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hubiera puesto Sir Lawrence al ver presentarse de ese modo a uno de sus sirvientes.

      —Lleva a la jovencita arriba, a la sección de niños, George— ordenó el mayordomo.

      Arabella siguió al lacayo. Empezaba a advertir que la ausencia del amo del Castillo aumentaba el deterioro del lugar. No eran sólo las granjas las que necesitaban su presencia.

      Todas las sillas estaban cubiertas por una gruesa capa de polvo y las ventanas parecían no haber sido lavadas desde mucho tiempo atrás. Todo olía a humedad, como si nadie se molestara en airear el lugar y al subir la escalera el espectáculo parecía empeorar.

      La sección de niños estaba en el segundo piso. Debieron atravesar por corredores y descansos amueblados con gran lujo, pero tan sucios o más descuidados, que la planta baja.

      Arabella recordó la casa de su madre que siempre olía a cera y a lavanda, las ventanas estaban abiertas y limpias, y el sol entraba a raudales por ellas. Aquí el aire se sentía viejo y pesado. Arabella sentía su espíritu en el suelo, antes de llegar al segundo piso.

      George llamó a una puerta. No hubo respuesta y volvió a llamar.

      —Dudo que se haya levantado ya— dijo.

      —Son más de las nueve y media— comentó Arabella, que había visto la hora en un reloj ubicado en uno de los pasillos.

      George no se molestó en contestar, sino que abrió la puerta y con la escasa luz de una cortina entreabierta, Arabella vio que se encontraba en una amplia habitación, cómoda y bien amueblada.

      Un fuego crepitante ardía en la chimenea, alguien habría subido antes que ellos… tal vez la misma doncella que había entreabierto la cortina.

      Pero la habitación estaba vacía y George miró hacia una puerta que había a un lado.

      —Será mejor que espere aquí— dijo—, debe estar dormida.

      —Por favor, no despierte a la señorita Harrison— dijo Arabella a toda prisa.

      —No iba a hacerlo— respondió George en forma lacónica y se marchó, abandonando a Arabella en el centro de la habitación.

      Era un extraño recibimiento, reconoció Arabella, a lo mejor sería por la temprana hora.

      Entonces un sonido curioso la hizo estremecer.

      Lo percibió sin saber qué era, pero al repetirse comprendió que venía de una gran mesa redonda, en medio de la habitación, que estaba cubierta por una carpeta con flecos, que caían hasta el suelo.

      El sonido volvió a repetirse y Arabella, llena de curiosidad, se adelantó, levantó la orilla de la carpeta y se asomó.

      Bajo la mesa, sentada en el suelo, se encontraba una niña. Vestía un camisón blanco y sostenía dos gatitos en los brazos. Otros dos estaban en el piso junto a ella, bebiendo de un plato de leche.

      —¡Chitón!— murmuró la niña con una graciosa vocecita sibilante—. Beulah… no la despiertes.

      —Pensé que tú eras Beulah. Yo soy Arabella y he venido a jugar contigo— le anunció la joven.

      Dos ojos pequeños, como bolitas de cristal azules, la contemplaron.

      La niña tenía un aspecto extraño. Su cabeza era demasiado grande en proporción a su cuerpo; su rostro redondo, inexpresivo, era como una luna llena. No era, en la verdad, fea o repulsiva, pero su cabello muy corto, levantado con las puntas hacia arriba, le daba un aspecto extraño.

      —Ara… bella — repitió Beulah, titubeante.

      —Así es— sonrió Arabella—. ¿Por qué no sales para que podamos hablar?

      —Beulah… no la… despiertes— contestó la niña. Repetía las palabras con lentitud y con voz aguda, que semejaba un lorito.

      —¿Te refieres a tu institutriz— preguntó Arabella—, no, por supuesto que no la despertaremos? ¿Esos gatitos son tuyos?

      Beulah asintió con la cabeza y apretó los animalitos en sus brazos. Uno de ellos maulló y arañó el camisón de la niña.

      —Son muy bonitos— dijo Arabella con gentileza—, pero yo no los tocaré porque son tuyos.

      Los ojos redondos de Beulah la escudriñaron. Entonces, en un impulso, le ofreció uno de los gatitos. Arabella no lo tomó, pero sí lo acarició.

      —Quédate con él— le dijo—, es tuyo.

      Beulah pareció contenta de escucharla y en voz muy baja dijo:

      —Beulah… sabe secreto…Beulah… no dice secreto… Beulah… prometió.

      —Me parece muy bien. Si tienes un secreto, desde luego que debes guardarlo.

      Se escuchó el sonido de una puerta que se abría.

      —¿Qué sucede aquí? ¿Quién está hablando?— preguntó una voz irritada.

      Arabella se incorporó con rapidez.

      Del dormitorio contiguo apareció una mujer joven, vistiendo una negligée adornada de encaje. Su cabello oscuro caía en bucles sobre sus hombros y Arabella advirtió que era bonita, aunque algo vulgar.

      —¡Oh, eres tú!— exclamó la mujer—, la niña de la que me habló el doctor. En verdad no te esperaba tan temprano.

      —Siento mucho haber llegado a una hora inconveniente— se disculpó Arabella.

      —Supongo que así te enviaron de tu casa, así que no te culparé—contestó la institutriz—, ahora, déjame ver, te llamas Arabella, ¿no es así? El doctor Simpson me lo dijo.

      —Sí, así es— sonrió Arabella.

      —Yo soy Olive Harrison— dijo la institutriz—, desde luego, la señorita Harrison para ti.

      —Sí, desde luego— repitió Arabella con actitud respetuosa.

      La institutriz se dirigió a la ventana y empezó a descorrer las cortinas.

      —No permito que descorran las cortinas temprano, ni que hagan ruido y me despierten— explicó—, supongo que deseas desayunar.

      —No, gracias, no tengo hambre— contestó ArabeHa.

      —Pues debías tenerla— dijo la señorita Harrison—. ¡Nunca había visto una criatura tan delgada como tú! Pero muy pronto engordarás.

      Si hay algo bueno en este Castillo es la comida. Nunca permanecería en un lugar donde se sirviera mala comida.

      La señorita Harrison terminó de descorrer las cortinas de las cuatro ventanas y entonces tiró de una campanilla.

      —Las doncellas esperan que las llame. Alguien acudirá a vestir a Beulah y sabrán que ya estoy lista para el desayuno.

      Bostezó sin hacer ningún ademán

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