Fuerte como la muerte. Guy de Maupassant

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Fuerte como la muerte - Guy de Maupassant Clásicos

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hecho irreparable, cierto, criminal y vergonzoso para una mujer... y no siento desesperación por ello. Si me lo hubiera dicho ayer no lo hubiese creído, y habría pensado en las amarguras que hoy debieran remorderme... y nada, casi nada.

      El conde salió, como siempre, después de comer. Entonces tomó la condesa en brazos a su hija, y lloró besándola, lloró sinceramente, pero con la conciencia, no con el corazón. No pudo dormir aquella noche.

      En la oscuridad de su cuarto se preocupó grandemente con los peligros que podría crearle la actitud de Oliverio y cobró miedo a la entrevista del siguiente día y a lo que tendría que decirle cara a cara.

      Se levantó temprano y estuvo toda la mañana echada en la meridiana, esforzándose en prever lo que tuviera que responderle y en prepararse para toda clase de sorpresas. Salió temprano para seguir reflexionando por el camino. Oliverio no la esperaba, y desde la víspera se preguntaba cuál había de ser su conducta para con ella. Después de la fuga de la condesa, a la que no se atrevió a oponerse, se quedó solo, oyendo, aunque estaba ya lejos, el ruido de sus pasos, el roce de su traje y el golpe de la puerta, empujada por su mano nerviosa.

      Permaneció en pie, saturado de goce ardiente y profundo como un hervidero. ¡Había sido suya! ¡Se había cumplido el hecho entre ambos! ¿Era posible? Después de la sorpresa, saboreaba el triunfo, y para gustar mejor de él, se echó sobre el diván en que la había poseído. Permaneció allí largo rato, lleno el espíritu de ella, pensando que era su amante, que entre aquella mujer tan deseada y él se había anudado ese lazo misteriosos que ata secretamente dos seres.

      Toda su carne, aun vibrante, temblaba ante el recuero agudo del rápido instante en que tropezaron sus labios, y en que sus cuerpos unidos se electrizaron con el supremo estremecimiento de la vida. No salió por la noche para deleitarse en el recuerdo, y se acostó temprano radiante de dicha. Apenas despertó al día siguiente, se preguntó qué debía hacer. Si se hubiera tratado de una cortesana o una actriz, le hubiera enviado flores o joyas; pero era la suya una situación nueva que lo dejó perplejo.

      Debía escribir, aunque no sabía qué. Rasgueó y rompió, volvió a empezar veinte cartas. Todas le parecían humillantes, odiosas y ridículas. Quería expresar en términos delicados y llenos de encanto la gratitud de su alma, sus impulsos de loca ternura, sus ofertas de tierno sacrificio; pero para fijar estas cosas apasionadas y llenas de matices, solo halló palabras groseras y pueriles.

      Renunció a escribir y se decidió por ir a verla cuando pasase la hora de costumbre, porque estaba seguro de que ella no iría. Se encerró en el estudio contemplando el retrato, cosquilleándole el deseo de besar los labios pintados en los que algo de ella había. De tanto en tanto miraba la calle por la ventana, y todos los trajes mujeriles que aparecían a lo lejos, le producían un más presuroso latir del corazón. Veinte veces creyó reconocerla, y cuando la mujer vista pasaba, tenía que sentarse como si hubiese sufrido una decepción. La vio de pronto, dudó, tomó los gemelos, se cercioró de que era ella, y con violenta emoción se sentó para esperarla.

      Cuanto entró, Oliverio se puso de pie y quiso tomarle las manos, pero Any las retiró con brusquedad. Al verlo en el suelo con expresión de angustia y mirándola, le dijo ella con altanería:

      —¿Qué es esto, caballero? No me explico su actitud.

      —¡Oh, señora, por Dios!... —balbuceó él.

      —Esto es ridículo; levántese —dijo Any con rudeza.

      Oliverio se levantó trastornado.

      —¿Qué tiene? —murmuró—. No me trate así... ¡la amo!

      Con unas cuantas palabras rápidas y secas, expresó la condesa su voluntad e impuso la regla de conducta.

      —No comprendo qué quiere decir; no vuelva a hablarme de su amor o me iré para no volver jamás. Si olvida alguna vez esta condición que le impongo, dejará de verme para siempre.

      Oliverio la miraba dolorido por aquella dureza imprevista.

      —Obedeceré —dijo, comprendiendo al fin.

      —Bueno, así lo esperaba —respondió la condesa—, ahora trabajar, porque verdaderamente dura demasiado este retrato.

      Oliverio tomó la paleta y se puso a pintar; pero su mano temblaba y sus ojos miraban sin ver. Tal pena sentía en el corazón, que tuvo impulsos de llorar. Trató de hablar, pero ella apenas contestaba; intentó una galantería sobre el buen color de su rostro, pero Any lo detuvo con tono tan decisivo, que Oliverio pasó por una de esas cóleras de enamorado que cambian en odio la ternura. Hubo en su ser moral y físico, una sacudida nerviosa, y, sin transición, creyó que la aborrecía.

      ¡Aquella era la “mujer”, igual a todas: falsa, movible y débil. Lo había seducido con gatadas de niña, tratando de enloquecerlo sin dar nada a cambio, provocándolo para negarse, empleando para con él las cobardes maniobras de las coquetas, siempre dispuestas al don de su desnudez, mientras el hombre con quien juegan siente la sed del deseo como el perro callejero la sed del agua.

      Pues peor para ella, porque él la había poseído. Podía la condesa purificar su cuerpo y contestar con altanería, sin que con esto borrase nada ni evitase que él la olvidara. En verdad que él, Oliverio, hubiera hecho una tontería cargando con semejante querida, que hubiese anulado su vida artística y comido su posición con sus dientes caprichosos de mujer bonita.

      Casi se puso a silbar como lo hacía delante de las modelos, pero sentía gran enervación. Temiendo cometer una tontería, abrevió la sesión pretextando una cita. Cuando se saludaron al separarse, se creyeron más alejados uno del otro que el día en que se encontraron en casa de la duquesa Mortemain. Después de irse la Condesa, Oliverio salió a la calle.

      Un sol pálido en un cielo azul, empapado de bruma, echaba sobre la capital una luz débil y algo triste. Anduvo algún espacio con paso rápido e irritado, tropezando con los transeúntes para no perder la línea recta, y su cólera contra Any se desperdigó en desconsuelo y arrepentimientos. Después de repetirse todas las reconvenciones contra ella, recordó, viendo pasar otras mujeres, cuán seductora y bonita era Any.

      Como tantos que no lo confiesan, Oliverio había esperado siempre la imposible mitad, la afección rara, única y apasionada, cuyo ideal flota eterno sobre nuestros corazones. ¿Había dado con él? ¿Era ella la que debió proporcionarle aquella imposible felicidad? ¿Por qué nada se realiza completo en el mundo? ¿Por qué no se alcanza lo que se persigue, o se logra sólo en partículas que hacen más dolorosa esa cacería de decepciones? No culpaba a la joven sino a la vida. Puesto en la razón, ¿qué tenía que echarle en cara? Haber sido amable, buena y graciosa, mientras a su vez podía decir de él que se había conducido como un salteador. Regresó lleno de tristeza. Hubiera querido poder pedirle perdón, sacrificarse por ella, hacer olvidar lo sucedido, y estudió qué era lo que haría para hacerle entender que sería, hasta morir, dócil a sus voluntades.

      Fue la condesa al día siguiente con su hija. Tenía el aspecto tan apenado, tan melancólica la sonrisa, que el pintor creyó ver en aquellos pobres ojos azules, hasta entonces alegres, la tristeza, el remordimiento y la angustia de su corazón de mujer. Se sintió lleno de compasión y para que olvidase tuvo con ella, con suave reserva, todo género de delicadezas. Any las pagó con dulzura y bondad, y con la actitud cansada y dolorida de una mujer que sufre.

      Mirándola Oliverio, sintiendo deseo loco de amar y ser amado, ser preguntaba cómo

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