Fuerte como la muerte. Guy de Maupassant
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Pero de pronto, en 1868, expuso su “Cleopatra”, y en pocos días le levantó la crítica hasta las nubes y después el público.
En 1872, después de la guerra, y cuando la muerte de Henri Regnault colocó a todos sus compañeros sobre glorioso pedestal, una “Yocasta” de atrevido asunto y factura sabiamente original y gustada hasta por los académicos, clasificó a Oliverio entre los audaces.
En 1873 lo puso fuera de concurso una primera medalla por su “Judía de Argel”, que pintó al regreso de un viaje a África.
En 1874 se le consideró por la sociedad elegante como el primer retratista de su época por un retrato de la princesa de Salia.
A partir de entonces, fue el pintor mimado de los parisienses y el mejor intérprete de su gracia y su espiritual naturaleza. En pocos meses todas las mujeres conocidas en París solicitaron de él el favor de un retrato. Se dejó querer y se hizo pagar bien caro.
Como estaba de moda y visitaba con la frecuencia de hombre de mundo, vio cierto día en casa de la duquesa de Mortemain una joven de luto riguroso que salía cual él entraba y que fue como una aparición llena de gracia y distinción.
Preguntó su nombre, supo que era la condesa de Guilleroy, esposa de un señor campesino de Normandía, agrónomo y diputado, que llevaba luto por el padre de su marido y que era mujer espiritual muy admirada y muy deseada.
—Es mujer cuyo retrato haría de buen grado —dijo Oliverio preocupado por aquella figura que seducía sus ojos de artista.
Llegó al día siguiente la frase a oídos de la joven, y Oliverio recibió aquella misma tarde una cartita azulada, ligeramente perfumada, de letra fina y regular, un poco torcida hacia el lado derecho y que decía:
Caballero:
La duquesa de Mortemain acaba de salir de mis casa y me ha asegurado que está dispuesto a hacer con mi pobre rostro una de sus obras maestras. Se lo confiaría con gusto si supiese que no había hablado por hablar, y que realmente había visto en mí algo digno de ser reproducido e idealizado por usted. Reciba, caballero, el testimonio de mi más distinguida consideración.
Ana de Guilleroy.
Oliverio contestó pidiendo hora, y fue invitado sencillamente para almorzar el lunes siguiente.
Fue; vivía la dama en el boulevard Maussmann, en el primer piso de una lujosa casa moderna. Atravesó un espacioso salón tapizado de seda azul y medias cañas de madera blanca y oro, y se le hizo entrar en uno a modo de tocador cubierto de tapicería del siglo XVIII, claras y graciosas, tapicerías a lo Watteau, de tonos tiernos y asuntos encantadores, que parecen ideados por obreros enamorados.
Acababa de sentarse, cuando apareció la condesa. Pisaba tan suave que no la sintió atravesar la habitación próxima, y se sorprendió al verla.
Ella alargó familiarmente la mano.
—¿Con que es verdad que quiere hacer mi retrato?
—Muy feliz seré con ello, señora.
Llevaba la condesa un traje negro que la hacía más esbelta y más joven, pero dándole un aire serio que alegraba no obstante su rostro sonriente iluminado por sus cabellos rubios.
Entró entonces el conde, llevando de la mano a una niña de seis años.
—Mi marido —dijo a Oliverio.
Era un hombre de pequeña estatura, imberbe, de mejillas hundidas y ensombrecidas por el afeite de la barba. Tenía un aire de actor o de clérigo, con su pelo largo echado atrás y sus maneras urbanas. En torno de la boca se dibujaban dos pliegues circulares que bajaban de las mejillas a la barbilla y que parecían producto de la costumbre de hablar en público.
Dios gracias al pintor con fluidez de palabras, que revelaban al orador. Dijo que hacía mucho que tenía deseos de que se retratase su mujer, y que hubiera escogido para ello a Oliverio, si no hubiese sabido que estaba agobiado de peticiones y temido, por tanto, una negativa. Se convino, con grandes cortesías por ambas partes, que la condesa iría al estudio desde el siguiente día.
El conde preguntó si convendría esperara a que Any se quitase el luto que llevaba, pero Bertin dijo que no quería perder la primera impresión recibida y aquel extraño contraste entre la cabeza viva y fina realzado por el rubio cabello y el negro austero del traje.
Fue, pues, al día siguiente con su marido y luego con su hija, a la que sentaban ante una mesa llena de libros con estampas. Oliverio se mostró muy reservado, según costumbre. Las mujeres de la alta sociedad le preocupaban un poco porque no las conocía bien. Las suponía experimentadas y simples a un mismo tiempo, hipócritas y peligrosas, sencillas y complicadas. Había tenido con mujeres de medio vuelo aventuras efímeras, debido a su fama, a su genio alegre, a su estatura de atleta elegante, y a su rostro enérgico y moreno. Le gustaban más, porque encontraba en ellas las maneras libres y las frases desveladas, acostumbrado como estaba a las costumbres fáciles y endiabladamente alegres de los estudios y los escenarios que frecuentaba.
Lo llevaba a la alta sociedad la gloria, y no el corazón, se hacía agradable por necesidad y recibía cumplidos y encargos, y rodaba en torno de las grandes damas sin hacerles jamás la corte.
No se permitía con ellas bromas atrevidas ni palabras salpimentadas; las creía gazmoñas, y así pasaba por tener buen tono. Siempre que una de ellas tenía sesión en su estudio, percibía Oliverio, a pesar de sus esfuerzos por hacerse grato, la disparidad de raza que impide se confundan, aunque se mezclen, los artistas y los que viven elevados.
Detrás de las sonrisas y la admiración, siempre un poco ficticia en la mujer, determinaba la escondida reserva mental del ser que se cree de superior esencia. De esto nacía en él algo como alerta del orgullo en maneras respetuosas y casi altanera, y junto a la vanidad de cualquiera tratado de igual a igual por príncipes y princesas, surgía en él la fiereza del hombre que debe a sí mismo una posición que los otros deben a su nacimiento. Se decía de él, como con extrañeza, que estaba bien educado por todo extremo, y esta extrañeza, que lo halagaba, los mortificaba también, porque marcaba en cierto modo las fronteras. La seriedad ceremoniosa y de propósito del pintor cohibía un poco a la señora de Guilleroy, que no sabía qué decir a aquel hombre tan frío y tenido por espiritual. Después de dejar a su hija ante la mesita bien cargada de estampas, se sentó en una butaca cerca del boceto empezado y se esforzó por dar a su rostro la expresión recomendada por el artista.
En la mitad de la cuarta sesión, dejó de pronto de pintar Oliverio y preguntó:
—¿Qué es lo que más le distrae?
Any calló sin saber qué decir:
—No sé... ¿por qué lo pregunta?
—Porque necesito una mirada satisfecha en esos ojos y no la hay.
—Bueno, pues trate de que hablemos; me gusta mucho hablar.
—¿Está contenta?
—Mucho.