La Extraña Hermanita. Barbara Cartland

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La Extraña Hermanita - Barbara Cartland La Coleccion Eterna de Barbara Cartland

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comprendo cómo se siente— respondió en tono confidencial mientras empezaban a subir la escalera—, yo llegué aquí hace casi tres años. Ya desde ese entonces era la señorita Harrison la que dirigía el Castillo, en ausencia del Marqués. Ella da las órdenes y la señorita Fellows las cumple. Las dos odian a la señorita Matherson y han hecho todo lo posible por librarse de ella, aunque no han logrado que se vaya; y nadie puede despedirla a no ser Su Señoria, que nunca viene.

      Hizo una pausa y prosiguió su relato:

      —Se ha recluido en sus habitaciones y no habla ni con la señorita Harrison ni con la señorita Fellows. Nosotras la atendemos igual, porque no nos atrevemos a desobedecerla como siempre nos aconseja la señorita Fellows.

      —Debe resultar muy difícil para ustedes— comentó Arabella.

      —No, en realidad es divertido. No nos podemos quejar— repuso la doncella riendo con suavidad—. Pagan bien, se come bien y se trabaja poco… si hay algo raro aquí, es cuestión de cerrar los ojos… y hacerse el distraído.

      —Ya veo— murmuró Arabella y comprendió que la doncella se refería a la poca dedicación al trabajo y al descuido que reinaba en el Castillo.

      —Se dice que cuando la señorita Matherson estaba a cargo del Castillo, éste relucía de limpio.

      Habían llegado al primer piso y se encaminaban por un ancho corredor con altas puertas de caoba a sus lados.

      —Esa era la habitación de la señora Marquesa— murmuró la doncella, señalando una puerta—, y ésa era la del señor Marqués. Desde luego, yo no los conocí, pero dicen que él era un buen amo, bondadoso y de reconocida generosidad con todos.

      Cuando llegaron al final del corredor, la doncella llamó a la puerta y una voz suave contestó:

      —Pase.

      —Ya encontré a la señorita Arabella —dijo la doncella al abrir la puerta. Arabella entró.

      —Gracias, Rose— contestó la señorita Matherson—, puedes retirarte ahora.

      La señorita Matherson se levantó de la silla donde estaba sentada cosiendo. Arabella notó que era una mujer anciana, de baja estatura, de cabellos grises, con un limpio vestido negro y un delantal del mismo color, y un gran llavero redondo pendiendo de su cintura.

      —Encantada de conocerla, señorita— dijo la anciana con acento respetuoso.

      Arabella extendió la mano y al hacerlo descubrió que sus dedos estaban sucios de polvo.

      —Lamento traer las manos sucias— se disculpó—, pero estuve en la biblioteca y he traído unos libros prestados.

      —Y descubrió lo sucio que estaban— comentó la señorita Matherson con amargura. Tomó los libros que Arabella llevaba en las manos y los apoyó sobre una mesa. Sacó un paño de un cajón y empezó a limpiarlos, mientras desaprobaba con un sonido de indignación.

      —Tal vez, señorita, desee lavarse las manos— sugirió, al finalizar su tarea.

      La condujo por una habitación llena de guardarropas, hacia un cuarto de baño. Las cortinas estaban descorridas y Arabella miró a su alrededor con visible deleite. Nunca había visto un baño semejante. La bañera de mármol estaba hundida en el piso, para sumergirse en ella, había que bajar unos escalones del mismo material. También el piso era de mármol y contra un muro había un juego de lavamanos, jofaina y jarra, todos de plata muy bien pulida.

      —¡Qué preciosidad!— exclamó Arabella.

      —El lavamanos fue obsequio del Rey Carlos II, que estuvo aquí después de su coronación. El baño es la réplica de uno que la señora Marquesa vio en un viaje a Italia.

      —¡Es maravilloso!

      —¡No hay otro igual en todo el país!— exclamó la señorita Matherson con orgullo—. Se necesitaban más de veinte minutos para que los lacayos llenaran la bañera con baldes de agua caliente. Ahora, ¿no le importará lavarse con agua fría, señorita?

      —¡No, por supuesto que no!— contestó Arabella.

      El agua que le puso en la jofaina estaba perfumada, al igual que el jabón que le ofreció. La toalla que la señorita Matherson le trajo era de lino finísimo, bordado con encaje legítimo.

      —He procurado mantener las habitaciones listas, por si alguna vez llegaran a necesitarse. Estoy segura de que le gustará ver la alcoba de la señora Marquesa.

      Abrió otra puerta y Arabella se encontró frente a la habitación más hermosa que hubiera imaginado. El sol entraba a raudales por las ventanas abiertas resaltando la gran cama de cuatro postes, con cortinajes de seda bordada. En lo alto había espejos rematados con ángeles, muebles dorados tallados en madera, una alfombra tan suave como las plumas de un cisne. Había flores frescas en el tocador y Arabella sintió como si la habitación esperara la entrada de su dueña en cualquier momento, para reanudar la vida en el mismo punto en que la había abandonado. Era como un santuario del pasado y la señorita Matherson no sólo era la sacerdotisa, sino además la única devota.

      Como si adivinara lo que Arabella pensaba, la señorita Matherson se apresuró a decir:

      —Regresemos a mi salita. Espero me disculpe, señorita, por reclamar su visita. Estaba ansiosa de conocerla. ¡Recibimos tan pocos invitados en el Castillo!

      —El doctor Simpson pensó que sería bueno para Lady Beulah tener una compañera— contestó Arabella.

      —Sí, conocí su sugerencia de traer a una niña aquí, pero nadie esperaba que hallara una tan pronto. Estas habitaciones reciben todo el sol— afirmó la señorita Matherson al llegar a la salita—. Yo no dormía aquí, por supuesto, en vida de la señora Marquesa. Mi habitación estaba en el segundo piso. Pero he pensado que sería mejor estar cerca de las que fueron sus habitaciones.

      —Y mantenerlas tan hermosas. Sería una r.na…— dijo Arabella.

      —¡Que esta parte se estropeara como el resto del Castillo!—concluyó la señorita Matherson—, una vez fue espléndido y elegante, ahora es una verdadera desgracia.

      —¿El Marqués nunca viene a casa?— preguntó Arabella.

      —Su Señoria estuvo en el extranjero con su regimiento, hasta hace dos años. Ahora tengo entendido que está muy ocupado en Londres. La Casa Meridale, en la Plaza Berkeley, está, desde luego, abierta a las amistades de Su Señoria y de vez en cuando oímos noticias de ella, cuando mandan por un sirviente o un caballo.

      —¡Es una pena que no venga hasta aquí!— exclamó Arabella.

      —En verdad, me alegra mucho que usted permanezca aquí, acompañando a Lady Beulah. Ahora, señorita, se me disculpa sugerirlo, será mejor que regrese con la señorita Harrison, ya está cerca la hora del té. No debe importunarla por culpa de Matty.

      —¿Matty? ¿Así es como la llaman a usted?— preguntó Arabella.

      —Tengo aquí muchos años. Matty es el nombre que Su Señoria me dio cuando era un niñito. La señora Marquesa adoptó el nombre y me gusta pensar que lo hizo como expresión de cariño.

      La

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