La Extraña Hermanita. Barbara Cartland
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—Debo darme prisa ya— dijo Lady Deane en tono conciliador—, dejaremos esto para mañana. Quiero arreglarme con todo cuidado… de ese modo evitaré que te acaparen esas bellas mujeres de Londres.
El halago hizo sonreír al sombrío Sir Lawrence. Sin embargo, cuando su esposa salió, cruzó la habitación para tomar el libro de la silla donde Arabella lo había dejado.
Lo contempló unos momentos, con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Lo cerró con brusquedad, para dejarlo a un lado y salió de la habitación.
Pasaron varios minutos, antes que Arabella se atreviera siquiera a moverse. Temió que su padrastro hubiera cerrado la puerta, quedándose adentro, para comprobar si ella se escondía allí. Pero escuchó sus pasos cruzando el vestíbulo de mármol y sólo cuando se perdieron en la lejanía se propuso aparecer de su escondite.
Era una muchacha de huesos pequeños, con facciones delicadas, muy armoniosa. Su extremada delgadez, debida a la enfermedad que la postrara en cama por más de cinco semanas, hacía que sus ojos violetas se vieran enormes en su pequeño rostro puntiagudo. Cuando se movió silenciosa por la biblioteca parecía una niña patética, necesitada de una alimentación adecuada para lograr su recuperación total. Salió de puntillas y se dirigió con sigilo y rapidez a su habitación.
Media hora más tarde, una doncella le avisó que su madre quería verla.
Lady Deane se encontraba sentada frente al tocador y su doncella le estaba colocando una tiara de brillantes, sobre su elegante peinado.
—¡Mamá, que preciosa se te ve!— exclamó Arabella con espontaneidad, al entrar en la habitación—, me encanta cuando te pones tu tiara. Cuando era niña me parecías la reina de las hadas y siempre esperaba ver las alitas surgiendo de tus hombros.
—¿Cómo estás queridita?— le preguntó Lady Deane—. ¿Te sientes mejor ya?— sin esperar respuesta, se volvió a su doncella—, ya estoy casi lista. ¿Quieres hacerme el favor de salir y avisarme cuando Sir Lawrence baje la escalera? Necesito hablar con la señorita Arabella.
—Muy bien milady— contestó la doncella y se retiró, cerrando la puerta tras ella.
Lady Deane se volvió ahora hacia su hija.
—Escucha, queridita— dijo—, no tenemos mucho tiempo y hay tanto que debo decirte. Quiero que te vayas de aquí mañana muy temprano.
—¿Voy al Castillo?— preguntó Arabella con rapidez.
Lady Deane miró con fijeza a su hija.
—Estabas en la biblioteca…— dijo—, lo sospeché. Bueno, no hay tiempo para discutir eso, ahora. Tendrás que huir antes que él pueda castigarte. No estás en condiciones de recibir ni un golpe. Además, que ya no puedo soportar verte sufrir, como lo he hecho en el pasado.
Arabella se puso rígida.
—No es que me importe que me pegue— repuso en voz baja—, es cuando se… pone amable que resulta insoportable. ¡Oh, mamá! ¿Por qué te casaste con él?
—Él es bueno conmigo, Arabella. Y no olvides que papá nos dejó sin un centavo.
—¡Todo ese dinero que perdió jugando!— exclamó Arabella con amargura.
—Pero lo divertía tanto— suspiró Lady Deane—, le mostraba muy arrepentido cuando perdía. ¡Y cuando ganaba, qué generoso era y como nos divertíamos! ¿Lo recuerdas, hija?
—Sí, mamá, por supuesto. Se volvía el hombre más alegre del mundo.
Por un momento Lady Deane cerró los ojos. Pero volvió a abrirlos y dijo con inquietud:
—Es inútil, Arabella. No podemos regresar al pasado. Te aseguro que estoy contenta con Sir Lawrence. Es sólo con respecto a ti que no puedo controlarlo.
—Lo siento, mamá— murmuró Arabella.
—No, no es tu culpa, queridita. Serás muy hermosa, Arabella, y las mujeres hermosas siempre resultan una influencia inquietante, en lo que a los hombres se refiere.
—¡Detesto a los hombres!— exclamó Arabella—. ¡Los odio a todos! Detesto la forma en que me miran… la expresión posesiva de sus ojos … las manos que extienden intentando tocarme. ¡Oh, mamá! No quiero crecer… quiero seguir siendo una niña.
—Eso es lo que quiero precisamente que finjas ser.
—¿Qué quieres decir?— preguntó Arabella con curiosidad.
—El doctor Simpson tiene apenas una semana de verte, desde que se hizo cargo de los pacientes del doctor Jarvis— contestó Lady Deane—, has estado en la cama y en ella aparecías muy pequeña. El piensa que eres todavía una niña, Arabella.
—¿Por eso es que sugirió que yo visitara el Castillo?
Lady Deane asintió con la cabeza.
—Creo que piensa que tienes doce o trece años. Así lo dijo y yo no lo desmentí.
—¿Por qué no le dijiste la verdad… que cumpliré dieciocho años en un mes más?
—Porque entonces no habría sugerido nada. No es lo que más deseo para ti, Arabella, pero tienes que irte de aquí ahora mismo.
Arabella empezó a juguetear con un cepillo plateado que había en el tocador de su madre.
—Pensé que no lo habías notado, mamá— dijo en voz baja.
—Por supuesto que lo he notado. Te vi ponerte más y más bonita, Arabella. Tu padrastro siempre estuvo celoso de ti y buscaba excusas para castigarte con severa crueldad. Pero cuando creciste…
—No hablemos de eso, mamá— suplicó Arabella con voz angustiada—. Las dos comprendemos y, como dices, debo irme de aquí.
—Hace mucho tiempo que lo estoy pensando y cuando el doctor Simpson propuso que acompañaras a la pobrecita Beulah, comprendí que eso me daría tiempo para pensar. Tal vez puedas visitar a tu madrina en Yorkshire, o a tu tía paterna que vive en Dorset. Lo que me ha sucedido es que he perdido contacto con ambas. Pero desde ahora les escribiré para averiguar su situación y si existe alguna posibilidad de que pases un largo período con una de ellas. Por el momento te irás al Castillo.
—No sé siquiera quién vive en el Castillo— dijo Arabella.
—La Marquesa de Meridale murió poco después del nacimiento de su hija Beulah— le explicó Lady Deane—, lo que todos sabemos, es que la niña no es normal, y debe tener unos siete o ocho años. El doctor Simpson es de la opinión que si tuviera un trato diferente al que ha recibido hasta ahora, sus facultades mentales mejorarían.
—Pobre criatura— exclamó Arabella.
—Comprendo que convivir con ella no será nada divertido para ti, pero te prometo sacarte del Castillo lo más pronto posible.
—¡No