Fuerte como la muerte. Guy de Maupassant
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Empezaron por cambiar observaciones sobre gente que ambos conocían, y luego hablaron de sí mismos, que es el hablar más agradable.
Al día siguiente se sintieron, al verse, más a su gusto, y notando Bertin que se hacía agradable, empezó a contar detalles de su vida de artista, puso a la vista sus recuerdos con el ingenio y la fantasía peculiares en él.
Acostumbrado a las cualidades postizas de los literatos de salón, sorprendió a Any la cháchara un poco alocada de Oliverio, que decía las cosas con lisura e ironía, y contestó en el mismo tono con atrevido y fino gracejo.
En ocho días hizo la conquista de Oliverio con su buen humor, su franqueza y su naturalidad. El pintor olvidó sus prejuicios sobre las mujeres de la alta sociedad, y casi hubiese afirmado que eran las únicas que tenían encanto.
Mientras pintaba de pie delante del lienzo, avanzando o retrocediendo con posturas de combatiente, dejaba salir sus pensamientos internos como si siempre hubiese conocido a aquella mujer negra y rubia, hecha de sol y luto, que reía sentada ante él y que le respondía con tal animación que perdía la postura a cada momento.
Tan pronto se alejaba de ella Oliverio, cerrando los ojos e inclinándose para ver su modelo en conjunto, tan pronto se acercaba lo más posible para detallar los menores matices de su rostro y la expresión más fugitiva, como artista que sabe que en un rostro de mujer hay algo más que la apariencia visible, algo que es emanación de la belleza ideal, reflejo de un no sé qué desconocido, la gracia íntima y temible de cada una que la hace ser amada perdidamente por uno o por otro.
Una tarde fue la niña a colocarse delante del lienzo y dijo con sinceridad infantil:
—Es mamá, ¿verdad?
Oliverio la tomó en brazos para darle un beso, halagado por aquel sencillo tributo al parecido de su obra.
Otro día, cuando parecía más tranquila, se le oyó decir de pronto, con cierta tristeza:
—Me aburro, mamá.
Tanto conmovió a Oliverio aquella primera queja, que al día siguiente le hizo llevar al estudio un almacén de juguetes.
Asombrada Anita al verlos, pero contenta y reflexiva, los puso en orden con gran cuidado para tomarlos uno después de otro, según cambiase su deseo.
Desde el día del regalo, Anita se encariño con el pintor como se encariñan los niños, con la amistad pegadiza que los hace tan graciosos y adorables.
Cada vez asistía la condesa con más gusto a las sesiones. Aquel invierno, por razón del duelo, estaba muy ociosa, no iba a fiestas ni a parte alguna, y encerraba en el estudio de Bertin todos los cuidados de su vida.
Hija de un comerciante parisiense riquísimo y comunicativo, muerto hacía muchos años, y de una madre constantemente enferma que pasaba en el lecho seis meses del año, Any llegó a ser desde muy joven una ama de casa perfecta. Sabía sentir, hablar, sonreír, distinguir a unos de otros, y escoger lo que a cada cual debía decirse.
Desde el primer momento se hizo a aquella vida, sin esfuerzo algunos, previsora y manejable.
Cuando la presentaron como futura del conde de Guilleroy, midió al primer golpe de vista las ventajas de aquel enlace, y las admitió sin rebelarse, como hija sumisa que sabe que no todo puede conciliarse, y que en la vida debe haber una mitad buena y otra mala.
Ya en la corriente del mundo, fue solicitada porque era hermosa y espiritual, y se vio cortejada por muchos hombres, sin que perdiese la calma de su corazón, no menos razonable que su cabeza. Era coqueta, pero con coquetería agresiva y prudente.
Gustaba de los cumplidos, se sentía acariciada por los deseos que despertaba, aunque parecía pasar sin verlos, y cuando salía de un salón, después de recibir el incienso de la adoración, dormía tranquila, como hembra que ha cumplido su misión terrena.
Esta vida, que llevaba ya hacía siete años sin fatigarla con su monotonía, porque adoraba la incesante agitación del mundo, la hacía, no obstante, desear algo más. Los hombres de sus relaciones sociales, abogados, políticos, hacendados y desocupados, la distraían como actores de la comedia de la vida sin tomarlos en serio, aunque apreciase sus funciones sociales y sus méritos.
Por esto Oliverio la agradó desde el primer instante. Le llevaba algo nuevo. Se divertía grandemente en el estudio, reía de todo corazón, se sentía espiritual y comprendía que él gozaba con los goces de ella.
Oliverio le gustaba también porque era guapo, fuerte y célebre. No hay mujer, aunque ellas lo nieguen, que sea indiferente a la gloria y a la belleza física.
Le halagaba haber sido notada por aquel conocedor, y dispuesta a juzgarle a su vez, descubrió en Bertin un cerebro despierto y culto, fantástico, y delicado, y una inteligencia llena de encantos, y palabra colorista que inundaba de luz cuanto trataba. Nació rápida intimidad entre ambos, y en el apretón de manos que se daban al principio de las sesiones, iba cada día mezclándose un poco más de sus corazones.
Sin cálculo alguno, sin predeterminación, Any sintió en sí el deseo de conquistarlo y cedió a él.
Nada habría previsto ni combinado; fue coqueta, pero con más gracia instintiva, como que se trataba de quien la había gustado más que otros, y puso en su mirada y su sonrisa el perfume que difunde en torno suyo la mujer que siente despertar el deseo de ser amada.
Solía decirle frases aduladoras, equivalente a un “me gusta”, y le hacía hablar muchas veces para que viera el interés con que lo oía.
Oliverio dejaba de pintar, se sentaba cerca de ella, y con la excitación cerebral que provoca el deseo de agradar, tenía crisis de poesía, de humorismo o de filosofía, según convenía.
Any se alegraba con la alegría de Oliverio, trataba de entenderlo cuando dogmatizaba, sin conseguirlo muchas veces, y hasta cuando pensaba en otra cosa, lo escuchaba con tan dispuesta atención, que Oliverio se extasiaba viéndola, conmovido por haber hallado un alma delicada, abierta y dócil, en la que caía su pensamiento como una semilla.
El retrato adelantaba y salía admirable, en fuerza de haber llegado el pintor a la disposición de espíritu bastante para apreciar las cualidades de su modelo y expresarlas con el convencido ardor y la inspiración del verdadero artista.
Inclinado sobre ella, espiando sus movimientos, las coloraciones de su carne, las sombras de su piel, la expresión y transparencia de sus ojos y los secretos todos de su fisonomía, llegó Oliverio a saturarse de ella como de agua una esponja.
Y al llevar al lienzo aquella emanación del perturbador encanto que recogía en su mirada y fluía de su pensamiento a su pincel, solía quedar Oliverio en éxtasis, con la embriaguez del que ha bebido la gracia del eterno femenino.
Any comprendía lo que por Oliverio pasaba; se complacía en aquella victoria cada vez más segura, y se daba a sí, ánimos para acabar de alcanzarla.
Algo nuevo daba a su vida nueva savia y despertaba misterioso goce. Cuando oía hablar de Oliverio latía su corazón con más apresuramiento, y sentía deseos —que nunca llegaban a