba una paz inverosímil.
Pasada media hora en aquel extraño reposo comprendió al fin que la desesperación deseada no sobrevendría, se sacudió del letargo y murmuró:
—¿Qué me sucede? Apenas siento dolor por lo que ha pasado... ¿qué es esto?
Se reconvino entonces a sí misma, colérica por su ceguera y su debilidad. ¿Por qué no lo había previsto? ¿Cómo no comprendió que la lucha llegaría? ¿Cómo no notó que aquél le agradaba lo bastante para hacerla cobarde? ¿Cómo no adivinó que aun en los corazones más rectos suelo soplar el deseo como una racha que arrastra a la voluntad?
Pero una vez reconvenida se preguntó con miedo por lo que había de suceder. Su primera idea fue la de romper con el pintor y no volver a verlo jamás, pero apenas pensó en ello cuando surgieron mil razones contra el proyecto. ¿Cómo explicaría la ruptura? ¿Qué diría su marido? ¿No sería sospechada la verdad, dicha luego en voz baja, y en voz alta por último? ¿No sería mejor para cubrir las apariencias hacer ante el mismo Oliverio la comedia hipócrita de la indiferencia y el olvido, haciéndole entender que ella había borrado aquel momento de su memoria y hasta de su vida? Pero, ¿podría hacerlo? ¿Tendría valor para fingir que de nada se acordaba ante aquel hombre con quién había compartido un goce rápido y brutal?
Después de vacilar mucho se decidió por este último extremo. Iría al día siguiente con valor bastante, y le haría entender sobre la marcha lo que de él exigía; que nunca le recordase aquella vergüenza con la palabra ni con la mirada. Seguramente esto habría de dolerle, pero como hombre leal tomaría su partido y sería en lo porvenir lo que había sido siempre.
Tomada esta resolución dio la dirección de su casa al cochero, y entró en ella presa de profundo abatimiento, con deseos de acostarse, de no ver a nadie, de dormir y olvidar. Se encerró en su cuarto y en él estuvo hasta la hora de comer echada en una meridiana, absorta, sin querer ocupar el alma con aquel recuerdo lleno de peligros. Bajó al comedor a la hora precisa de comer, admirada de verse tan tranquila y esperando a su marido con el rostro de todos los días.
El conde llegó con su hija en brazos. Any estrechó la mano de su marido y besó a su hija sin turbación.
El señor Guilleroy se informó de lo que había hecho, y ella dijo con indiferencia que había estado en el estudio, como todos los días.
—¿Sale bien el retrato? —preguntó el conde.
—Muy bien.
Habló el conde de sus asuntos, de los que gustaba tratar mientras comía, de la sesión de la Cámara y de la discusión del proyecto de ley sobre adulteración de comestibles.
Aquella conversación que la condesa soportaba a diario la irritó esta vez y la hizo examinar con mayor atención al hombre vulgar y hacedor de frases que tomaba interés por aquellas cosas, pero sonrió al escucharlo y respondió con agrado, y hasta más graciosamente que otras veces, sintiéndose instintivamente con más indulgencia para aquellas monadas.
Y pensaba mirando a su marido:
—Lo he engañado, es mi marido y lo he engañado... ¡Qué extraño! Nada puede evitar ya esto, nadie puede borrarlo.