La Extraña Hermanita. Barbara Cartland
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—¡Me parece un hombre odioso!— exclamó Arabella—, y supongo que ni siquiera llegaré a conocerlo.
—No, por supuesto. Nunca viene por aquí. Procura descansar en el Castillo, quiero que recobres tus colores y la lozanía de tu cabello. De cualquier modo, trata de cumplir tu papel de niña, como se espera de ti, hasta que yo logre hacer los arreglos necesarios. ¡Oh, queridita, te echaré tanto de menos!
Lady Deane extendió los brazos y atrajo hacia su pecho a su hija.
—Eres todo lo que me queda de tu padre— murmuró en voz muy baja—. No será fácil separarme de ti, Arabella. Pero sé que estoy cumpliendo con mi deber. Es sólo que la casa me parecerá vacía… desierta… sin ti.
—Te quiero mucho, mamá— respondió Arabella—, y sé muy bien que estás en lo correcto al alejarme de aquí.
Ya no podía decir más, porque las palabras se le ahogaban en la garganta. En eso llamaron a la puerta.
—El amo está bajando ahora, milady— anunció Jones, la doncella.
—Entonces, debo irme— dijo Lady Deane. Arabella dejó de abrazarla y se puso de pie.
—Mañana se pondrá furioso, mamá— aseguró Arabella con preocupación—. ¡No le gustará que su presa se le haya escapado con tanta facilidad!
—En la verdad … yo puedo manejarlo— contestó Lady Deane llena de confianza—, él me quiere bien a su modo. El carruaje te aguardará, a las ocho y media junto a la puerta de la cocina, Arabella. Jones te ayudará a hacer las maletas. Si no te veo para despedirme, recuerda que pensaré y rezaré por ti, en todo momento.
—No te preocupes por mí, mamá— replicó la joven en tono valiente y seguro.
Sin resistir más contemplar el rostro angustiado de su hija, Lady Deane salió de la habitación, mientras las piedras preciosas de su tiara reflejaban las luces de las velas.
La habitación pareció oscurecerse cuando ella se alejó. Arabella permaneció inmóvil, junto a la ventana, observando cómo se alejaban a la fiesta los carruajes.
Jones, la vieja doncella de su madre, que estaba a su servicio antes de su casamiento con Sir Lawrence, llegó a buscarla poco después. Arabella la siguió con docilidad a su cuarto.
—Tenemos que seleccionar la ropa que llevará. Su madre me ordenó guardar en las maletas sólo los vestidos que usted usaba hace años y no poner nada que descubra su verdadera edad. Ha perdido tanto peso, que sin duda le cabrán sin dificultad. Es una verdadera suerte que yo los haya guardado.
—¡Oh, cielos! Pensé que jamás volvería a ver esas muselinas de niñita— suspiró Arabella.
—Pero, esas son las instrucciones de su madre— insistió Jones.
—Muy bien, entonces guarda lo que quieras, Jones. Espero no pasar mucho tiempo en el Castillo. De cualquier modo, allá no habrá nadie que me vea. Y creo que será una gran aventura.
Se fue a la cama pensando en qué sorpresas| le depararía el Castillo y despertó antes que Lucy, otra doncella, acudiera a su cuarto con una taza de chocolate caliente como todas las mañanas.
Arabclla lo bebió con rapidez y con la misma prisa se vistió la ropa que Jones le había preparado. No pudo menos que sonreír ante su aspecto al contemplarse en el espejo.
El vestido suelto que caía de un alto peto, casi desde los hombros, la hacía parecer una niña de cerca de doce años si no más pequeña aún. Las suaves zapatillas sin tacones, sobre las medias blancas, al igual que el sombrero de ala ancha, con cintas azul pálido y grandes margaritas artificiales, le brindaban una perfecta apariencia infantil.
Dividió por el centro su cabello y dejó que cayera a ambos lados de su rostro. Antes de su enfermedad era como oro pulido con intensos reflejos, en contraste con su blanca piel de magnolia. Durante su enfermedad se había opacado y ahora las pesadas trenzas sólo parecían acentuar lo puntiagudo de su barbilla y las líneas de cansancio que había bajo sus grandes ojos.
«Bueno, de una cosa estoy segura», se dijo para sí. «¡Con este aspecto, ni el propio Sir Lawrence se fijaría en mí!».
Era como mujer que ella le temía tanto… como niña lo había odiado por su brutalidad.
Ya lista, se despidió de Jones y de Lucy y salió por la puerta de la cocina. El carruaje la esperaba afuera; Arabella subió sin vacilación, temerosa de que de improviso su padrastro saliera rugiendo de la casa, para impedir su huida.
Recorrieron con toda calma el sendero posterior de la casa, y luego tomaron el polvoso camino que conducía a Meridale, distante dieciséis kilómetros de ahí.
Cruzaron una pequeña población y al terminar ésta, Arabella vio por primera vez el Castillo. Divisó sus torres almenadas por encima de la copa de los árboles. Al dirigirse por el camino central, una amplia avenida de robles, pudo contemplarlo por completo.
Entonces, lanzó una ahogada exclamación. La descripción de su padrastro no coincidía con la construcción magnífica, espléndida, de piedra gris, que se elevaba sobre una colina, y protegida por un espeso bosque de árboles oscuros.
Originalmente había sido una fortaleza normanda, reconoció Arabella, y parecía que todas las generaciones siguientes le habían hecho adiciones lo que aumentaba su magnificencia.
Mientras se acercaba al edificio vio que bajo él había un lago. Sus aguas tranquilas reflejaban el azul del cielo y en su espejeante superficie se deslizaban varios cisnes blancos.
Cruzaron un puente sobre un riachuelo que alimentaba al lago. Entonces el carruaje se detuvo en un amplio patio cubierto de grava, frente a una puerta imponente, adornada con grandes clavos y a la cual conducía una escalinata de piedra.
Arabella bajó del carruaje y permaneció contemplando el Castillo, que parecía elevarse hacia el cielo.
Frente a tanto lujo, le resultó algo incongruente ver que la puerta era abierta por un mayordomo anciano, casi decrépito, vestido con visible descuido, en lugar de un resplandeciente sirviente como requería aquel imponente Castillo.
—Buenos días, señorita— saludó el anciano con una voz de fuerte acento campesino—, el doctor nos avisó que usted vendría, pero no nos dijo que sería tan temprano.
—Siento mucho que mi llegada cause alguna inconveniencia.
—A mí no— contestó el mayordomo—, es a la señorita Harrison, que no acostumbra madrugar. Pero, si nos permite, George la conducirá hasta arriba. Me disculpará que no la acompañe, niña, pero mis piernas ya no me responden mucho.
—No, por supuesto… no se preocupe por mí— le aseguró Arabella.
George era